Canon condenatorio

Tienen toda la razón los dirigentes de los distintos partidos de EH Bildu cuando manifiestan su hastío y su cabreo por la insistencia en exigirles rechazos que ya han expresado. Antes incluso que las declaraciones de repulsa de otras siglas, nos llegó el comunicado en que se dejaba claro que la quema intencionada de ocho autobuses en una cochera de Derio estaba fuera de la estrategia actual de la izquierda abertzale. ¿Demasiado escueto, frío, falto de contundencia? Siendo de los que piensa algo parecido, añado inmediatamente que eso son ya interpretaciones personales. Del mismo modo, podrían antojársenos excesivas, ampulosas o hechas para la galería las filípicas biliosas que se acercan más al estándar en materia de condenas.

Quizá, de hecho, uno de los problemas esté ahí: se ha establecido una especie de canon reprobatorio, y todo lo que quede por debajo de la intensidad dialéctica señalada no computa como muestra de desmarque y/o repudio. Y menos, claro, si viene del ámbito ideológico concreto al que se refieren estas líneas. Se sostendrá que hay bibliografía presentada que avala el recelo, y no es incierto. Pero ya que estos días hemos estado ensalzando el valor casi terapéutico de la autocrítica, podríamos aplicarnos el cuento y reconocer que en más de dos ocasiones y en más de tres, al soberanismo radical —ando espeso para los sinónimos, perdón— se le reclaman comportamientos que no son de actores políticos responsables sino de penitentes con flagelo de ocho colas. Sería cuestión de preguntarnos si, una vez, no hemos elegido dejarnos llevar por la cómoda pero absolutamente inútil inercia.

Condenar pitadas

Siete horas de vellón se tiraron el lunes los jacarandosos miembros de la Comisión Antiviolencia del deporte español escudriñando a quién podían emplumar por la monumental pitada al himno y al Borbón joven. Total, para parir un ratón escuchimizado. Por mucho que lo revistieran de palabros de cinco duros y salieran a la rueda de prensa con cara de estreñimiento crónico por la supuesta inmensidad de la ofensa al chuntachunta y al Preparao, al pasar a limpio sus decisiones resulta que a todo lo que llegan es a amenazar difusamente a no se sabe qué plataformas y a requerir información por un tubo. Para nota o para ingreso en frenopático, la exigencia al Athletic, al Barça, ¡y a la Federación! de recabar datos que, en su papel de organizadores del festejo futbolero, pudieran incriminarlos por no haber seleccionado adecuadamente a los espectadores. Es decir, que igual que a los viajeros a Estados Unidos se les exige jurar que no van a dar matarile al presidente, a los asistentes de la final del sábado se les debió haber conminado a prometer por la memoria de Pichichi o Ramallets que no iban a silbar la Marcha real.

Esa demanda de pata de banco, propia de chiste sobre el fondón dictador de Corea del Norte, nos da una idea del tipo de individuos en cuyas manos estamos. Los mismos, por cierto, que ante la música de viento de Camp Nou, lo primero que hicieron —ni esperaron al final del partido— fue emitir un comunicado de condena en unos términos que no emplearían ni en el caso de que Portugal se anexionara Ayamonte. Se empieza condenando pitadas y se sigue nombrando cónsul de Bitinia a un caballo.

Las (no) condenas del PP

“¡Ya está bien de exigir al PP la condena del franquismo y de la dictadura en todo momento y en toda situación!”, protestó anteayer la secretaria general de la sucursal vasca de la formación gaviotil, Nerea Llanos. Era su curiosa forma de echar un capote a su conmilitón y concejal en Durango, Juanjo Gastañazatorre, notable zascandil que después de fotografiarse de nazi sonriente en el carnaval de Tenerife—dando muy bien el tipo, todo hay que decirlo—, tuvo los santos bemoles de negarse a suscribir una declaración de condena contra el bombardeo fascista de su pueblo en 1937.

