El fin del sistema

Vuelvo de unas vacaciones de diez días disfrutadas a partes casi iguales en un pequeño pueblo que no sale en ninguna guía y en una gran capital turística. En ambos lugares y en los respectivos viajes de uno a otro más el de regreso a mi casa —dos mil kilómetros en total— me he encontrado con hordas de seres humanos de amplísimos bolsillos. Allá donde mirara, corrían con igual alegría las modestas rondas de vermú con tapa incorporada que las prohibitivas comandas de combinados alcohólicos acompañadas de generosas raciones de gambas o ibéricos. Y no era solo una cuestión del sector hostelero. Ante cada caja de cada local comercial abierto he visto interminables colas formadas por individuos que aguardaban a que les cobrasen, y no precisamente a precio de ganga, toda clase de quincallería de quinta, sexta o séptima necesidad. Teniéndome por un tipo austero por lo general, debo confesar que yo mismo he participado de esa ligereza de cartera con un levísimo, apenas imperceptible, sentimiento de culpa.

Mientras derrochaba y (sobre todo) contemplaba cómo derrochaban los demás, me rascaba la cabeza pensando en lo poco que se parecía el brutal espectáculo consumista que se desplegaba a mi alrededor con el paisaje lunar que me pintan una y otra vez en algunos medios y no digamos en las redes sociales. ¿Esta es la crisis sistémica, la antesala de la muerte inminente del modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí, los postreros estertores del malvado y alienante capitalismo antes de dar paso a un nuevo orden requetejusto y megaigualitario que lo flipas mazo? Joder, pues yo no lo diría. Pero quizá esté equivocado.

Mayoría bulliciosa

Mírenla, ahí va, la mayoría que muchos llaman silenciosa y a este servidor le resulta, sin embargo, bulliciosa. Como los cometas y los eclipses en jornadas de cielo raso, es en estos días de villancicos y lucecitas urbanas lisérgicas cuando mejor se deja ver. Por supuesto, en tropel, en manada, en masa compacta, ocupando la calle, que para eso es suya, aunque a veces la presta para otros propósitos. Ya quisieran nueve de cada diez manifestaciones antiloquesea disfrutar de la misma afluencia que estas apabullantes procesiones por los lugares santos y profanos del consumismo. Qué dilema, oigan: ¿Consumir es una prueba de alienación y sometimiento o el estímulo indispensable para que despierte la economía de su letargo y eche a andar la locomotora? Supongo que la respuesta es diferente dependiendo del rato en que te pillen, si Visa en mano o tecleando con furia contra el sistema en ese smartphone carísimo que tanto y con tan mala hostia suelo citar. No saben lo que me reí el otro día en un foro de bienpensantes que debatían, con enorme conocimiento de causa, sobre los diferentes modelos de ordenadores de una marca a la que en público —y con razón, diría yo— satanizan.

No, no me desviaba del asunto. La pésima noticia es que hay muy poca escapatoria. Esos ciudadanos tan exquisitos, lo mismo que aquí el que suscribe y, sin ánimo de ofenderles, muchos de los que pasan sus ojos por estas líneas, formamos parte del rebaño. Conozco a tres o cuatro, de esos que entrevistan Roge Blasco o Iñaki Makazaga, que se han escapado echándose una mochila a la chepa y poniendo una pila de kilómetros de por medio. El resto, con resignación, disgusto o, por qué no, placer, integramos alguna de las centurias de la gran legión social. Si logran sobreponerse a la depresión de asumirlo, obtendrán un valioso diagnóstico que incluye la explicación sobre por qué pasa lo que pasa y, ¡ay!, por qué seguirá pasando.

Made in Bangladesh

Unos cien, sobre doscientos, alrededor de trescientos, cerca de cuatrocientos. En Bangladesh los muertos se cuentan a ojo y se lamentan de oído con mantras, cantinelas y letanías que sirven igual para monzones, epidemias o, como ha sido el caso, establos para semiesclavos que se vienen abajo. Tiene su mérito que, pese a la frecuencia con que ocurre, seamos capaces de hacernos siempre de nuevas en la inevitable carrera de la denuncia indignada. Benditos compartimentos estancos de la conciencia, que nos permiten una suerte de compromiso intermitente sin riesgo de conflicto con nuestras actitudes contantes y sonantes.

