(Otra) carta a Rajoy

Poco estimado señor Rajoy, dos puntos. Ni me molesto en desearle que al recibo de la presente se encuentre bien de salud, porque es de sobra conocido que un individuo de su indolencia, o sea, de su cachaza, es inmune a todo. O bueno, a casi todo, que ya imagino que sufrió lo suyo con el ridículo de su selección en el reciente Mundial o con el abandono del Tour del chico ese que buscaba chivos expiatorios en los chuletones de Irun.

Al grano. El motivo de estas líneas es traducirle la carta que le envió hace unos días —debe de ser como la quincuagésimo octava o así— el lehendakari. Ya, ya; me consta que se la escribió en perfecto castellano, pero también conozco lo suficiente a Iñigo Urkullu como para intuir que su tacto y su educación exquisita le hicieron medir o, incluso, edulcorar sus palabras, con lo cual usted habrá entendido lo que le haya salido de los fandangos, que diría Maruja Torres. Pues anote.

Lo que (creo que) quería decirle el primer representante de los ciudadanos de la llamada Comunidad Autónoma del País Vasco es que por aquí llevamos un tiempo hasta las mismísimas de los sucesivos sobeteos inguinales a que nos someten. Eso va por usía, por sus ministros y un rato largo por su comisionado en los tres territorios, que se pasa la vida ingeniando formas de jorobar(nos) la marrana. Y que ya va estando bien, que a buenos y pactistas no hay quien nos gane, que hemos dado muestra de unas tragaderas por las que cabe el Amazonas, pero que hasta una paciencia talla doble Job como la nuestra tiene un límite que ya ha sido superado. ¿Piensa seguir tensando la cuerda? Vaya, me lo temía.

Mordazas, según

—El ministro Fernández quiere crear un organismo que controle lo que se publica en los medios de comunicación y, si procede, imponga sanciones a los que se pasen de la raya.

—¡Maldito fascista! ¡Pretende amordazarnos para impedir que divulguemos las maldades del sistema! Pero no nos va a callar. Se va a enterar el tal Fernández.

—¿Fernández? Qué cabeza la mía, ha sido un lapsus. El que lo propone es Pablo Iglesias.

—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. Tiene toda la razón. Es urgente parar los pies a la caverna y castigar a esos plumíferos mentirosos al servicio del gobierno o, lo que es lo mismo, del capital. Y si hay que cerrar algún periódico, alguna radio o alguna televisión, se cierra.

Se trata de un conversación ficticia, pero verosímil. De hecho, se basa en lo que la crema y la nata progresí bramó cuando el mentado Fernández advirtió —y cumplió— que iba a perseguir a los revoltosos de las redes sociales y las aleluyas que cantan los mismos patanegras de lo guay sobre la (antepen)última ocurrencia de Iglesias. Basta cambiar el sujeto de una oración para que la miga que contiene merezca interpretaciones diametralmente opuestas.

Por desgracia, ya ni siquiera sorprende que el fenómeno se dé ante un asunto que debería estar fuera de concurso, especialmente para quienes hemos denunciado la clausura de más de un medio por los santos pelendengues del poder. La lógica —es decir, la ilógica— que llevó, por ejemplo, a la fumigación de Egunkaria es idéntica a la que maneja el gurú de moda. Y manda pelotas que los primeros medios a los que cabría aplicar su edicto son los que le han aupado al púlpito.

La canalla

De entre todos los días de que ensombrecen mi ya de por sí oscuro ánimo, el de la libertad de prensa figura entre los más letales. Cada año es peor, supongo que en buena parte, por culpa de Twitter, que desde el punto de la mañana me tritura el alma a base de consignillas de cinco duros no pocas veces aventadas por auténticos canallas. Pongan esa última palabra en femenino singular y tendrán una de las formas más extendidas de referirse al gremio: la canalla. Aunque parezca ofensivo, el tiempo y la piel de rinoceronte de los aludidos han convertido el término en chiste simpático, y así nos llamamos a nosotros mismos entre risas, porque dijera lo que dijera el difunto Kapuściński, son los cínicos los que mejor se adaptan a este oficio, y él mismo fue un ejemplo perfecto.

