Pablo arregla lo de Catalunya

(Sí, estoy obsesionadísimo, mis pesadillas son en color nazareno y con circulitos candentes impactando a todo trapo sobre mis nalgas. Reconocido lo cual, yo a lo mío, que es teclear, y que sea lo que Gramsci quiera.)

Miren quién le va a solucionar el problema catalán a Mariano. Cual Mesías redivivo, Pablo Pueblo (y que me perdone Rubén Blades por el robo) se llegó al territorio hostil para llevar a sus revoltosas gentes la buena nueva, que no era tan nueva, sino un calco de lo que lleva diciendo, por ejemplo, Patxi López desde antes de irse de Ajuria Enea. Las hemerotecas, o sea Google, les confirmarán que en más de dos y en más de tres mítines, el portugalujo ha soltado que hay que tender puentes en lugar de levantar muros, sin que se vinieran abajo los pabellones ni conseguir que a la prensa diestra —la de la casta con más solera— se le hiciera el tafanario Pepsicola… bien es cierto que no tanto como con la otra frase que al unísono eligieron para titular: “No quiero que Cataluña [sic] se vaya de España”. Desde su tumba, Josep Pla se descogorciaba de la risa pensando lo atinado que estuvo al sentenciar que lo más parecido a un español de derechas era un español de izquierdas.

Hablando de izquierdas, me pregunto si la que se apellida autodeterminista, soberanista o independentista ha terminado de caerse del guindo respecto al fenómeno de la formación emergente. Tantas Fantas pagadas al simpático rapaz en tiempo no muy lejano, para que en cuanto se hace un hombrecín, le atice un cachete de escándalo al líder de la CUP, David Fernández, afeándole que un día se abrazó, qué delito, con Artur Mas.

La sandalia de David

Primera perplejidad: todo el mundo le está llamando zapato a lo que yo juraría que era una sandalia. Tal vez no tan abierta como las que los guiris de tópico y mi vecino del cuarto complementan con calcetines, pero sandalia, al fin y al cabo. Este verano me compré unas muy parecidas por treinta euros, y por la impresión que me dio, las del diputado de las CUP, David Fernández, no debían de ser mucho más caras. ¿Cuánto costarían los —esos sí— zapatos de Rodrigo Rato, el otro protagonista del episodio que tanto está dando que hablar? Tuiteé ayer que 3.000 euros y quizá exageré, pero les juro que hay mocasines de ese precio. Hará como quince años, Federico Trillo, compañero de partido, gobierno y tropelías del susodicho, presumió de calzarse con unos hechos a mano en Roma que le salían por doscientas y pico mil pesetas el par. Sumen la inflación y no andaré muy lejos. Del Primark no eran, eso seguro.

Luego está la cuestión de los verbos empleados en la narración de lo que ocurrió el pasado martes en el Parlament de Catalunya. Lanzar no es lo mismo que amenazar con lanzar, ni esto último es equiparable a mostrar, que fue a todo lo que llegó el portaveu cupero. Hacia el final de su intervención, se agachó, tomó la —insisto— sandalia, la sujetó sobre la mesa y largó una teórica sobre el simbolismo que tendría la acción en Irak. Ni siquiera golpeó el estrado con ella, al modo de Kruschev en la ONU o Beiras en la cámara gallega, que hay que ver lo que dan de sí —¿Cuestión de fetichismo?— los calcos en sede parlamentaria. Cierto que después mencionó el infierno, le llamó gánster al banquero y se adornó con un “¡Fuera la mafia!”, ya con el micrófono apagado.

Probablemente no fue una conducta ejemplar, pero tampoco me parece especialmente censurable, teniendo en cuenta los hechos acreditados por el que estaba enfrente, que —en eso sí me fijé— no presentaba marcas de esposas en las muñecas.