Islamofilia

Firmo en donde ustedes me digan contra la islamofobia. Lo haré, en buena medida, para que no me den la charla ni me linchen dialécticamente, aunque piense con el tal Houellebecq que la palabra de moda en las bocas y conciencias más delicadas no es ni de coña sinónimo de racismo. O sí, pero como suele ocurrir, únicamente en las mentalidades libidinosas —y por tanto, autoculpables— de los que ven materia denunciable a la vuelta de cada esquina. Puro Freud de todo a cien: transfieren sus cuitas propias a los demás. Es cuando menos gracioso, rayando lo descacharrante, que el término paralelo y recíproco, es decir, cristofobia, no tenga ni la mitad de predicamento o directamente se desdeñe por nombrar algo de todo punto normal y asumible por cualquier criatura con los certificados de progresismo oficial en regla. Pero para no enredarme más, por la paz un avemaría (perdón por la fascista referencia católica), entrego mi cobarde persona a la lista de ciudadanos intachables.

Ahora bien, conste que ese es el tope de mi claudicación. Ni con aceite hirviendo conseguirán que me apunte a la islamofilia rampante que, para mi gran pasmo, venden al por mayor individuos e individuas que suelen presumir de ser la recaraba del laicismo. Manda muchas pelotas que los mismos que reclaman (bien reclamado) a los de las sotanas trabucaires que se metan en sus asuntos, cantan las mañanitas de una fe que, aun en su versión más moderada, trata a las mujeres como escoria o abomina —y cosas peores— de los homosexuales. Por ahí este servidor no va a pasar. Sí, soy un tipo intolerante. Concretamente, con la intolerancia.