Maradona, juguete roto

Asisto desde el córner y no sin sonrojo a la hemorragia de excesos verbales tras la muerte de Diego Armando Maradona. Muchas de las loas fúnebres descangalladas llevan la firma de tipos que invariablemente participan en los festivales de desmesura que siguen a la muerte de cualquier celebridad; escriben a mayor gloria propia más que a la del difunto. Otros, los más descarados e hipócritas, se apuntan al concurso de elogios póstumos al pelotero fallecido después de haberlo puesto a bajar de mil burros cuando aún respiraba. Y no olvido, claro, a los que siempre juegan a la contra y saltan sobre el cuerpo todavía caliente para recordar con saña su lado menos amable.

En estas situaciones tengo la costumbre de optar por el respeto. Obviedades aparte, para mí, Maradona no es el primer, segundo o quinto mejor futbolista de todos los tiempos. Guardo, por supuesto, memoria de sus jugadas de dibujos animados, pero siempre he visto al astro argentino —yo también tiro de tópicos, sí— como el juguete roto de manual. O un paso más allá, como una enciclopedia sobre las miserias humanas. Y no por él, ojo, sino por las legiones de tipejos que lo rodearon a lo largo de su periplo desde el Olimpo al abismo, convirtiéndolo, como dijo ayer su excompañero Julio Alberto, en un cajero automático andante. Descanse en paz.

No son solo las redes

Me preguntan hasta qué punto es noticia o materia de columna y/o tertulia que una actriz abandone una red social después de una mala experiencia. Dependiendo de los casos, intuyo entre los signos de interrogación curiosidad genuina o mal disimulada antipatía por la protagonista del incidente, a la que se arrumba flojera de espíritu por no saber encajar una buena manta de hostias gratuitas. A los segundos les dedico mi sonrisa más socarrona antes de mandarlos a esparragar. A los primeros, a los que de verdad plantean el asunto como asunto para la reflexión, empiezo devolviéndoles la pregunta: ¿Noticia, comparándola con qué?

Quiero decir que si hacemos un somero repaso de la infinidad de chorradas que alcanzan las portadas o entran en los menús de las diversas francachelas opinativas, el episodio de la claudicación de Bárbara Goenaga me parece un asunto de suficiente envergadura para dedicarle unos párrafos. Más allá de la anécdota concreta y hasta de los nombres propios implicados, la sucesión de hechos supone un retrato muy preciso de los tiempos que nos toca surfear. ¿También de las pérfidas redes sociales? Pues fíjense que sin negar que cada vez son estercoleros más hediondos, diría que en sí mismas no deben considerarse las culpables últimas de la derrama de bilis incesante. Son los humanos que las utilizan quienes ponen el vitriolo y la ponzoña. Desde luego, con la ayuda de los gestores de las plataformas —Twitter, Facebook y demás—, que no acaban de poner coto a los incontables hijos de la peor entraña que las usan para provocar incendios por pura maldad, porque sale a cuenta o por lo uno y lo otro.

Nuestro máster

Seguramente no nos lo convalidarán, pero los que de verdad estamos haciendo un máster somos los ciudadanos. Gracias a los pufos académicos de Cifuentes, Casado y Montón (más los que no sabemos todavía), estamos profundizando un congo sobre la condición humana en general y la de algunos políticos en particular… que quisiera uno que no fueran la mayoría, aunque lo visto no invita a albergar grandes esperanzas.

De estos casos en concreto, además del tremebundo apego al cargo demostrado por las dos dimisionarias y no digamos por el que no se va ni con agua caliente, me maravilla la capacidad para negar las clamorosas evidencias que iban apareciendo. No sé si es cuestión de brutal autoestima, de convicción de impunidad absoluta, de certidumbre de que el resto del mundo somos tontos de baba o de pura ceguera, pero hace falta un cuajo especial para hacerse el ofendido o la víctima cuando el renuncio en el que te han cazado no se lo salta Sergei Bubka. Por ir a lo más reciente, ahí tienen a Montón galleando de conducta ejemplar, cuando acababa de probarse que en su presunto trabajo de fin de máster había fusilado hasta la Wikipedia. Eso, por no citar la inconmensurable deslealtad de no haberle confesado la falta ni siquiera a quien le había otorgado su confianza, Pedro Sánchez, que iba a ser al cabo el pagador de la factura.

