Códigos éticos

Los códigos éticos están muy bien, pero obras son amores. Quiero decir que es altamente loable suscribir una inmaculada declaración de intenciones —de elaboración propia o de importación—, pero lo es mucho más empeñarse en demostrar con hechos contantes y sonantes que no se ha brindado al sol, o en el caso de la actual meteorología de la tierra, a las nubes. No hay que irse demasiado lejos ni en el tiempo ni en el espacio para comprobar lo que va de predicar a dar trigo, de echar un garabato en un papel a actuar en consecuencia. De los 178 altos cargos del extinto Gobierno López que fueron instados a devolver la paga de navidad escamoteada al resto de los empleados públicos, sólo cinco han apoquinado, supongo que a regañadientes. Échenles ahora un galgo a los 173 que se han hecho los orejas y recuérdenles que ellos y ellas también se adhirieron con pompa y boato a un prontuario de nobilísimas pautas de conducta. Les enseñarán el dedo como Bárcenas a los plumillas en el aeropuerto a la vuelta de su rule por Canadá.

Por lo demás, de estos reglamentos del parchís gubernamental me llama la atención su tremenda obviedad. ¿Es necesario poner negro sobre blanco que un administrador de lo común no debe meter la mano en el cajón ni enchufar a su cuñada? Alarma pensar que la respuesta sea afirmativa, como si tuviéramos asumido que la norma fuera, efectivamente, hacer mangas (o sea, mangoneos) y capirotes desde la publicación del nombramiento hasta el cese en el boletín oficial de referencia.

Sospecho, y no me digan que ustedes no, que algo de eso hay. Por alguna razón, damos por sentado sin mayor escándalo ni merma del sueño que un despacho ejecutivo de cualquier institución —de cualquiera, lo recalco— es un conseguidero de deseos, sobre todo, si lo ocupan los de la cuerda propia. Denle un par de vueltas, porque como eso sea solo una migajita así, no va a haber código ético capaz de cambiarlo.

Barcenitas

Hay un censo que me urge, aunque me temo que las herramientas estadísticas no han avanzado aún lo suficiente como para acometerlo. Hablo del inventario de las buenas personas, las malas y, por supuesto, las categorías intermedias, que ya imagino que serán las más numerosas. Pero solo lo imagino, vuelvo a subrayar, del mismo modo que tengo que tirar de intuición y ojo de regular cubero para sacar mis propias cuentas a la espera de que lleguen las del Ine, el Eustat o quien se atreva a hacerlas. La cuestión es que mis cálculos no pueden ser más desalentadores: ganan de calle los hijoputas cum laude, seguidos por los cabroncetes que entrenan a diario y demás tropa malnacida. En el farolillo rojo y con cuatro o cinco vueltas perdidas, encontramos a las gentes de bien y a las que conservan ciertos escrúpulos morales. Aunque a veces mi pesimismo indómito me lleva a pensar que esta especie se ha extinguido de la faz de la tierra, por fortuna, subsisten unos miles de ejemplares que hacen más soportable la vida en la ciénaga y que permiten que la esperanza moribunda no se rinda. Ya digo, sin embargo, que de acuerdo con mis sumas y mis restas, su número es anecdótico al lado de la ralea que parece estar en plena explosión demográfica: la de los barcenitas.

Tal término, recién acuñado por servidor, puede tomarse como diminutivo o en el sentido de miembros de una secta. Por un lado, serían versiones a escala del tipejo al que deben su nombre y por otro, seguidores fanáticos —incluso sin sospecharlo— del engominado extesorero del PP. Tanto da. Lo terrible es que los hay a patadas. No tienen cuentas en Suiza ni esquían en Canadá; de hecho, los bolsillos de los más están como la mojama. Sin embargo, comparten con su modelo lo fundamental: la convicción total de que les asiste el derecho a hacer lo que les salga de la entrepierna. Y si alguien se lo afea, peineta al canto. ¿A que conocen a más de uno?

Indignación rentable

Mucho cuidado, que la indignación acabará cotizando en bolsa. Igual que la lluvia es una oportunidad de negocio para los vendedores de paraguas y chubasqueros, este temporal incesante de motivos para soliviantarse está forrando el riñón de unos cuantos vivillos tan dotados de olfato como faltos de escrúpulos. Su especialidad es la bilis hirviente. La adquieren a granel y a coste cero directamente de las instancias gubernamentales y aledañas. Cada recorte, cada medida injusta, cada arbitrariedad, cada corruptela son una mina en potencia de donde extraer y poner en circulación toneladas de lucrativo sulfuro social.

