Obama me espía

Obama me espía, cuánto honor. Como mi vecina Justi (nombre ficticio por si acaso), que tenía un cuaderno de bitácora donde registraba al detalle a qué hora salía, a qué hora entraba, con quién y en qué condiciones para pregonarlo después en la escalera. Una madrugada que sería más bien alborada, al adivinarla entre los visillos de su atalaya, hice como que se me caían las llaves y en el viaje a recogerlas le dediqué un calvo, creo que el único que he hecho en mi vida. Todavía hoy, cuando me la cruzo en el descansillo y le saludo con mi educación habitual, noto en ella un asomo de turbación provocada sin duda por el recuerdo imborrable de mis cuartos traseros. Los rosarios que habrá rezado esa mujer rememorando la escena.

Obama me espía, vaya por Dios. Tentaciones me dan de montarle idéntico numerito que a la sufrida Justi. ¿Pero para qué? A buen seguro que en mi expediente archivado vaya usted a saber en qué servidor del desierto de Mojave figura mi anatomía completa cartografiada en 3D, junto a lista de las páginas de internet que más visito y a una relación de las últimas chorradas que he comprado y pagado por PayPal.

Obama me espía, qué contrariedad. ¡Si por lo menos me dejara aclararle que entro tanto a la web de La Razón por motivos de trabajo o que aquel top fucsia ideal de la muerte que agencié en Amazon era un encargo de una prima de Cuenca! Le enviaría un email explicándolo, pero me da miedo que se lo tome a mal y flete un dron para que me apiole a domicilio; la dirección la tiene, por descontado.

Obama me espía, hay que joderse. Pero no solo él, que al fin y al cabo tiene un premio Nobel de la Paz y es el líder del mundo libre. También veo cámaras en cada sitio al que entro o por el que paso. En cajeros, parkings, centros comerciales, semáforos, hospitales, polideportivos, confesionarios… hay un objetivo que nos apunta. Miren al pajarito y sonrían. Creo que no queda otra.

Veda macabra

Se ha abierto la veda del suicida. Tan demoledor como suena. Y tan inhumano, aunque seguramente todos los que participan en la cacería encontrarán el modo de autoabsolverse. Que es por una causa noble, que es en aras de la información, que es, incluso, para denunciar una injusticia. Demasiado cinismo detrás de esas excusas. En el fondo, se está diciendo que ancha es Castilla y que qué más da si los muertos no van a estar ahí para desmentir la versión interesadamente manipulada de sus motivos. ¿Qué tipo de dioses nos creemos para apropiarnos de un cuerpo precipitado al vacío e inventarle unas circunstancias que nos convienen? ¿Quién nos ha dado permiso para hurgar en su pasado y echar al viento, citando nombres y apellidos, una retahíla de datos presumiblemente ciertos mezclados al tuntún con suposiciones, chismes y absolutas patrañas?

De la suma de las dos preguntas anteriores sale una tercera: ¿por qué, aun cuando esas intimidades que nunca debimos conocer desmontan la relación causa-efecto que se llevó a los titulares, se sigue insistiendo en que los hechos fueron como se quisieron contar? Probablemente, porque la realidad ha pasado a ser una mera anécdota. No es lo que es sino lo que se decide que sea. El fin y los medios, la mentira como arma revolucionaria, la eterna ley del embudo y me llevo una. Vale todo y aquel que no tenga redaños para entrar en el juego es un moralista redomado, un pinchaglobos y un desgraciado que debería quedarse en la grada comiéndose sus estúpidos escrúpulos como si fueran palomitas.

Asumido ese ingrato papel, predico en el desierto que no deberíamos trivializar el suicidio. Simplemente, no somos competentes para interpretar en docena y cuarto de líneas lo que bullía en la cabeza de alguien que decidió quitarse de en medio. Empeñarnos en hacerlo nos convierte, además de en personas manifiestamente mejorables, en probables instigadores del próximo.