Postproletariado

Lo último que podía imaginarme era que el gremio de taxistas pasaría un día por la vanguardia de la lucha obrera. Supongo que soy víctima de una percepción errónea forjada por la media de las ocasiones en que he utilizado el servicio, especialmente en Madrid y Barcelona, las ciudades en que acabamos de ver imágenes de la revolución del postproletariado.

Por caprichos de la estadística, a mi casi siempre me han tocado tipos más bien malencarados que se ciscaban en los podemitas, las sanguijuelas nacionalistas y, por descontado, cualquier colectivo en conflicto que osara interrumpir el tráfico, algo que se tomaban como cuestión personal. “¡Estos putos haraganes no tiene otra cosa que hacer que joder a los que trabajamos!”, bramó el conductor que me llevaba al aeropuerto del Prat, ante unos ciudadanos que el 2 de octubre protestaban por la actuación de la policía española el día anterior. Luego, con todo su rostro, me cobró la barbaridad que marcaba el taxímetro, pese a la normativa que establece una tarifa máxima para el trayecto entre la capital catalana y el aeródromo. “Eso no se aplica en circunstancias especiales como esta”, me espetó secamente, mientras en Mytaxi, la aplicación móvil que me encasquetó al mengano, todavía se me conminaba a dejarle una propina de entre el 10 y el 15 por ciento del servicio.

Y sí, es verdad que ni Uber ni Cabify son entes benéficos creados para aumentar el caudal de la felicidad humana, ya lo escribí cuando todavía la peña se tragaba la vaina de la economía colaborativa. Sin embargo, bastará que todos partan exactamente de las mismas condiciones y que los clientes escojan.

Los egos de Podemos

Vaya, pues parece que esta vez sí, a Iglesias y Errejón se les ha acabado la amistad de tanto usarla. O dicho en menos fino, que han terminado de hincharse las pelotas mutuamente. Hora era, por cierto, porque como no se han cortado mucho en cuanto a exteriorizar sus enganchadas, sabíamos que la cosa viene de lejos. Quién no guarda en la memoria la reyerta de Vistalegre 2, solventada con victoria por goleada del gran líder carismático. Ahí el de la eterna cara de niño tuvo que tragar quina por arrobas. La humillación no se quedó en la derrota, sino en el perdón magnánimo del que había sido desafiado. A más de uno le sorprendió entonces que el levantisco no hubiera sido enviado a pegar sellos en el penúltimo círculo de Matalascañas, y quizá el señor de Galapagar se esté arrepintiendo tarde de no haberlo hecho. Si tan bien conocía a su antiguo íntimo, debía saber de sobra que una de sus características más acendradas es su tendencia al resentimiento y su gran memoria. Esta cuchillada por la espalda ha sido la puesta en práctica del clásico: la venganza es un plato que se sirve frío.

Comprendo que se me afee que haga chanza de algo tan serio como la ruptura no ya de una relación personal, sino de un proyecto que ha ilusionado a tanta gente. Del mismo modo, me parece humanamente comprensible que desde la organización en pleno proceso sísmico se pretenda explicar la cosa con claves de táctica y estrategia. Sin embargo, sorprende, de un lado, que esa gente tan ilusionada haya permitido con su ciega sumisión que las cosas lleguen a donde están. Y en cuanto a lo otro, cualquiera sabe que esto va mayormente de egos.

Agitar el avispero

Advierto de que la que sigue viene a ser la misma columna de ayer despojada de su carga sarcástica. O de la mayor parte, vamos, que las querencias naturales no son fáciles de torear. Y uno, qué les voy a contar que no sepan a estas alturas, derrota por lo ácido. Creo que ni siquiera es un recurso estilístico, sino una especie de mecanismo de defensa frente a las agresiones que mezclan la mala fe con unos litros de esa ignorancia, la peor, impermeable a cualquier pedagogía. Es decir, exactamente el tipo de metralla dialéctica que se está disparando contra Concierto (o Convenio) y Cupo (O Aportación).

¿Por qué es así? He ahí, a mi entender, la pregunta pertinente, con una respuesta sencilla al primer bote: simplemente, es norma de la casa despachar cualquier debate a salivazos y regüeldos. Pero esta vez no se trata solamente de eso. Aunque el que sostiene el banderín de enganche es el petimetre naranja, la ofensiva contra el modelo de financiación de los cuatro territorios forales la están llevando a cabo los legionarios mediáticos más bregados y faltos de escrúpulos. Junto a las mandangas de los privilegios o la insolidaridad —el “Euskadi nos roba”, tócate las narices—, se agita sin rubor el manido espantajo de ETA como origen del pérfido sistema fiscal. He vuelto a escuchar, se lo juro, la letanía del árbol y las nueces.

Noten que hasta anteayer, había quien pretendía vender el nacionalismo vasco como el bueno y razonable, el que no se metía en aventuras, mantenía la paz social y caminaba con paso firme hacia la prosperidad. Un panorama, en definitiva, nada rentable para los que viven del conflicto.

Aniversario adulterado

Sigo, poco más o menos, donde lo dejé en la última columna. Estoy empezando a empacharme del aniversario. Por desgracia, se han cumplido mis peores temores. Lo que debía ser un acto de recuerdo emocionado, sincero, doloroso, sin medias tintas —añadan lo que crean pertinente— se ha convertido en material para el panfleto de baja estofa.

Es gracioso que los que niegan a gritos la teoría del conflicto (de la que yo no soy en absoluto seguidor, ojo) parecen reinventar los hechos de tal modo que se diría que, efectivamente, aquí había —¿o sigue habiendo?— una confrontación entre unos buenos buenísimos y unos malos malísimos. ¿Las víctimas y sus victimarios, quizá? Pues no. Eso ya habría sido tosca simplificación, pero ni siquiera se quedan ahí. Los aventadores de esta fábula agrupan en el bando de la perversión a todos los que manifiestan cualquier tipo de sentimiento nacional vasco, incluidos los que siempre han rechazado sin rodeos el terrorismo de ETA. Enfrente, en el terreno de la bondad inocente de cuna, quedarían los partidarios de la unidad de España en sus diferentes grados, de los autonomistas hasta el infinito.

Miren que habría sido fácil conmemorar estas dos décadas diciendo que el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco fue una vileza nauseabunda. Tampoco habría sobrado señalar a los que guardaron silencio o, incluso, lo justificaron. Incluso cabría mandar un recado contundente a quienes todavía hoy se refugian en la ambigüedad o directamente piensan que ETA hizo lo correcto. Sin embargo, está muy de más, y perdonen que me repita, seguir sacando petróleo ideológico a aquella infamia.