¿Cómo se convierte eso en plusvalía? De cien formas. Tertulias televisivas y/o radiofónicas a doscientos, trescientos, cuatrocientos euros la hora. Artículos de prensa —mayormente digital, que es lo que se lleva ahora— cada vez más panfletarios que buscan las tripas y eluden el cerebro. Manuales de instrucciones para la insurgencia o así escritos a varias manos y de venta en kioscos, librerías y grandes superficies. Conferencias, ponencias, jornadas, encuentros y bolos diversos con caché variable; es recomendable uno gratis ante una asociación de vecinos o similar de cuando en cuando a modo de promoción.

Como se ve, métodos en esencia tradicionales, porque al final no hay nada más convencional que lo pretendidamente alternativo. El otro día, sin ir más lejos, en un programa del hígado reconvertido por las bravas en supuesto debate, la portavoz de la plataforma de afectados por la hipoteca y la neocelebridad contestataria Beatriz Talegón protagonizaron un encontronazo que en nada envidiaría a las enganchadas de Nuria Bermúdez y uno de los Matamoros. Carne viral para Youtube —que es donde lo vi yo— y pico de audiencia. En las pausas publicitarias, ristra de anuncios de perversas corporaciones que no se dan por enteradas. Para ellas, los cabreados son un nicho de mercado.

El asco que nos da

No debería ser una imagen más, una de las tantas que nos sulfuran durante un ratito antes de pasar al archivo de agravios sin esperanza de vendetta. Ese dedo enhiesto de Luis el cabrón —qué corto se quedó quien lo bautizó así— con jersey color nazareno a la vuelta de su garbeo chulesco por Canadá no puede irse de rositas a la desmemoria ni ser amortizado por cuatro exabruptos de mero trámite. Si la indignación y la rabia que se proclaman por las esquinas son media migaja auténticas y no un pataleo de párvulos contrariados, tendríamos que grabarnos a fuego en las retinas la peineta y usarla como espuela para azuzar la conciencia. Es decir, las conciencias, porque aunque se ha titulado con una benevolencia de manda narices que el gesto iba dedicado a la prensa que le aguardaba en el aeropuerto, canta la Traviata que los destinatarios de la gañanada somos todos los integrantes del censo. Por eso mismo, la respuesta a la monumental faltada del zurullo engominado nos compete también del primero al último contribuyente.

Ya, ¿y cómo? Pues ahí entran el libre albedrío y la mayoría de edad individual y social que se nos suponen. No seré yo tan incauto de dejar negro sobre blanco y al lado de mi firma las ideas que se me ocurren porque algo me dice que, curiosamente, los de las togas cuasi cómplices no tendrían conmigo las contemplaciones que están gastando —¿por qué?— con el infecto tipejo que nos regala saludos digitales desde la cima de su impunidad. Aclaro, en evitación de líos mayores, que descarto, por principios pero también por ineficacia, la violencia física. Ya que parece que vamos a tardar en verlo a la sombra y que, aunque lo viéramos, no perdería un céntimo de marronáceo patrimonio, el objetivo último sería que, sin necesidad de tocarle una cana, el despreciable individuo llegara a hacerse una idea regular del asco que nos da. Que se sepa un apestado y que verdaderamente lo sea.

No más mártires

Miente el refrán. Por lo que se ve y escucha, la sarna con gusto es de largo la que más pica. Los mártires vocacionales, los que subieron por su propio pie y sin mediar provocación al flagelatorio, son los que gimen con mayor estruendo y, por añadidura, teatralidad. “¡Estaría ganando mucho más fuera de la política!”, se desgañitan estos días carneteros de toda sigla y condición ante cada micrófono que se les pone a tiro. Quizá en otro tiempo y en otro lugar, el espectáculo plañidero llamaría a cierta compasión o a esa indiferencia resignada que dispensamos a los plastas de la cuadrilla que convierten en drama un gintonic servido en vaso de tubo en vez de en copa balón. Pero en medio de esta escabechina social que va alfombrando de cadáveres las cunetas del presunto bienestar, cuando uno de cada cuatro titulares de primera página nos hablan de sirlas perpetradas al amparo de un cargo público, la paciencia alcanza el tope. A tres centímetros de la frontera del exabrupto y la pérdida de los modales, llega el momento de pedir a esa caterva de sufridores exhibicionistas que dejen de sacrificarse por nosotros.

Váyanse con viento fresco en tropel y sin esperar un segundo más a vivir esas despampanantes existencias a las que generosamente renunciaron por servir a unos ingratos que no saben reconocer su inmarcesible abnegación. Vuelvan a lavar coches, a atender el teléfono en una oficina de seguros, a dar clases de solfeo, a mandar currículums huérfanos de enseñanza superior, a ser pasantes del bufete familiar o a todas esas envidiables ocupaciones que disfrutaban antes de que su ingenuo idealismo les llevara por el camino equivocado.

