Mayoría bulliciosa

Mírenla, ahí va, la mayoría que muchos llaman silenciosa y a este servidor le resulta, sin embargo, bulliciosa. Como los cometas y los eclipses en jornadas de cielo raso, es en estos días de villancicos y lucecitas urbanas lisérgicas cuando mejor se deja ver. Por supuesto, en tropel, en manada, en masa compacta, ocupando la calle, que para eso es suya, aunque a veces la presta para otros propósitos. Ya quisieran nueve de cada diez manifestaciones antiloquesea disfrutar de la misma afluencia que estas apabullantes procesiones por los lugares santos y profanos del consumismo. Qué dilema, oigan: ¿Consumir es una prueba de alienación y sometimiento o el estímulo indispensable para que despierte la economía de su letargo y eche a andar la locomotora? Supongo que la respuesta es diferente dependiendo del rato en que te pillen, si Visa en mano o tecleando con furia contra el sistema en ese smartphone carísimo que tanto y con tan mala hostia suelo citar. No saben lo que me reí el otro día en un foro de bienpensantes que debatían, con enorme conocimiento de causa, sobre los diferentes modelos de ordenadores de una marca a la que en público —y con razón, diría yo— satanizan.

No, no me desviaba del asunto. La pésima noticia es que hay muy poca escapatoria. Esos ciudadanos tan exquisitos, lo mismo que aquí el que suscribe y, sin ánimo de ofenderles, muchos de los que pasan sus ojos por estas líneas, formamos parte del rebaño. Conozco a tres o cuatro, de esos que entrevistan Roge Blasco o Iñaki Makazaga, que se han escapado echándose una mochila a la chepa y poniendo una pila de kilómetros de por medio. El resto, con resignación, disgusto o, por qué no, placer, integramos alguna de las centurias de la gran legión social. Si logran sobreponerse a la depresión de asumirlo, obtendrán un valioso diagnóstico que incluye la explicación sobre por qué pasa lo que pasa y, ¡ay!, por qué seguirá pasando.

Sin pretenderlo

Una corrección tardía a mi última columna. Terminaba diciéndole a Amaia Egaña: “Tu parte está hecha. Descansa en paz”. Faltó anteponer —y la omisión cambió bastante de lo que quise decir— un par de palabras y una coma. Debió quedar así: “Sin pretenderlo, tu parte está hecha”. Y enseguida me explicaré, aun sabiendo que las líneas que vienen a continuación no van a ser las más populares de mi carrera. Pero si tantas veces me empeño en rescatar del basurero trozos de la realidad que han sido amputados con el afán no estropear un titular de conveniencia, en esta ocasión no puedo obrar de otro modo. Ni siquiera, como es el caso, aunque la historia podada sirva para apoyar mis propias tesis y las causas que defiendo. Sostengo, de hecho, que esas tesis y esas causas son lo suficientemente sólidas —¡y justas!— como para no requerir de trampas en el solitario.

Salto sin más preámbulos al charco. Ese “sin pretenderlo” ausente trataba de significar que no creo que en el ánimo de Amaia estuviera convertirse en mártir de la lucha contra la voracidad de los bancos y la hipocresía cómplice de buena parte de los políticos. En el mismo texto fallido mencionaba, supongo que torpemente, las circunstancias no publicadas ni publicables. Ahí es donde se juntaron las causas (personales e intransferibles) y los azares (el clamor social latente y creciente) para que lo que hace tres años hubiera sido una nota breve con iniciales fuera la gran noticia del momento y, además, el detonante de las primeras protestas en serio contra los desahucios.

Sí, también fue el acicate para que a gobernantes y entidades bancarias les entraran las urgencias. Con razón les hemos reprochado que hayan necesitado un suicidio para moverse. ¿Y nosotros? Me alarma pensar que también lo estuviéramos esperando para reaccionar. Igual que me da qué reflexionar que no haya sido el primero ni el que más se ajustaba al patrón habitual.