¿Y una huelga indefinida?

Leo y releo el titular de la edición digital de una de las cabeceras en las que escribo: “Miles de personas piden un retorno seguro a las aulas en Euskadi”. Mi estupor no es menos que si se contara que el objeto de la movilización era la felicidad universal. Se diría que exactamente seis meses después del (tardío) Decreto de alarma que nos tuvo nueve semanas en casa y de 50.000 muertos en el Estado, hay quien sigue sin darse por enterado de la gravedad de la situación. Por más que a los eternos infantes que son algunos no les entre en la cabeza, absolutamente nadie está en condiciones de garantizar que el puñetero virus no hará presa en nosotros en un pupitre, en la caja del súper, en la barra del bar, en el andamio, en un estudio de radio o en la butaca de un cine.

Y sí, faltaría más, el derecho a la huelga es indiscutible… sobre todo, si se pertenece a un colectivo que puede permitírselo, pero una vez pasada la primera jornada, cabe preguntarse por el siguiente paso. Si ayer los centros educativos eran peligrosísimos focos de contagio, deduciremos que hoy lo siguen siendo. En pura lógica, procedería haber extendido los paros hasta tener la certeza de que ni nuestros churumbeles ni sus desasnadores van a pillar el bicho en cumplimiento del deber educativo. Ya puestos, ¿por qué no una huelga indefinida?

Días (muy) extraños

¿Metro y medio o dos metros? A gusto del consumidor o conforme al acuerdo político que toque. Lo último es buscarle la lógica. La autoridad dispone y la ciudadanía obedece rechistando lo justo, no vayamos a disgustar al santo doctor Simón, ora pro nobis. Así, no hay problema en ir pegado al prójimo en el transporte público, pero si se trata de un cine o un teatro, ah no, entonces hay que dejar butaca y pico, pues por lo visto, el bicho es más puñetero en ambientes culturetas que en los medios de locomoción que acarrean currelas o turistas a las actividades productivas.

Ídem de lienzo con las mascarillas. Son obligatorias, ya tú sabes, mi amor, pero un poco al libre albedrío. Nadie te va a decir nada por no llevarla en plena marabunta en la Gran Vía o el Boulevard. Cuidado, eso sí, con entrar sin ella al tasco de la esquina, aunque sea para ponértela bajo el mentón mientras te pegas dos horas de cañas y húmeda cháchara con tus compadres a apenas palmo y cuarto. Recuerda, eso sí, volver a colocártela en la posición reglamentaria al abonar la consumición y disponerte a abandonar el local. Da igual, por cierto, que sea el mismo tapabocas de 96 céntimos que estrenaste en la fase uno y que ya se ajusta a tu cara con precisión milimétrica gracias al almidón de tu saliva. Que viva la Nueva Normalidad.

Estábamos avisados

Quizá sea solo impresión mía, pero veo a los cuantopeormejoristas bailando congas a cuenta del brote del hospital de Basurto. Con lo mal que llevaban que cada una de sus profecías apocalípticas sobre las miles de muertes que provocaría la vuelta a la actividad no esencial hayan sido sistemáticamente desmentidas por la realidad, ahora sienten que han pillado en bruto y tienen sabrosa munición para disparar sobre su pimpampum favorito. Cómo evitar la dulzona tentación de culpar al perverso capitalismo y a su mano ejecutora desde Lakua del fallecimiento en un centro dependiente de la Sanidad pública vasca de un hombre con pluripatologías y de veintipico contagios a la hora de escribir estas líneas. Oé, oé, oé, We are the champions, ya decíamos que la sociedad vasca no está para elecciones ni para echarse un rule hasta Laredo.

Y sí, todo muy bien, una chulada para los titulares gritones, si no fuera porque lo que ha ocurrido había sido radiotelegrafiado hasta la ronquera por los que pedíamos de rodillas que no nos merendásemos la cena. No quito un ápice de responsabilidad a las autoridades sanitarias, que para eso las pagamos, pero si somos medio justos en el análisis de lo que ha ocurrido en el pabellón Revilla, concluiremos que ha habido una bajada de guardia de libro. Ojalá que no pase de ahí.

La salud era lo primero

Caramba con los severísimos pontificadores de la consignilla “la salud es lo más importante”. En cuanto rascas con el canto de un duro, te encuentras que su superioridad moral y su rectitud engorilada no aguantan medio soplido. Qué imágenes, las del pasado fin de semana, de multitudes arremolinadas, pasándose por el forro de los caprichos todas las letanías sobre la distancia de seguridad, la responsabilidad individual y me llevo una.

Oiga, mireusté, que llevaban mascarilla, por lo menos cinco de cada diez. No me compare, que era por una noble causa, ya verá cómo el bicho sabe distinguir a quién llevarse por delante y a quién no. No joda, que era a las puertas de la fase tres, mientras los cayetanos fachirulos de los barrios madrileños de alcurnia salieron en la uno mal contada y con banderas españolas y palos de golf, que son vehículos seguros de difusión del virus. Milongas, milongas y más milongas que contienen el autorretrato de los medidores de doble, triple, cuádruple vara o lo que haga falta. Ya ni siquiera es hipocresía. Es cinismo del más alto octanaje entreverado con la soberbia de los que siempre salen vencedores de cada envite porque si alguien les afea la conducta, se encabritan y le ponen de fascista para arriba. Pues sea, que uno no se va a callar a estas alturas de la tragicomedia.