Y todo el desaguisado, he aquí la tristísima moraleja, por una menudencia tan ridícula como un apunte tontorrón para el Currículum Vitae. Qué inmensa desazón provoca pensar que una ministra de Sanidad que lo estaba haciendo razonablemente bien acabe en la cuneta política a manos de su propio ego.

Desidia parlamentaria

Cada cual tiene sus rarezas. Lo mismo que hay quien se levanta al alba para corren (practicar running, perdón) bajo la lluvia con un frío que pela o quien ve cada capítulo de Juego de tronos una docena de veces, a mi me da por seguir los debates de Política General en el Parlamento Vasco. Por trabajo, es verdad, puesto que me tocará desmenuzar lo que se ha dicho, pero también —y cada vez, más— por vicio. Por alguna razón que deberá analizar el psicoanalista al que ni voy ni iré, disfruto una hueva escudriñando las evoluciones de nuestras y nuestros representantes públicos en los escaños, el atril o, incluso, los pasillos y la tribuna de invitados, que a veces es donde están los que de verdad mueven el cotarro.

De la sesión del pasado jueves, anoto la endeblez en forma y fondo de alguno de los portavoces, el resabio casi abusón de otros y lo artificioso de quien habla con la esperanza de ser escuchado en Madrid. Curioso (o ya no) que desde según la bancada que se ocupe, se puedan arrojar a la misma persona calificativos radicalmente contrapuestos. Y luego estuvieron, cada uno para una tesina sobre la condición humana, los besos, las carantoñas, los apretones de manos cálidos o de hielo, las miradas severas, cómplices o indiferentes, los gestos de aburrimiento, alguna siesta subrepticia o el rato del recreo reivindicativo o así.

Claro que si he de elegir el resumen y corolario de la sesión —y no soy el primero que lo escribe—, me quedo con la mezcla de desidia y falta de cintura que revela responder a una propuesta nueva con las palabras de réplica que se traían escritas de casa para otro discurso.

Incorrompibles o así (2)

Entre que a veces me explico fatal y que las columnas tienden a reescribirse en las mentes de ciertos lectores que quieren entender lo que está en su cabeza y no en la mía, hay quien concluyó que hace siete días trataba de justificar a los mangutas de las tarjetas black. Nada más lejos de mi intención. Hago míos todos los exabruptos que se les han lanzado por tierra, mar y aire, y si aun parece poco, los doblo o los triplico. Será por vitriolo, ya saben que me sobra.

Ocurre que en aquellas torpes letras no hablaba exactamente de ellos, sino de la moral ajustable de tantísimos que se rasgan las vestiduras con escándalo, cuando quizá deberían callarse. Clama al cielo, por ejemplo, que en el pelotón de los columneros y tertuliadores más encendidos por este trile se cuenten varios de los que asistieron a los Mundiales de Suráfrica y Brasil invitados por Iberdrola. O los que en Navidad y otras fechas menos señaladas reciben una caja de Vega Sicilia, un pase VIP para el Bernabéu, dos billetes en Business con alojamiento incluido para que se den un rule desestresante o fruslerías del pelo.

Y fuera de mi oficio, que tan dado es a dejarse agasajar sin que la ética padezca, ídem de lienzo. ¿Qué me dicen de esos congresos médicos en que las farmacéuticas apoquinan hasta la compañía femenina o masculina de los asistentes? ¿Y de los 10.000 empleados públicos que a día de hoy siguen cobrando un plus de hasta 640 euros al mes por “afrontar la amenaza de ETA”? Más abajo no me atrevo a llegar, que ya lindamos con el fraude cuya denuncia no es políticamente correcta. Dejo, no obstante, que ustedes completen la lista.