Por lo demás, esa denominación a medio camino entra la chanza y el insulto no es mucho más inapropiada que la oficial y canónica, es decir, periodistas a palo seco. Si reparan en el vocablo, verán que nombra realidades distintas y hasta contradictorias entre sí. Se le dice periodista exactamente igual a quien se juega el pellejo por lo que escribe o cuenta que al que hace guardia junto a la puerta de la finca del famosete de turno para colocarle la alcachofa en el morramen. Entre uno y otro extremos, el resto de los grises —tómenlo por donde quieran— que componemos la manada, incluyendo una larga nómina cuya mayor cuita en esta vida es si les van a dar las vacaciones en las fechas que han pedido. ¿Nos atañe del mismo modo a todos la tal libertad de prensa a la que se hacían odas ayer? Estoy por jurar que no, pero mejor me callo.

No sin mi TDT

Es gracioso que existiendo más bien poco, la libertad de expresión y la pluralidad informativa estén tantas veces amenazadas de muerte. Más despiporrantes, incluso, suelen ser los motivos por los que se dan los rasgados de vestiduras y los toques a rebato. El último es de antología. Ahora resulta que vamos a ser menos libres porque a partir del martes desaparecen, sentencia del Tribunal Supremo mediante, nueve canales de la TDT. ¿Alguno de actualidad, cultura, educación, debates sosegados? Miren, esos simplemente no existen, así que no se pueden quitar. Entre los menos infumables de los que se van a negro están un par que de vez en cuando ponen una peli maja festoneada de mil anuncios y autopromos o, como mucho, un documental medianamente simpático. Lo demás es pura morralla catódica: culebrones rancios, series del año de la polka, teletiendas a tutiplén y seudotertulias con el facherío cañí dándolo todo.

Ya ven qué inmensa pérdida. La única real, la del puñado de currelas en precario despachados a la empresa con mayor número de profesionales de la comunicación adscritos e inscritos, es decir, el Inem. Con ellos cabe toda la solidaridad. No, desde luego, con los que están encabezando la llantina, que son —con un par y medio— los dueños de los grandes emporios de la comunicación en España. Los mismos que impiden que asome la cabeza cualquier alternativa a sus potitos plañen ahora porque se tienen que desprender de una ínfima parte de lo que ni siquiera es suyo porque, como recoge la sentencia, se lo concedieron por el morro. Perder un privilegio no es injusticia sino exactamente lo contrario.

Urkullu y el contexto

Maquiavelo nunca pasa de moda: “El príncipe nuevo tiene enemigos en todos aquellos que se aprovechaban del orden antiguo”. Deberían grabar la frase en cada pasillo y cada despacho de Lakua Recobrada junto a su versión castiza del refranero español: arrieros somos y en el camino nos encontraremos. Ciento y pico días son más que suficientes para, siquiera, ir haciéndose una idea de por dónde van a llover las bofetadas y tener un tejado mínimamente consistente bajo el que guarecerse. De lo contrario, se acaba con la badana bien zurrada y, casi peor, con cara de pasmo infinito por haber mordido un polvo que venía anunciado en todos los pronósticos. ¡Leñe! Que era de cajón de madera de pino insignis que a Urkullu, además de atizarle collejas ex-novo con o sin merecimiento, le iban a buscar las mismas cosquillas que le rastrearon a López. Así,venía en letras bien gordas en el manual que aquella foto de la boda gaditana por la que tantos cantares se le sacaron al de Coscojales tendría su correlato o revancha en cuanto se presentase la ocasión.

Y bien poco tardó en presentarse la tal ocasión, calva como la pintan y, de propina, bajo la apariencia de una simetría tan perfecta que coincidía —¿qué tendrá Cádiz?— hasta el escenario. En el mágico sur estaba el lehendakari el mismo día en que se inauguraba la nueva planta de Petronor. Lo demás es un clásico del periodismo de ayer, hoy y siempre: lo que llamamos “crear el contexto”. Primero, una nota dando cuenta de la ausencia prevista, así, como quien no quiere la cosa. Luego, en fila india y en plan enigmático, las tiraditas: ¿Será que se lleva mal con Imaz? ¿Será por hacerle un feo al Borbón? ¿Por ambas cosas? En tres ediciones, la bola crece y cuando se deja caer, se lleva por medio el objetivo. Para entonces, es demasiado tarde. Se cumple la lógica del chiste del labriego que ordeñaba la vaca. Lo expliques como lo expliques, va a dar igual.

