Responsable de bien poco

“Yo fui el responsable de todo el 9-N”, reivindica Artur Mas ante el tribunal que lo juzga. Como titular, un regalo. Lástima que la épica se pierda en la letra pequeña. Primero, cuando se pone en plan chivato ma non tropo y deja caer como quien no quiere la cosa que contó con la ayuda del resto de su gobierno, de buena parte del aparato institucional y, en última instancia, de miles de voluntarios. Segundo, al argumentar con una cobardía notable que el Tribunal Constitucional no advirtió de las consecuencias de seguir adelante con el programa. Y tercero y definitivo, en el momento en que confiesa sin reparos que lo que durante meses se presentó como el cara o cruz definitivo no llegó ni a simulacro. Anoten: “No se trataba de hacer una consulta o proceso participativo con vinculaciones legales inmediatas, sino de conocer la opinión de la gente después de inmensas movilizaciones ciudadanas”.

Repasen la hemeroteca y comprobarán que en aquel tiempo se vendía que tras la victoria del doble sí se iniciaría el camino sin retorno hacia la ruptura con España. Cuestión de meses, según la que ya entonces era segunda o tercera versión de la cacareada hoja de ruta. Dos años y pico después vamos por la sexta. Así que el despropósito es todavía mayor de lo que denunciábamos. Ya no es que se juzgue al anterior president de la Generalitat y a dos consejeras por haber promovido el ejercicio democrático del derecho a decidir. Resulta que están en el banquillo —de acuerdo, insisto, con la propia revelación de Mas— por haber montado una especie de encuesta a gran escala que ya sabían que no llevaba a ninguna parte.

9-N, ya veremos

Aunque para muchos ha caído en desuso, uno de los principios básicos del periodismo es la comprensión de los hechos sobre los que se va a informar o, si es el caso, opinar. Antes de ponernos frente a los lectores, oyentes o espectadores, es imprescindible tener una idea cabal sobre la cuestión que pretendemos comunicar. Lógica aplastante, ¿verdad? Je, pues aquí me tienen, en el trance vergonzoso de confesarles que me dispongo a escribir de un asunto sobre el no sé ni por dónde me da el aire.

Y no será porque no he puesto empeño, ojo. Les doy mi palabra de que ayer me tragué las casi dos horas de comparecencia de Artur Mas. Tomé notas, repasé la grabación, espié lo que titulaban los colegas, rumié las columnas de urgencia, eché una oreja a las tertulias, puse los cinco sentidos en las reacciones del resto de los portavoces… y sigo en la casilla de salida. No, ni siquiera ahí. Hasta las certezas iniciales se me han ido a hacer puñetas, porque yo albergaba la creencia de que se había convocado una consulta y que se habían previsto vías de salida para el caso altamente probable de que no pudiera realizarse. Daba por hecho que había unos planes B, C, y hasta Z que contaban con el respaldo de las formaciones que se habían embarcado en la empresa.

Pues, por lo visto y oído, no. Lo único que tengo claro (o medio claro, no exageremos) es que la unidad se ha ido a hacer gárgaras. Lo demás es una nebulosa que, para colmo, me da mala espina. Que me corrija alguien con mayor capacidad de discernimiento que la mía, pero juraría que lo que Mas vino a decir ayer es que ya veremos y que todo se andará. O así.

Fiasco patriótico

Y entonces, el iluminado que arengaba a las masas —o sea, a las masillas— vociferó desde el atril que había quedado claro que “la mayoría de los catalanes no queremos que nos obliguen a decidir”. Hay que reconocerle el desparpajo al barritador, cuando el auditorio ante el que soltó tal proclama apenas sumaba, incluso según los cálculos más amistosos, 38.000 personas. Quizá una buena entrada para un partido en Cornellá-El Prat, pero una flojísima para el Nou Camp. No digamos ya para la Plaza de Catalunya, en domingo y día de la raza, con autobuses gratis o semigratis fletados desde Guadalajara, Cuenca, Segovia o Madrid, y tras dos semanas de agitprop rojigualdo en los tugurios cavernarios de rigor.

Pasando por alto que buena parte de los excursionistas eran de los de brazo derecho extendido en diagonal hacia lo alto y aguilucho, cuando no cruces gamadas, la concentración patriotera fue un fiasco del nueve largo. Todo lo que consiguieron sus convocantes, además de unas fotos pintureras que acrecientan el caudal universal de la vergüenza ajena, fue que quedara en evidencia su condición no ya de minoría, sino de excrecencia. No llegaron a cubrir ni el córner de la gigantesca V que solo un mes y un día antes habían compuesto centenares de miles de —estos sí en su práctica totalidad— catalanes.

En tan patética desproporción e inferioridad encuentra su justa traducción la soflama del que pretendía enardecer a los cuatro y el del tambor que participaron en el baile-vermú de anteayer. Lo que quería decir el gachó es que la democracia es lo que le sale a él de la entrepierna. Y no hay más que hablar.

Libertad de voto

El domingo pasado a mediodía las portadas digitales regalaban uno de esos titulares que a la hora de la merienda agonizan al fondo de la página. Raro que es uno, este es el minuto en que sigo dándole vueltas a lo que quizá a la mayoría de ustedes les parecerá una nadería. Aunque había varias versiones, el enunciado más común era este: “Unió concede libertad de voto a su militantes en la consulta del 9-N”. En el primer bote, se manifiesta una eterna duda que nadie me ha satisfecho a pesar de que llevo largo tiempo preguntándolo: ¿Qué es realmente Unió? Desde la distancia y, probablemente, el desconocimiento, a mi me suena a puro residuo histórico que sobrevive pegado a la chepa de Convergencia y que no obtendría más de tres concejales si abandonara el cómodo y generoso vientre que lo acoge. En muchos aspectos me recuerda a… Bueno, dejémoslo, que me lío y no les hablo de lo sustancial del entrecomillado, es decir, de lo de la libertad de voto a la militancia, cuestión que se extiende más allá de Unió. Que tire la primera piedra el partido que esté libre de pecado.