Como no quisiera ser tachado de injusto y extremista, aclaro que el mensaje solo es para la cofradía de sollozantes. Aquellas y aquellos que sabían a lo que venían y no andan haciendo pucheritos por las esquinas —la mayoría, espero— siguen haciendo falta. Más, si cabe.

Partido Popular S.L.

Un clásico del instinto de supervivencia estudiantil: en el examen de Filosofía te preguntaban por las características del ser según Parménides y como no tenías ni pajolera idea, colabas la teoría del alma de Platón, que era el único tema que te habías empollado medio bien. Solo funcionaba si el cátedro o la cátedra eran de los que corregían a peso, pero no habiendo mejor alternativa que firmar y entregar en blanco, merecía la pena jugársela. Veo que en el PP pervive ese espíritu de alumno picaruelo. Cuando anunció a todo trapo que en un alarde de transparencia sin parangón mostraría públicamente sus cuentas, todos dimos por hecho que se refería a las del periodo manchado de sospecha por la presunta tinta del calamar Bárcenas, esto es, los años que van desde 1993 a 2008. Hete aquí, sin embargo, que el striptease contable se ha reducido a los ejercicios inmediatamente posteriores. En lugar de disipar dudas sobre la pulcritud de los balances, lo que han conseguido los sabios de la comunicación gaviotil es triplicar los motivos para la suspicacia. El destape parcial huele a confesión de parte que es un primor.

Por lo demás, los cuatro tristes folios mostrados —uno por año, qué ejemplo de concisión— y a pesar de la tonelada de maquillaje que llevan, tampoco mejoran mucho la imagen del partido genovés. ¿Partido? Más que de una formación política, se diría que los números son los de una sociedad mercantil. Una muy boyante, por cierto, capaz de bandearse en la crisis más brutal que se recuerda en decenios como quien navega con una agradable brisa en el costado. Casi treinta millones de euros de beneficio y un aumento en sueldos del 25 por ciento. No está mal para un negocio que tiene como actividad principal recortar los derechos y las condiciones de vida de los demás.

Y de propina, al presidente del emporio PP S.L. le sale a devolver un pastón en la declaración de la renta de 2010.

Lo inmoral y lo ilegal

¿Apuntes clandestinos garrapateados en letra menuda y con tachones? ¿Sobres y recibís firmados en una servilleta de bar? Valiente chapuza. Trile rancio y ramplón para mangutas con vocación de chupatintas de los de visera y manguitos a luz triste de un flexo. Qué atraso, esa nostalgia del Chicago de los años 30 o de las covachas de los usureros de novela decimonónica, cuando la tecnología y la normativa vigente permiten hoy dar palos tan pulcros y aseados que ni el fiscal más tocahuevos encontraría por dónde hincarles el diente.

Vayan a echarle cien lupas, por ejemplo, a los contratos de los tres (*) cesantes de oro de Metro Bilbao, a ver si hallan una coma donde agarrarse para evitar que se lleven calentito el medio millón de euros que se han repartido en concepto, ay qué dolor, de indemnización. Así se les lleven todos los demonios y les sangre la úlcera a borbotones, verán que no hay absolutamente nada que rascar. De la cruz a la raya, esos documentos y la orgía remuneradora que de ellos se desprende son —les apuesto lo que quieran—conformes a derecho. A ese derecho, claro, que se cose a medida para que encaje como un guante en según qué cuerpos serranos. A los demás nos queda, como gracia suprema, el del pataleo. Eso sí, ejercido con mucho tiento en la elección de los exabruptos, no vaya a ser que encima nos empapelen por difamación y tengamos que soltarles otro pastón a los carísimos dimisionarios. Lo que estarán riéndose los muy joíos al ver su hazaña en los papeles y al imaginar la cara de gilipichis que se nos ha quedado a los que jugamos en las divisiones inferiores

¿No podemos decir, siquiera, que nos sentimos estafados? Tal vez eso sí —no tengo ahora a mano a mi abogado—, pero imagino que habremos de hacerlo poniendo cuidado en omitir los sujetos a los que atribuimos la presunta rapiña. No olvidemos que, como siempre, las leyes están de su lado. Lo inmoral no es ilegal.

—000—-

ACTUALIZACIÓN EN HONOR A LA VERDAD – Uno de los tres cargos cesados, Iñaki Etxenagusia, [Enlace roto.] que le correspondía según su contrato. Es un gesto que le honra y que creo que debemos reconocer. Por mi parte, le excluyo de las consideraciones negativas que reflejo en este texto.