No basta con palabras

Una vez más, y pierdo la cuenta de las que van, lo sorprendente es que nos sorprenda. ¿Cómo puede ser que siga habiendo agresiones sexuales en las fiestas con lo bien que nos quedan los lemas, los avatares, las manitas rojas o las huellas moradas? ¿Por qué misterio insondable los agresores no se detienen en seco ante nuestras contundentes e inequívocas requisitorias? ¿De qué mecanismo demoníaco se sirven los violadores para evitar que hagan mella en ellos las formidables concentraciones, marchas, movilizaciones o lo que sea en que les dejamos claro clarito que No es No, que ojo al cristo que es de plata y que a ver si vamos a tenerla?

Me canso de escribirlo. Supongo que no están de más las bienintencionadas campañas, las coloristas y hasta multitudinarias salidas a la calle o las diferentes expresiones públicas de rechazo a los depredadores. Pero mal vamos si nos persuadimos de que una pegatina o un pin son el remedio. Y me temo que en esas andamos. Basta ver cómo en Sanfermines o en cualquier otra fiesta todo este material se reparte y se recibe como si fueran estampitas de la Virgen de los Remedios para combatir el flato.

Se diría que se busca —y tristemente, se consigue— un efecto balsámico sobre las conciencias. No pongo la palabra por casualidad, pues de ella deriva otra que se repite machaconamente, también a modo de exorcismo: concienciación. Que sí, que cada vez estamos más concienciadas y concienciados. ¿Quiénes? Pues las personas que jamás de los jamases forzaríamos a una mujer ni justificaríamos a quienes lo hacen. Tendríamos que actuar, y no exactamente con palabras, sobre esos tipejos.

El precio de la conciencia

Socialistas díscolos. Lo veo una y otra vez en los titulares y sigue sonándome a grupo de música indie, como Love of Lesbian o Supersubmarina.

Perdonen que me lo tome a guasa. Ya sé que debería ser algo serio, incluso grave. ¡Joder, que estamos hablando de la conciencia, la sagrada facultad del ser humano de permanecer fiel a sí mismo! Buen intento, y quizá hasta colaría si no fuera porque el precio de la cosa no alcanza ni al de un Iphone 7. Cotiza —y eso, por la banda alta— a 600 euros, que es la cantidad máxima que el Grupo Parlamentario Socialista, supongo que a falta de autoridad mayor en el desvencijado partido, podría imponer a los quince jabatos que el otro día gritaron ‘No’ donde la partitura decía Abstención. Si lo comparan con los emolumentos de sus revoltosuelas señorías, estamos hablando de una ganga. Eso, sin mencionar los baños de ego que se han pegado a cuenta de su gesta. El o la que menos, tres docenas de entrevistas y su careto a todo trapo en esas composiciones fotográficas para señalar, según cada medio, a los héroes o los felones del día. Ofende que algunos vayan mentón en alto diciendo que volverían hacerlo. Si fueran dependientas de una tienda de Amancio y cobrasen al mes la cuantía de la multa, ya veríamos.

Todo es muy poco creíble. Por el lado de los castigadores, porque si de verdad la actitud es tan inadmisible, lo menos que cabe es la patada sin más contemplaciones al Grupo Mixto del Congreso. Y por la parte de los castigados, porque si tan zaheridos se sienten, ellos mismos y ellas mismas deberían haber tomado la puerta. Pero claro, fuera hace mucho frío y 600 pavos son un chollo.

De votos y conciencia

Tiene su gracia el ansia de los derrotados en el Comité Federal del PSOE por salvar la honrilla echando mano del comodín del voto en conciencia. Es verdad que es humanamente comprensible su vergüenza por tener que someterse al digodiego público y, desde luego, su rabia por el modo en que han sido chuleados por los susánidos. Pero parafraseándoles a ellos mismos en su días de farruquería irresponsable, cabe preguntarles qué parte de la abstención no entienden.

Sí, también me consta que, visto con ojos de espectador, son los buenos y las buenas de la película. Su postura —el empecinamiento en la negativa a Rajoy— es la más simpática. Sin embargo, salvo que queramos hacernos trampas al solitario, no podemos dar por aceptable su conducta de pésimos perdedores. Mal que nos (y les) pese, participaron voluntariamente en una votación y la palmaron por una diferencia (139-96) que en basket es una señora paliza. La única traducción de la derrota es acatar lo que ha salido y actuar de acuerdo al mandato de la mayoría vencedora. Jode, claro que jode, pero no queda otra. ¿O es que, en caso de que el resultado hubiera sido al revés, sería de recibo que los perdedores anunciaran su intención de abstenerse? Y tampoco es una gran excusa aludir a las mañas trileras de los que se han llevado el gato al agua. Desde el momento en que no se rompe la baraja, no hay más tutía que apechugar.

Por lo demás, tal y como se hacen las listas electorales, y por mucho que la Constitución prohíba el mandato imperativo, el voto en conciencia es pura filfa… salvo que se entregue el acta de diputado inmediatamente después de ejercerlo.