Diario del covid-19 (47)

Asisto con una ceja enarcada al debate sobre la vuelta a las aulas el próximo lunes de parte del alumnado de la demarcación autonómica. Como padre de uno de los chavales a los que les toca el regreso presencial, soy el primero no ya en comprender el recelo, sino en compartirlo. Por lo mismo, pero también porque tiendo a escuchar todos los argumentos antes de apostarme en la trinchera y disparar, me hago cargo de los muchos y diversos motivos por los que se considera inoportuna la medida. Hablo, insisto, de razonamientos, no de consignillas de a duro como esa letanía estomagante que ha hecho correr —con fortuna, reconozcámoslo— el equipo paramédico habitual: “Esto es para poder justificar las elecciones en julio, raca, raca, raca”.

Dejo para otro rato extenderme sobre esa mandanga que sirve para rotos y descosidos, y retomando la cuestión, anoto aquí lo que parece, más que una paradoja, una enorme contradicción o, incluso, una colosal muestra de hipocresía. Cualquiera que haya salido a la calle estos días en las franjas permitidas habrá sido testigo de la presencia masiva de cuadrillas de adolescentes de cuatro, seis, ocho y hasta quince integrantes haciendo exactamente lo mismo que antes de la pandemia. Y por tanto, arriesgándose a lo mismo por lo que no queremos que vuelvan a clase. ¿Entonces?

Coronalistos

Deseo fervientemente que algún día podamos reírnos de esto. Me consta que algunos lo están haciendo ya, no sé si por inconsciencia, como antídoto del miedo o, sin más, porque oye, qué le vas a hacer, si de esta palmamos, que nos vayamos al otro barrio bien despiporrados. Servidor, que seguramente será un sieso, no le encuentra la gracia a la mayoría de los chistes negros que circulan. Ojalá a nadie se le congele la carcajada cuando compruebe en su entorno inmediato que lo que estamos viviendo no es ninguna broma.

Claro que los graciosos que hacen chanzas de octogenarios muertos —ayer mismo, con el primer fallecimiento en Euskadi, hubo jijí-jajás, se lo juro— resultan mas soportables que los requeteenterados que saben de buena tinta que todo se está haciendo mal. Los coronalistos son una epidemia paralela al coronavirus. Se queda uno asombrado de sus conocimientos enciclopédicos sobre transmisiones víricas, enfermedades contagiosas, protocolos, tratamientos y medidas de contención infalibles.

Y lo más pistonudo es que los integrantes de esta banda de sabiondos pontificadores no han pisado una facultad de Medicina en su vida y, en el mejor de los casos, sus conocimientos científicos se reducen a haber jugado con el Quimicefa. Pero ahí los tienen, oigan, igual proclamando que esto se pasa con zumo de naranja y paracetamol que cacareando que las autoridades sanitarias no tienen ni pajolera idea. O, por ir al asunto central de estas líneas, acusando a los profesionales sanitarios de Araba de haber propiciado la difusión del Covid-19 en el territorio, amén de su propia cuarentena. Lo llaman periodismo y no lo es.

Nos va el morbo

Parece que vamos estando todos. Tanto en la demarcación autonómica como en la foral ya tenemos casos de Coronavirus. No escribo cuántos porque intuyo que hasta el momento de la publicación de estas líneas el marcador puede quedarse viejo. Digo marcador porque se diría que estamos en una suerte siniestra de Carrusel deportivo donde cada positivo se canta como aquel célebre gol en Las Gaunas. Y según salta la noticia, hay un intrépido reportero informando a pie del hospital que corresponda. Si lo piensan, no deja de ser un poco chorrada desplazar un equipo hasta el centro sanitario solo para que aparezca de fondo, como si para creer lo que se nos cuenta, los espectadores necesitáramos ver el edificio donde está el agraciado (o sea, el desgraciado) en la lotería infausta del contagio.

La cosa es que según lo he escrito, empiezo a pensar que es así, del mismo modo que también empiezo a considerar que si los medios tiramos tanto al amarillo con estas cuestiones, quizá sea porque hay una alta demanda de la morbosa farlopa. Pone uno la oreja por ahí y constata que ocho de cada diez conversaciones van sobre el asunto. Lo mismo se cruzan chistes negrísimos, que se pontifica sobre el origen del bicho en un laboratorio de Wuhan, se dice de-buena-fuente que las autoridades sanitarias nos ocultan datos o se asegura que no sé qué medico ha dicho que la enfermedad es apenas resfriado común.

Yo lo vivo conteniendo la respiración, no exactamente por evitar el virus, sino porque me veo incapaz de pronosticar en qué va a acabar esta pesadilla. Cruzo los dedos para que pronto en ese marcador que les mentaba ganen las curaciones.