Lo que es y lo que parece

Las polémicas más estúpidas contienen también una moraleja y, mirando al trasluz, un retrato bastante preciso de una sociedad y de un momento. Fíjense en la penúltima, originada por la publicación de un reportaje en la revista Paris Match —¡oh la la!— sobre la vida burguesota que lleva el ministro griego de Finanzas y ya icono mundial fashion-revolucionario, Yanis Varoufakis. Mesa bien repleta de delicias varias, vino blanco (por lo visto) de marca, en la terraza de su queli con la Acrópolis de fondo, y para rematar, en actitud recíprocamente cariñosa con una señora que (como poco) le empata en atractivo. Qué más provocación quiere la derechona tiñosa y resentida que pillar al apóstol de los pobres refocilándose en la molicie suntuosa de los malvados capitalistas. Le faltó tiempo al ultramonte diestro para echarse al ídem en las redes sociales a denunciar el flagrante acto de fariseísmo. El diario ABC redondeó el rasgado de vestiduras en una portada memorable bajo el encabezado “Así vive el populismo”.

Patético, en efecto. Pero no menos que el espectáculo en la contraparte progresí, que salió en tromba a defender a su ídolo con el argumentario de rigor. Que si los fachas quieren que los de izquierdas vivan en la miseria y estén amargados, y parecidos blablablás victimistas. Mejor no pensar qué tipo de comentarios se habrían dado si el de las fotos hubiera sido, pongamos, Montoro. En la era de la imagen conviene pensarse dos veces ciertas propuestas. Y la de este reportaje era claramente para haber dicho que no, como ha reconocido el propio Varoufakis dejando fatal a sus aguerridos valedores.

De las pobrezas

Una de las mayores desgracias de los pobres es que buena parte de los que se han erigido en sus valedores no han pasado una estrechez en su puñetera vida. Ocurre así que burguesotes bien nutridos y sin mayores preocupaciones que la escasa duración de la batería del iphone se lían a pontificar sobre lo que supone o deja de suponer carecer de lo básico. No dudo que en muchos casos lo hagan con la mejor de las intenciones y hasta con el ánimo verdadero de luchar contra la desigualdad. Sin embargo, basta un vistazo a las tertulias, las columnas y, ¡ay!, los parlamentos, para comprender que la denuncia de la pobreza se ha convertido en un vehículo para el lucimiento dialéctico, cuando no directamente para la demagogia más rastrera.

Para hacer demoledores discursos sobre las tremendas consecuencias de la exclusión, es condición indispensable que haya excluidos, y cuantos más, mejor. He ahí una de las paradojas más perversas de lo que describo, que se une a otra más: nos faltan datos medianamente fidedignos sobre la pobreza en nuestro entorno. Y no será por falta de informes. De un tiempo acá, no dejan de llover estudios sobre la miseria. Cada cual resulta más alarmante que el anterior, pero si alguien se toma la tarea de confrontar cifras entre unos y otros, observa que coinciden más bien poco. Incluso dentro del mismo trabajo se tiende a hacer una sola suma, mezclando personas en situación de extrema necesidad con otras que llegan a fin de mes, aunque sea a duras penas. Quizá ese trato tan flexible de los números atienda a propósitos nobles, pero mentir no ayuda a resolver un brutal problema como este.

Antirracismo oficial

El Gobierno Vasco anuncia el lanzamiento de una campaña contra las actitudes racistas y xenófobas. Sin duda, no está de más, pero aviados vamos si creemos que un puñado de spots y carteles, por creativos que sean, servirán para cambiar unos comportamientos firmemente instalados en una parte creciente de la población. Bastante éxito será que los mensajes no sirvan para exactamente lo contrario de lo que pretenden. Si en lugar de haber tirado por el buenrollismo y el bienquedismo, nos hubieran interesado los cómos y los porqués del fenómeno, a estas alturas tendríamos claro que insultar a la gente y negarle su realidad diaria no es el mejor modo de llevarla hacia la reflexión. Al contrario, es la receta para encabronarla más.

Todos tenemos claro que el racismo, además de ser una pulsión que probablemente va de serie en la condición humana, se fundamenta en tópicos y estereotipos burdos. Lo que parece más complicado ver es que también el antirracismo oficial funciona a partir de la misma categorización de trazo grueso, es incapaz de atender a razones, y no duda en aventar bulos de similar factura a los que le achaca a la otra parte. Da por sentado que hay una especie de seres inferiores profundamente ignorantes, egoístas y malvados que se levantan y se acuestan pensando cómo joder la vida a los diferentes.

Poco bueno va a salir de este choque de prejuicios. Hasta la fecha, el saldo es la radicalización de las posturas, con la particularidad inquietante de que la que ha crecido más en número es la que, ya sin matices, manifiesta su inquina por los inmigrantes. Y los cazadores de votos, al acecho.

¿Racismo o electoralismo?

¿Maroto, racista? Diría que el alcalde de Gasteiz es capaz de ser lo que haga falta con tal de llenar la saca de votos. De hecho, lo que suponen sus últimas y tan comentadas palabras no es más que el cruce de un Rubicón que había estado rondando desde que era concejal de a pie. Simplemente, a diez meses de la cita con las urnas, ha visto el riesgo real de que otro culo acabe en su poltrona y, entre la aritmética y la convicción, ha decidido echar el resto llevando el partido a los barrizales donde sabe que sus adversarios están condenados a un autogol tras otro: la pataleta antivizcaína que tan bien supo exprimir aquel tunante apellidado Mosquera y, con más ímpetu, la mandanga xenófoba sin desbastar.