Pocas bromas con eso. Estamos hablando de 336 personas muertas y de la reducción a escombros de buena parte de la villa en lo que fue una de las primeras acciones de castigo contra poblaciones civiles, amén de precedente inmediato de la masacre de Gernika. Abstenerse en la reprobación de tal barbarie 78 años años después de que se produjera delata demasiadas cosas y me temo que ninguna buena. Es un retrato de similar catadura al que se hizo con la gorra de plato, la cruz gamada y las dos eses con forma de rayo, solo que en esta ocasión no cabe el beneficio de la duda por la transgresión carnavalera.

Da entre rabia y asco, además, que una vez que se monta el necesario escándalo por su mezquina actitud el tipo salga con el pretexto ramplón de que no tenía muy claro uno de los puntos de la declaración y por eso prefirió no meter la pata. Pues la metió hasta el fondo. Y como remate y redondeo del círculo —o sea, del circo—, su superiora jerárquica se hace la ofendida porque le pedimos al PP que condene el franquismo. Anda ya.

Doble condena

Los presos de cualquier organización son rehenes, como poco, por partida doble. En primera y más obvia instancia, les priva de libertad el Estado que los ha enchironado de acuerdo o no con las garantías procesales. El segundo grillete, que no atiende a razones jurídicas y es implacablemente arbitrario, se lo impone la propia disciplina —anótese la palabra— a que pertenecen. Como percibo ceños fruncidos en la concurrencia, aclaro que hablo de todo tipo de grupos. Lo que describo se da igual en guerrillas insurgentes, cárteles de la droga, clanes del navajeo de barrio, mafias varias, bandas terroristas o tenidas por tales, o cualquier otra asociación cuya actividad esté fuera de la legalidad vigente. Desde el instante de su detención, quienes forman parte de alguna de estas ligas deben atenerse a la reglamentación interna y cumplir a rajatabla las disposiciones previstas para el momento de la caída bajo el guante de la ley.

La parte cómoda respecto a los que van al banquillo de a uno es que no tienen que romperse ni la cabeza ni el bolsillo buscando abogado. Eso corre por cuenta de la organización, que también decide la estrategia de defensa. Si por razones coyunturales conviene sacrificar un peón para salvar una torre, así se hará. ¿Veinte años? O cuarenta, por el bien de la comunidad.

Una vez entre rejas, los carriles están trazados. Los carceleros visibles marcan unas pautas y los invisibles, que son todos y ninguno, el resto. Incumplir las primeras supone una sanción oficial. Saltarse las segundas implica un castigo peor: quedar fuera del grupo. Una elección verdaderamente endiablada.

Si condenas, no toleres

No me cansaré de repetir que somos la releche a la hora de condenar la violencia machista y una chufa cuando se trata de evitarla. A ver cuándo narices equilibramos las balanzas y conseguimos que las concentraciones y las declaraciones de rechazo tan lucidas tengan su contrapartida en una actuación eficaz frente a maltratadores, asesinos y violadores. En el camino me conformaría, siquiera, con dejar de ver a pie de pancarta o de micrófono a muchísimas de las personas que están contribuyendo a perpetuar lo mismo que luego denuncian con palabrería rimbombante y afectación de cartón piedra.

¿Me refiero, quizá, a las autoridades? Pobrecitas, esas ni saben por dónde les da el aire. Jamás van a salir del manual: convocatoria de pleno de urgencia y comunicado hablando de los valores, la importancia de la educación (sí, ya estamos viendo los resultados), el trabajo que queda por hacer y bla, bla, requeteblá. Qué va, esta vez me dirijo a los detentadores y detentadoras de la conciencia social, esos y esas que llevan permanentemente en bandolera su más enérgica repulsa y que lo solucionan todo a base de repertorio. Menos venirse arriba echando una culpa nebulosa a la sociedad heteropatriarcal y más señalar las responsabilidades individuales tasables, medibles y concretas. Todas y cada una de ellas, no según convenga o quede bonito en los discursos.

Dicho de un modo más llano: basta ya de amparar, ocultar, contextualizar o directamente negar las agresiones. ¿Pero de verdad hay quien hace eso? ¿A esos niveles de hipocresía hemos llegado? No se me hagan de nuevas, saben tan bien como yo que es así.

