Moncloa ríe

Algo sí ha conseguido el ministro Fernández. Bastante, en realidad, y uno se pregunta si estaba en su plan inicial o si ha sido chamba. Tanto da. El caso es que su redada a la (no tan) vieja usanza contra Herrira le ha venido con propina. Además de contentar a la claque del ultramonte jugando a ser Chuck Norris y pasándose el derecho por la ingle, ha logrado que la bilis dialéctica vuelva al punto de ebullición. Han regresado a escena las palabras afiladas, las diatribas incendiarias, las demasías acusatorias, los verbos y descalificativos arrojadizos. Y con todo eso, no lo negaré, actitudes policiales inaceptables. La consecuencia inmediata y descorazonadora: una piedra de toque que podía servir para demostrar que hay cuestiones a las que se hace frente más allá de las siglas y las banderías —y esta es una de manual— acaba haciendo que salte el cerrojo de la caja de truenos. ¿Cómo articular la “respuesta como pueblo” que se reclamaba en la primera hora de los registros y las detenciones, si acto seguido, el mismo portavoz que hacía el llamamiento sitúa fuera del tal pueblo a decenas de miles de personas? En las zahúrdas de Moncloa las risas resuenan. Divide y vencerás.

Ante una situación como la que describo caben, por lo menos, dos actitudes. La de carril, la facilona, la pavloviana, consiste en elegir trinchera y dejarse arrastrar por las inercias, las rencillas y las cuentas eternamente pendientes para convertir en enemigo a quien podría hacer compañía tras la misma pancarta. Tenemos gran experiencia en ello. Solo es cuestión de tirar de repertorio: hijoputa, pues anda que tú. La otra opción, muy pocas veces puesta en práctica (pero casi siempre con éxito), requiere hacer trabajar a la materia gris y, desde luego, refrigerar la mala sangre hasta ser capaces de responder a esta sencilla pregunta: ¿Es más lo que nos une o lo que nos separa? Según cuál sea la conclusión, así nos irá.

El modelo que no existió

Ahora que está moribundo o definitivamente cadáver, se escuchan elogios tardíos sobre el modelo vasco de relaciones laborales. Confieso que siempre tuve mis dudas acerca de la existencia de lo que se nombraba así. Hasta donde soy capaz de recordar, nunca nos han faltado conflictos de tronío que se resolvían o no de un modo bastante similar a como se hacía en cualquier otro lugar, es decir, tirando de cada extremo de la cuerda hasta conseguir que cediera la otra parte. Es probable que durante los años de bonanza los combates fueran menos crudos o, incluso, que del lado patronal se optara por no contender previa mirada a los balances en verde y hacer los cálculos pertinentes sobre el coste-beneficio de mantener la paz social. Incluso en esos casos de firma sin tirarse demasiados trastos a la cabeza, subyacía la confrontación pura y dura. Unos se quedaban con la sensación de haber hecho mayores concesiones de las que debían y en el otro flanco se barruntaba que los logros podrían haber sido mayores si se hubiera apretado un poquito más.

Hay teóricos que sostienen que este es el único paradigma posible para llevar el agua a cada molino. Desde luego, ha sido el más frecuente y quizá por eso mismo, el que da la impresión de resultar más sencillo de poner en práctica. La costumbre o la inercia han conducido sistemáticamente al enfrentamiento. A veces se ganaba, a veces no. Lo que no se ha querido ver es que esta forma de actuar prolongada en el tiempo ha polarizado las posturas hasta llevarlas a lo irreconciliable. La desconfianza mutua se ha multiplicado exponencialmente. Lo razonable o el bien común se hacen impensables en gran parte—por fortuna, no en todas— de las empresas vascas de hoy. Me temo que con el desequilibrio de fuerzas que ha supuesto la reforma laboral y la larga lista de cuentas pendientes andamos tarde para fundar ese modelo del que presumimos y que quizá jamás existió.