Lo bueno de estas tragedias es que es tremendamente sencillo identificar a sus culpables, esos pérfidos emporios neocolonialistas que practican sin un temblor la explotación a miles de kilómetros. “¡Que se sepan sus nombres!”, clamamos con (efímera) rabia de fiscales justicieros, pasando por alto que podríamos instruir ese proceso tan solo echando una ojeada al contenido de nuestro armario. Pero, claro, nacimos angelicales e inocentes, con una absolución ad eternum válida para acciones u omisiones. ¿Cómo vamos a ser malos, si hay otros mucho más malos que nosotros, esos demonios que nos tientan con su chollos irresistibles colgados de perchas que son la versión moderna del Árbol del Conocimiento? ¿Quién va a ceder frente a unas deportivas de cien euros rebajadas a la mitad? Además, ¿no lo hace todo el mundo? ¿Qué garantías hay de que mi humilde frustración o mi abnegada renuncia vayan a servir para acabar con las desigualdades y las injusticias? Y así, hasta dos millones de preguntas dispensatorias que se resumen en una única idea: lo que falla es el sistema.

Luego, calzados y vestidos a la moda low o no tan low cost e impermeabilizados contra la incómoda sensación de complicidad, dictamos sentencia condenatoria mientras echamos el ojo a la próxima ganga made in Bangladesh.

Abierto 18 horas

No me parece ni bien ni mal ni regular la inauguración en Bilbao de un establecimiento comercial que abrirá durante dieciocho horas los 365 días del año. Es, sin más, un hecho, y si se ha elevado a la categoría de noticia es únicamente porque hasta ahora no existían otros precedentes que no fueran un puñado de tiendas regentadas generalmente por orientales… y que yo casi siempre he visto vacías en los horarios intempestivos. Como tengo certificado desde que trabajo de noche, Azkuna City se muere de golpe a eso de las nueve y no recupera el pulso hasta las siete de la mañana siguiente. Los periodistas de hace dos generaciones, esos que salían a quitarse el olor del plomo y la tinta con alcohol destilado, no tendrían hoy dónde hacer aquellas gloriosas libaciones post parto. Los viernes y, en menor medida, los jueves estudiantiles son la excepción al toque de queda instaurado por nuestras costumbres más europeizantes. Sólo en zonas muy determinadas, además. Todo lo demás es páramo.

Llevados por un entusiasmo que me ha parecido exagerado, los cronistas han escrito que la capital vizcaína ha entrado en la modernidad de la mano de este bazar after-hours. Hace cuarenta años en mi barrio había un ultramarinos donde se podía comprar en cualquier momento porque su dueño dormía dentro. Bastaba golpear la persiana con insistencia para ser atendido a la luz de una linterna alimentada con pila de petaca. Hoy mismo, en el pueblo zamorano donde veraneo, que no es Nueva York, puede uno agenciarse medio kilo de anchoas cerca de las doce de la noche en el camión-tienda que todavía anda rulando por las calles mal asfaltadas. Y si te hace falta azúcar para el vaso de leche de antes de acostarse, siempre puedes ir en pijama a tocar el timbre de Carmen, la tendera, que a veces lo oye y sale en tu auxilio. Que yo sepa, nadie se las ha dado de cosmopolita por gozar de esta flexibilidad comercial rural.

¿Templo del consumismo?

En la acera opuesta, me han resultado también tres diapasones fuera de lugar los lamentos de quienes se malician que el nuevo local y su amplitud de horarios son una muesca más en la culata del consumismo que nos oprime. Va a ser divertido ver dentro de unos meses a muchos de los que sostienen eso haciendo cola a media noche para ser los primeros en adquirir no sé qué tabletita o no sé qué smartphone con una manzana mordida grabada en la contratapa.

Desde ayer hay en Bilbao un comercio que sólo baja la persiana durante seis horas al día. No hay mucho misterio ni parece que vaya a haberlo.