Los dignos callan sobre Nicaragua

Nos caía el lagrimón cantando “Ay, Nicaragua, Nicaragüita, la flor más linda de mi querer”. Qué nudo en la garganta al llegar al verso que dice “Pero ahora que ya sos libre, yo te quiero mucho más”. Cuarenta años después, Carlos Mejía Godoy, autor de ese y de otros tantos himnos sandinistas, vive exiliado en Costa Rica porque su hermano de revolución, Daniel Ortega, quería darle matarile, como ha hecho con prácticamente todos los que lo acompañaron en aquella guerra terrible que llevó al fin de la despiadada dictadura somocista. Con ellos, y con otros miles de personas a las que el tirano enloquecido ha colgado el baldón de enemigos del pueblo. Los que no pusieron tierra de por medio están en la cárcel o… muertos. El tipejo tiene acreditado que no se para en barras.

En estas condiciones inadmisibles se han celebrado unas elecciones de pega en las que, oh sorpresa, Ortega ha ganado por goleada a una oposición de atrezzo y con una raquítica participación. Todo, con una comunidad internacional no diré que mirando hacia otro lado, pero como poco, sí de refilón, como si este tremendo escándalo no fuera con los dirigentes que en otras circunstancias dan lecciones de dignidad. Claro que todavía es más grave el silencio de los campeones planetarios de denunciar vulneraciones de los Derechos Humanos. Con honrosas excepciones, la que se reclama como izquierda transformadora se encoge de hombros ante las tropelías del sátrapa o ante el aplauso desvergonzado del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Lo triste una vez más es que ni siquiera podemos decir que nos sorprende.

Ay, Nicaragua…

Aunque era apenas un niño de doce años, guardo entre mis recuerdos más queridos la victoria de la revolución sandinista en Nicaragua en julio de 1979. Sin tener pajolera idea de política internacional, la viví como una historia de buenos y malos. Y claro, los buenos eran los que se habían levantado contra la dinastía asesina de los Somoza y habían conseguido derrocarla después de casi medio siglo de implacable dictadura. Con el elemento romántico, además, de la música de Carlos Mejía Godoy, que en la España posfranquista pasaba por intérprete banal por Los Perjúmeres o Clodomiro, pero que le había puesto la banda sonora a la lucha por la libertad en su país con decenas de canciones directas al alma de un pueblo condenado al analfabetismo. ¿Cómo no emocionarse con Ay, Nicaragua, Nicaragüita, el himno extraoficial del triunfo del movimiento popular?

Seguí haciéndolo durante años. También aquel doloroso día de 1990 en que Violeta Chamorro, heredera de la satrapía, ganó en las primeras elecciones tras la revolución. Confieso que ahí perdí bastante el interés, aunque lo fui recuperando intermitentemente con las entrevistas que hice en persona o por teléfono a varios protagonistas de los momentos épicos, como Ernesto Cardenal, Tomás Borge o Sergio Ramírez, todos escritores, por cierto. Por diferentes motivos, las conversaciones terminaron de hacerme pedazos el mito, de tal suerte que años después no me alegró en absoluto la vuelta al poder de Daniel Ortega. Pero me fue imposible hacérselo ver a esos amigos progres que hoy callan groseramente ante la matanza inmisericorde —van unos 300 fallecidos— de sus opositores.