¿Sabía que…?

Fruto, sin duda, de la envidia por una de las secciones más exitosas de este periódico, destapo el tarro de las exclusivas que me guardaba para mi y, susurrando, las comparto confidencialmente con la concurrencia.

¿Sabía que la libertad puede ser la peor de las tiranías y que por eso hay personas que prefieren añorarla a gozarla? ¿Sabía que, aunque lo parezca, los columnistas no estamos tan seguros de lo que escribimos? ¿Sabía que muchos de los que más vociferan son los que más tienen que callar? ¿Sabía, por contra, que buena parte de los que callan, si no forman parte de la especie que otorga, son los que más deberían gritar? ¿Sabía que respecto a varios asuntos hay más de una verdad y respecto a otros, ninguna? ¿Sabía que pensar mal no es necesariamente garantía de acertar, de igual modo que tampoco lo es pensar bien? ¿Sabía, ya que nos ponemos, que pensar a secas no es gran cosa porque es algo que podemos hacer, valga el contradiós, sin pensar?

¿Sabía que hay políticos que se van a tomar una caña tan panchos después de haberse puesto mutuamente de chupa de dómine en público? ¿Sabía que otros que se tratan con maneras versallescas cuando hay focos no irían juntos ni a cobrar una herencia? ¿Sabía que en dialecto parlamentario la palabra acuerdo equivale a veces a trapicheo? ¿Sabía que en ese mismo idioma jurar que de tal agua no se beberá puede ser la forma coloquial de pedir dos garrafas? ¿Sabía que principios, medios y fines se suelen guardar en el mismo bolsillo y que acaban echándose a perder por el contacto recíproco?

¿Sabía que es estadísticamente probable que una de cada equis veces que porfiamos algo estemos profundamente equivocados? ¿Sabía que a la mayor parte de la gente esto último le importa una higa y que si le importa, lo disimula? ¿Sabía que cada vez que elige algo está dejando de elegir miles de otros algos y que tiene que apechugar con ello? Pues, ea, ya lo sabe.

Interés decreciente

Si el caso Bárcenas fuera un serial televisivo, alguien debería pegar un toque a los guionistas. La trama argumental ha llegado a uno de esos puntos de difícil seguimiento para el espectador medio y, peor que eso, ha perdido intensidad dramática. Quizá es que la historia empezó demasiado arriba. Después del Jabugo narrativo de los sobres y los nombres de notables próceres —incluido el del sheriff del reino— anotados junto a cantidades de cuatro y cinco cifras, era inevitable que nos parecieran paletilla de recebo el resto de ingredientes que se nos han sido sirviendo. No es que sean asuntos menores la aparición de más cuentas en Suiza, las fotos de las impúdicas cuchipandas que sigue pegándose el del abrigo de cuello de terciopelo o la tremebunda revelación de que el PP mantenía (o mantiene, ojo) en nómina a Luis el cabrón mientras juraba lo contrario, pero esperábamos algo más. Lo ideal, ver a algún trajeado salir con esposas de un furgón policial o, bajando el listón, un par de dimisiones y media docena de expulsiones fulminantes de la casa del Gran Hermano mariano. Sin esos golpes de efecto, la tensión languidece por momentos y se hace un mundo seguir prestando atención a la pantalla hasta que definitivamente se opta por cambiar de canal.

No nos engañemos: ese es exactamente el objetivo. Porque aunque por hábito tendamos ya inexorablemente a consumir la actualidad como si fuera un producto de ficción, el caso Bárcenas no es el hipotético teleserial que mencionaba en la primera línea de la columna. Para nuestra desgracia, es realidad contante, sonante, sonrojante… y muy peligrosa, no ya para el partido al que le ha salido la vía de agua, sino para todo el entramado de intereses inconfesables que hay alrededor. Por eso no hay que dar ningún toque a los guionistas sino felicitarlos calurosamente. A fuerza de marear la perdiz, han conseguido desinteresarnos. De eso se trataba.