Las condenas inútiles

La más enérgica condena no sirve para nada. Mucho menos, si antes de sumarse al coro que la entona se anduvo enredando con que si en el estribillo era mejor decir repulsa o rechazo, no fuera que no sé quién se diera por concernido. Puñetera manía de convertirlo todo en una pendencia terminológica. Violencia de género, doméstica, machista. ¿De verdad es eso lo importante, el nombre? ¿Alguien cree que el que asesina a una mujer se para a pensar cómo se llama lo que ha hecho o que la víctima tendrá más justicia si lo que le ha ocurrido se enuncia de esta o de aquella forma? Por desgracia, parece que tal idea está instalada en demasiadas mentes, que luego presumen de preclaras y se presentan ante los focos con su aflicción de todo a cien a soltarnos la cháchara de la lacra, el drama y demás quincallería verbal de ocasión.

Que no, que esto no va de juegos florales para quedar como Dios en los titulares y, de paso, anestesiar las aristas de la conciencia con la falacia de que se ha hecho lo que se ha podido, o sea, hablar, hablar y hablar. Hace decenas de muertes y centenares de cardenales que se debió pasar del dicho a los hechos. Lo de la educación y tal, ¿verdad? ¡Venga ya! Con eso empezamos en los ochenta y el paradójico y aterrador resultado han sido unas generaciones infinitamente más machistas, hay que joderse, que las que mamamos la desigualdad desde la cuna.

¿Qué tal si arrancamos con la protección efectiva de las posibles víctimas? Con escolta a ellos, no a ellas, salvo que lo pidan expresamente, faltaría más. Como, desafortunadamente, ni aun así podremos evitar todas las agresiones, al mismo tiempo debería quedar claro que maltratar o asesinar tiene un precio muy alto. Que se sepa sin lugar a dudas que el que la hace la paga judicial, penal y socialmente. Sin buenrollismos chachipirulis ni complicidades vergonzantes, que ya nos conocemos. Y al final, pero solo ahí, las condenas.

Del verbo condenar

Algunas palabras se pasean por el diccionario hasta las cachas de esteroides y anabolizantes. Así ocurre que cuando nos las llevamos a la boca para decirlas, en lugar de la turgencia esperada por su golosa pinta, nos encontramos una masa correosa e insípida como la de los filetes infiltrados con clembuterol. El verbo condenar pertenece a esta especie léxica hinchada que malamente sirve para quitarse el hambre de expresar un sentimiento o una idea. De tanto y tan mal que se ha usado en su tercera acepción —sinónimo de reprobar—, ha acabado reducido a muletilla, lugar común, salida de compromiso… o motivo para enrocarse en la negativa a pronunciarlo cual si fuera un Rubicón sin vuelta atrás.

Es digno de estudio el instinto atávico que a unos les lleva, por ejemplo, a no condenar el franquismo ni por el forro y a otros les conduce a resistirse con uñas y dientes a condenar un crimen de ETA. Y lo que es de frenopático sin matices es cuando los primeros y los segundos se lanzan mutuamente a la cabeza sus respectivos empecinamientos en el no, no y no. ¿Algún día se darán cuenta de que son anverso y reverso de la misma moneda acuñada a golpe de intolerancia e inmovilismo?

Con candidez creímos muchos que esa fecha para apearse del burro de piedra había llegado con el ‘Nuevo tiempo’ que tanto invocamos, por lo visto, en vano. Ayer se habría venido abajo el Congreso de los Diputados dejando a muchos con el argumentario congelado en la glotis si los representantes de Amaiur hubieran roto el maldito tabú. Si todos los asesinatos son susceptibles de condena sin paliativos, el de Miguel Ángel Blanco es, por su crueldad gratuita añadida, el más idóneo para iniciarse en el moralmente saludable hábito del rechazo explícito. Luego vendrían los demás. Pero no. Todo se quedó en el manido comodín del público: “Nos remitimos al tercer punto de la declaración de Aiete”. Otra oportunidad perdida. Y van…