La enésima negociación

Vuelve la berrea presupuestaria. En este caso, para sacar adelante las cuentas españolas. Estamos atrapados en un bucle temporal. Esta va a ser la reedición milimétrica de la anterior negociación y, salvo sorpresa mayúscula, acabará con las cuentas aprobadas. Pero hasta el día de la votación definitiva, los participantes de la coreografía nos aburrirán con los amagos de ruptura, los puñetazos de pega en la mesa, los no sabe usted con quién se está jugando los cuartos y toda la palabrería de rigor. Que si altura de miras, que si mano tendida, que si líneas rojas, que si cheques en blanco, que si poner en el centro a las personas.

Por lo que nos toca más de cerca, siento ser tan directo, pero se trata de sacar lo más que podamos. “Hasta los higadillos”, escribí ya hace años, cuando al otro lado de la mesa de ping-pong estaba Mariano Rajoy. Por supuesto que buscamos el bien común, pero no nos hemos caído de ningún guindo. Lo ideal sería un toma y daca lleno de fair play y música de violín. Pero enfrente, como ocurre en el célebre pasaje de las uvas del Lazarillo, tenemos a alguien que pretende dárnosla con queso. Que ya nos la ha dado, de hecho. Así que, pardillismos, los justos. Será excelente que cuando se anuncie el sí se escuche el rugido doliente de la caverna mediática. Cuantos más decibelios lleve la llantina del ultramonte, mejor habrá sido el resultado. Y a ver si esta vez se consigue el pronto pago de las contrapartidas. Soy consciente, no lo oculto, de lo fácil que es pedirlo desde el burladero de una columna de opinión. Pero, leñe, no será recibo que dentro de un año nos veamos peleando otra vez por el IMV.

Diario del covid-19 (46)

Amigos, sí, pero la vaca, por lo que vale. Quiero decir que yo tengo responsabilidad individual por arrobas y que la regalo de mil amores por el bien de la causa, aun a riesgo de pasar por gilipollas, primaveras, meapilas o pringadete frente a los apóstoles del “buah, chaval, deja a la peña hacer lo que quiera”. Y estoy casi seguro de hablar también en nombre de las miles de personas que llevan dos meses poniendo de su parte hasta donde ya no hay más que sacar. Por fortuna, la mayoría de lo que Gabilondo llamaba la infantería social estamos a la orden no ya para vencer en la lucha contra el bicho, que ojalá, sino para limitar sus daños devastadores. No creo que se nos pueda pedir mucho más.

Comprendo perfectamente que nuestros dirigentes deben interpelarnos a sus administrados para que aportemos nuestra cuota de civismo solidario. Si yo fuera su asesor de comunicación, les anotaría en negrita esa parte del discurso, por supuesto. Pero acto seguido, les invitaría a ponerse al frente de la manifestación o, más que eso, a pasar de las palabras a los hechos. ¿Más claro todavía? A acabar con las herramientas a su alcance con los comportamientos letales que amenazan con devolvernos a lo más duro del duro invierno. Esa “minoría” es lo suficientemente grande como para arruinar lo conseguido hasta ahora.

Mal menor o así

Ayer tuve un cariñoso cruce de cargas de profundidad con mi apreciado Jon Iñarritu. Él tuiteó (creo que) con la socarronería aguda que lo caracteriza que no acababa de fiarse de la enésima promesa del gobierno español de ponerse manos a la obra con las transferencias eternamente pendientes. Dejando de lado que yo también tiendo a un escepticismo cimentado en quintales de incumplimientos, le anoté al diputado de EH Bildu que ese gobierno del que dudaba era exactamente el mismo al que hace un mes pelado había sido aupado por la abstención de su formación. Con agilidad gatuna, llegó la respuesta. Iñarritu me apuntaba, palabra arriba o abajo, que la experiencia le empujaba a la desconfianza, que iban a denunciar lo que no se hiciera y, como resumen y corolario, que este gobierno era el mal menor. De inmediato llovieron en tromba retuiteos y likes de su réplica a modo de zasca y chúpate esa, infecto pinchaglobos enemigo del pueblo.

Y vale, sí, que pulpo, animal de compañía, pero también que y sin embargo, se mueve. Quiero decir que, mal menor o bien mayor, Sánchez debe su reválida por los pelos a la abstención de la fuerza liderada por Arnaldo Otegi y, sobre todo, de sus socios de ERC. Bien podían haber hecho como los antiguos convergentes, ahora Junts per Cat, que le atizaron con su no en los morros al tipo que en campaña había prometido traer a su líder esposado desde Waterloo. Pero la coalición soberanista no solo no lo hizo, sino que tuvo guardados sus síes en la recámara por si algún socialista patriota ponía en peligro la investidura. Y todo fue, parafraseando a Otegi hace dos días, gratis et amore. No se olvide.


Huelga de celo

Huelga de celo, curioso concepto. Para empezar, si la pone en práctica un cuerpo policial, como es el caso de Gasteiz, es preciso negar tajantemente que se esté haciendo. O sea, hay que tomar por imbécil a la ciudadanía. Por más imbécil, en realidad, porque ya de partida se ha decidido zurrar a los gobernantes en la badana de los sufridos contribuyentes. De acuerdo, como en todos los conflictos, puesto que la capacidad de presión de un colectivo es directamente proporcional a las molestias que pueda causar al común. Solo que este caso, la jodienda se ceba en el bolsillo de los pringados y las pringadas de a pie.

Así, a primera vista, no se diría que es el mejor modo de conseguir que se simpatice con una causa. Claro que, conociendo algún percal uniformado y dotado de porra —¡no todos son iguales, ojo!—, tampoco extraña que a los multistas se la bufe un kilo caer bien o mal. Por lo demás, basta buscar el negativo de la foto para que a uno le asalte la duda. Si en estos días de frenesí sancionador es cuando cumplen la ley, ¿será que hasta la fecha no lo hacían? O prevaricaban antes o prevarican ahora, y eso es bastante más delito que cruzar un paso de peatones en rojo.

No se deje de notar otra paradoja. La (no) huelga se hace para denunciar la falta de recursos, y sin embargo, su efecto es multiplicar por un congo la productividad traducida en ingresos de escándalo para las arcas municipales. Y aquí procedería la reflexión final sobre el porqué de las normas, el grado variable de cumplimiento que se nos exige según las circunstancias, y la sospecha del carácter puramente recaudatorio de algunas.