El partido… o los propios militantes, que se dejan tratar como ovejas. Si analizan la frase por el reverso, notarán que se da por supuesto que en otras circunstancias, los afiliados están obligados a votar lo que les manden, so pena de ser considerados ejemplares descarriados y exponerse al correspondiente comité disciplinario. Otra cosa es, siendo secreto el sufragio, cómo narices se va a identificar a los renegados que se atreven a desafiar el imperativo de la dirección. ¿Habrá policías de conciencia? Pues no lo descartaría.

¡Suspendan mi autonomía!

Lo del 155.1 de la hispánica Constitución es una vieja cantinela. La de veces que nos la habrán entonado a los pérfidos vascones en los tiempos del Plan Ibarretxe. Con la vena hinchada, los ojos fuera de las órbitas y un hilillo de baba patriótica colgando de la comisura de los labios, los tertulieros y columneros de la época —que, básicamente, son los de ahora— se venían arriba clamando por la suspensión de la autonomía vasca. La performance solía adornarse con menciones a tanques paseando por la Gran Vía o el Boulevard, y/o ensoñaciones del lehendakari y los miembros del Gobierno vasco tripartito vestidos con pijama a rayas y engrillados por los tobillos. Escuchando o, si era el caso, leyendo aquella sarta de soplagaiteces, debo reconocer que a mi también se me ponían los dientes largos, pero a la inversa. Vamos, que me daba por pensar que no caería esa breva.

O estoy muy equivocado, o algo así se están maliciando los partidarios de la consulta catalana al escuchar de nuevo las desorejadas apelaciones al tal 155.1. No se me ocurre mejor impulso para un movimiento que ya va sobrado de fuelle que la aplicación del artículo de marras. Sería el insulto final y sin vuelta atrás. Enardecería a los convencidos y terminaría con las dudas de muchos de los que aún creen que España es el mal menor.

La cuestión es que Rajoy tiene la excusa para invocar el 155.1 y la mayoría absoluta necesaria (solo se requiere la del Senado, cosa curiosa) para aplicarlo. En virtud del 8.1 del mismo libro de instrucciones, la misión se encomendaría a las Fuerzas Armadas. ¿Llegaremos a verlo? No me atrevo a apostar.

Sánchez propone

Caramba con Pedro Sánchez. Lo mismo se planta en un programa de marujeo para retener el voto de su encocorado presentador que firma en El País una tribuna de veintipico párrafos con la solución a todos los problemas, o sea, al problema por antonomasia, que es el catalán. ¿Firmar es sinónimo de escribir? Permítanme que lo dude. Ese arranque con cita de Azaña traída por los pelos se me antoja muy lejos del alcance de alguien cuya única virtud probada hasta la fecha es la fotogenia. Por mucho que estemos en la sociedad de la imagen y se haya rebajado el nivel de exigencia del personal que vota, la política todavía va de algo más que salir mono en los selfies.

Tanto da, en cualquier caso, que la autoría sea propia o de la camarilla que le provee de discursos precocinados. Quedémonos, siguiendo el símil culinario, con la miga, que es más bien ninguna. Todo lo que se viene a decir en el texto es que, puesto que esa panda de soberanistas irresponsables y egoístas la han liado parda, en evitación de males mayores, el Estado debe cotraatacar sacándose de la chistera un conejo que los despiste y/o les engañe el hambre. Cambien conejo por pacto constitucional y tendrán la cuestión planteada en su literalidad.

Ciertamente, es una opción menos bruta que la de entrullar políticos o enviar los tanques, pero no deja de ser una añagaza como la copa de un pino. Ni por un instante se contempla que haya unas razones para el clamoroso hartazgo de cada vez más catalanes. Al contrario, se da por hecho que se quejan de vicio y la solución que se propone es cerrarles la boca con cuatro migajas. Me da que no va a colar.

Medir el clamor social

La penúltima matraca del españolismo con bigudíes es que una multitud en la calle no significa gran cosa. Es gracioso escuchárselo o leérselo exactamente a los mismos que exigían que Zapatero escuchase el clamor popular cuando le montaban procesiones tumultuarias para exigirle que no negociara con ETA. O ante las turbas arengadas por Rouco en contra del aborto. ¿Por qué esas movilizaciones sí representaban el sentir social mayoritario y la del otro día en Barcelona se pretende despachar como poco menos que una anécdota de la que no cabe extraer conclusiones? Antes de que me acusen de renuncio e incoherencia, señalaré que, efectivamente, se puede plantear idéntica pregunta en los términos inversos: por qué la gran V sí y los jolgorios de la derecha rancia, no.

Podría argüir que lo del jueves pasado fue la tercera superación consecutiva de un récord de participación, y que en todo este tiempo se han dado sobradas muestras de que se sustenta en un movimiento sólido que no solo no mengua sino que crece. Pero ni siquiera tiraré por ahí. Acepto como principio general que una o varias movilizaciones masivas no deben traducirse automáticamente como el reflejo exacto de lo que quiere o deja de querer la mayoría de la sociedad. Acto seguido, añado que hay un método bastante más fiable de determinar cuál es la voluntad colectiva mayoritaria. Consiste en algo tan simple como fijar una fecha, poner unas urnas y preguntar. ¡Vaya! Ahora que caigo, ese proceso que describo está en marcha. Si se quisiera, el próximo 9 de noviembre podríamos salir de dudas. Insisto: si se quisiera. Pero me temo que no va a ser.