De lo primero, que no es martillo pilón exclusivo del munícipe por antonomasia, hablaremos otro día, porque es asunto que da para columna y hasta para tesis doctoral. Me centro en lo segundo, las soflamas calculadamente incendiarias contra la inmigración en general y la procedente del Magreb en particular. Lamento defraudar alguna expectativa buenrollista si en lugar de tirar por el camino trillado del exabrupto a la yugular de quien está buscando exactamente eso, llevo la cuestión a un terreno menos explorado. Se puede formular con una sencilla pregunta: ¿Por qué, no solo en Vitoria sino en cualquier lugar de nuestro entorno, hay una cantidad creciente de personas dispuestas a respaldar con su papeleta discursos como el de Maroto? ¿Porque son unos fascistas, unos insolidarios, unos ignorantes? Esa ha sido la respuesta de carril hasta ahora. Lo único que ha provocado es que cada vez sean más.

Kutxabank, ¿entidad pública?

Puede ser por la astenia de enfilar el fin de curso o tal vez por la sensación plomiza de haber visto la película doscientas veces, pero la barrila a cuenta de Kutxabank me aburre tres congos y pico. Barrila, sí, eso he escrito. Como en tantísimos asuntos, aquí no hay lugar al debate sosegado con argumentos que se oponen a otros argumentos. Es una pura derrama de consignas intencionadamente toscas que buscan convencer por las tripas y no por la masa gris. Por descontado, la adhesión es obligatoria e inquebrantable. O conmigo o contra mi. Lo de menos es entender de qué va la vaina. Y aquí es donde me toca confesar que no debo de ser ni la mitad de listo que los que se andan cruzando exabruptos.

Para empezar, me llena de perplejidad haberme enterado, cuarenta y pico años después de que mi padre me abriera una libreta infantil con cien pesetas en la Caja de ahorros vizcaína, de que durante todo ese tiempo he sido cliente de una entidad pública. Ni sospecharlo, oigan, aunque imagino que ha tenido que ser mayor la sorpresa de los empleados, que ahora están recibiendo la primera noticia de su condición de funcionarios. ¿Que no es exactamente así? ¿A qué viene, entonces, denunciar no sé qué privatización? Quizá si no se intentara trampear demagógicamente el lenguaje, resultaría más fácil prestar atención a los razonamientos.

Del mismo modo, la receptividad sería mayor si uno tuviera la certeza de que la pelea es por algo que ha importado alguna vez a los que enarbolan briosamente las pancartas. Sería muy divertido y altamente revelador comprobar en qué banco están domiciliadas según qué nóminas.

La casta

De cinco letras. Palabra más pronunciada y escrita desde que el diablo cargó las urnas provocando un roto —ya veremos si superficial o no— al llamado sistema. Tic, tac, tic, tac… Efectivamente, la misma que titula estas líneas: casta. Como habrán comprobado, es el vocablo fetiche de los que festejan, me da a la nariz que con demasiado anticipo, el fin de los viejos tiempos. Se hace a imitación del encumbrado como guía espiritual de la neoinsurgencia, que por lo visto, usa el Macguffin en dos de cada tres frases que suelta en las mil y una tertulias televisivas que le han sido de tanto provecho.

Si le dan una vuelta, verán que no es un fenómeno muy diferente al de las muletillas popularizadas por otros grandes gurús catódicos como Bigote Arrocet, la Bombi o el dúo Sacapuntas en el rancio a la par que entrañable Un, dos, tres de cuando solo había dos canales. Se basa en mecanismos mentales similares, igual por parte de quien pone en circulación la cantinela que por la de quienes la recitan al por mayor. En el caso que nos ocupa, además, hay un algo del caca-culo-pedo-pis que marca la cándida rebeldía de la primera edad, quizá la sintomatología a la que el mismísimo Lenin se refirió, conociendo mejor que nadie el paño, como la enfermedad infantil del comunismo, que hoy traduciríamos como de la izquierda.

Disquisiciones aparte, resulta enternecedor asistir a la división simplista del mundo en lo que es casta y lo que no. Un ejercicio tramposo en el que se señala a los contrarios como portadores de la peste y se libra de mancha a los del bando propio, así sean igual de casta (o más) que el resto.

En público o en privado

Escribo estas líneas en una cafetería de Cruces, a cinco minutos de Sestao y con un paisaje social y urbano no muy diferente. Fiel a mi vicio de portero de los de antes, llevo un rato poniendo la antena a las conversaciones de mi alrededor. Algunos parroquianos, con familiares ingresados en el hospital, hablan de catéteres, tacs, férulas o analíticas. Pero el asunto de charla que triunfa son unas palabras del alcalde de la localidad vecina, ya imaginan ustedes cuáles. Me apresuraré aquí a calificarlas —o si lo prefieren, a tacharlas, que suena más duro— como de todo punto inaceptables, reprobables, fuera de lugar y, faltaría más, absolutamente impropias de quien ejerce un cargo público. Debería presuponerse que uno piensa estas cosas, pero los protocolos al uso en materia de condenas marcan la obligatoriedad de llevarlas entre los dientes para que no se diga. De hecho, en esta y en otras cuestiones hemos llegado al punto en el que lo sustantivo es la longitud y energía de la repulsa verbal, mientras el meollo pasa a quinto plano. Qué necesidad habrá de remover ciertos fangos si podemos reducirlos a blablablá, ¿no?

Pues no sé qué decirles. Quizá eso funcione en determinados ámbitos. En la barra y en las mesas de este tasco parece que rigen otras costumbres. Por unanimidad casi total, los que me rodean vociferan que Josu Bergara tiene más razón que un santo.

Sonrío al ver en la tableta que mi compañero de Gara, Imanol Inziarte, tuitea que “uno de los problemas es que hay gente que en privado comparte la opinión del alcalde de Sestao, incluso gente de izquierdas y/o abertzales”. Doy fe de ello.