Yo no soy refugiado

Somos el perro de Pavlov. Nos hace falta la foto de un niño muerto en una playa para que se nos despierte la conciencia. ¿Durante cuánto tiempo? Bueno, eso es variable. Un minuto, tres, hora y media, un día entero menos el rato del gintonic… Suele depender de lo que tarda en llegar el siguiente estímulo. Y también de cómo tenga cada cual educados los esfínteres morales. Conozco personas —es decir, individuos— capaces de simultanear una indignación del carajo de la vela con una sesión de chistacos (ahora se dice así) y una ración de chopitos. Ni se dan cuenta de que han conseguido la sublimación del fariseísmo, pero casi es mejor no hacérselo ver, porque se enfadan, no respiran y dejan de ajuntarte, chincha rabiña.

Que sí, que yo también recibí como una patada en la boca del estómago la imagen de esa criatura que en mi cabeza tiene los rasgos de mi propio hijo. Claro que me provoca dolor, rabia y, sobre todo, una inmensa impotencia. Pero óiganme bien: yo no soy refugiado. Y siento añadir que tampoco lo son las miríadas de seres angelicales que lo están escribiendo compulsivamente en Twitter. De hecho, les deseo con toda mi alma que no lo sean nunca.

Entretanto, y aun comprendiendo la humanísima necesidad de conjurar el mal cuerpo repitiendo cual letanía unas palabras mágicas, les conmino a pensar un poco. Es muy loable la disposición a ponerse en la piel del otro, pero cuando, como afortunadamente para nosotros es el caso, las probabilidades de hacerlo realmente son nulas, las buenas intenciones acaban en postureo mondo y lirondo. O peor, en una infame banalización del sufrimiento ajeno.

Sí, ¿pero cómo lo evitamos?

Novecientos muertos en el Mediterráneo. Cómo no participar de la congoja y del espanto. Por un ratito, aunque sea, hasta que empiece el partido de nuestro de equipo o venga el camarero con los entrantes. Lo difícil, para mi absolutamente imposible, es distinguir los sentimientos genuinos —y me incluyo— en la torrentera de golpes de pecho. Debo de ser un mal tipo, porque buena parte de los lamentos de las últimas horas me parecen parte de una coreografía o de un concurso de ocurrencias lastimeras o recriminatorias. Son tan plásticas, tan fotogénicas, las catástrofes ajenas… Se prestan tanto al engolfamiento estético, que se diría que, en realidad, ocurren para que ese artista-protesta que casi todos llevamos dentro pueda dar lo mejor de sí mismo. No ya a coste cero, sino además, sacando como rédito un toque de chapa y pintura para la conciencia y un ensanchamiento de ego. Cómo molan las dos docenas de retuits a tus incisivas y rechulas frases de denuncia. Y si van con foto, ni te cuento.

Me repugna, como a cualquiera, la hipocresía de los gerifaltes de la Unión Europea que andan convocando reuniones urgentísimas para no arreglar nada y soltando discursos plañideros tan babosos como faltos de crédito. Me sumo a los que se acuerdan de sus muelas y hago mía la peor de las invectivas que se les haya dirigido. Pero un segundo después pregunto absolutamente en serio y sabiendo a lo que me expongo cuál es el modo de que no vuelva a ocurrir. No hablo de grandes y nobles palabras de cuatro céntimos ni de cagüentales estentóreos, sino de las actuaciones concretas que se deben acometer. Yo lo desconozco.

Votar en conciencia

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? O, preguntado de modo más directo: ¿Tienen conciencia los representantes políticos? Entre que por mis venas corre sangre gallega y que aborrezco el vicio de la generalización, tiendo a pensar que unos sí y otros no. Aunque, ahora que caigo, para los efectos de esta columna, que la tengan o la dejen de tener es secundario. Lo que en realidad yo quería plantear, atiéndanme al matiz, es si se les puede o debe permitir ponerla de manifiesto en una votación parlamentaria.

Advierto que no sirve como respuesta el sí cuando el desmarque del (o de la) culiparlante en cuestión coincide con nuestra postura y el no cuando ocurre lo contrario. Y tampoco vale la triquiñuela de establecer que hay asuntos en los que cabe apelar a la tal conciencia —mayormente, los de cintura para abajo— y otros que no están sujetos a ella. Como coincidimos hace un par de noches en Gabon de Onda Vasca, tan peliagudo puede ser pronunciarse sobre el aborto como hacerlo sobre las aspiraciones soberanistas, una reforma laboral que lamina derechos o un aumento del IVA que no se contemplaba en el programa electoral.

Hechas todas esas apostillas, volvemos al intríngulis de estas líneas: ¿Es o no de recibo que una persona elegida en el seno de una lista cerrada, bloqueada y vaya a usted a saber si en el número tres o en el catorce, se constituya en verso suelto y vote lo que le salga de… la mentada conciencia? ¿Lo es cuando el pronunciamiento personal va abiertamente en contra de los motivos que han llevado a los electores a optar por ese partido en concreto? Confieso que no lo tengo claro.