Más ladrillo

Cráneo privilegiado, luminaria de Occidente y parte del Peloponeso, el presidente del sindicato de banqueros españoles (modelo Chicago años 30) ha dado con la piedra filosofal que nos devolverá al feliz anteayer de vacas gordas y perros atados con longanizas. Dice Miguel Martín —anoten en letras doradas el nombre del genio de la lámpara— que todo lo que hay que hacer para sacudirse las estrecheces es… ¡construir más casas! Si no querías ladrillo, ladrillo y tres cuartos. Bajo la piel de toro, ni se sabe cuántas promociones inmobiliarias en esqueleto con grúas a media asta, carretadas de dúplex del copón acumulando tres dedos de polvo y reducidos a activo tóxico, decenas de miles de pisos vaciados de bicho vía desahucio, y este magufo de las finanzas nos sale con que quiere más, más y mucho más cemento. Desde esa dieta de adelgazamiento basada en la ingestión masiva de comida basura, no se conocía un absurdo homicida igual.

Para añadir esperpento a la propuesta, la buenrollista justificación. Sostiene el tal Martín, agárrense a lo que tengan a mano, que su fórmula persigue acabar con la exclusión social. Atiendan a la argumentación y, por favor, traten de no blasfemar mucho cuando cierre las comillas: “El crédito ayuda a superar la crisis. Para proteger a las personas que están en peligro de quedarse sin casa, hay que dar más créditos y crear más casas y no poner trabas a que el crédito resurja cuando hay problemas”.

Es imposible calibrar el cinismo, por no escribir otra palabra más gruesa, que hay que reunir para escupir un teorema así con el asfalto manchado por la sangre de quienes prefieren saltar por la ventana a salir a rastras por la puerta de la que creyeron su casa. Lujos que se puede permitir el presidente de una asociación cuyos miembros, los bancos, están libres del peligro de caída. Cuando el balance se les pone en rojo, inyección de pasta pública y hasta la próxima.

Sin pretenderlo

Una corrección tardía a mi última columna. Terminaba diciéndole a Amaia Egaña: “Tu parte está hecha. Descansa en paz”. Faltó anteponer —y la omisión cambió bastante de lo que quise decir— un par de palabras y una coma. Debió quedar así: “Sin pretenderlo, tu parte está hecha”. Y enseguida me explicaré, aun sabiendo que las líneas que vienen a continuación no van a ser las más populares de mi carrera. Pero si tantas veces me empeño en rescatar del basurero trozos de la realidad que han sido amputados con el afán no estropear un titular de conveniencia, en esta ocasión no puedo obrar de otro modo. Ni siquiera, como es el caso, aunque la historia podada sirva para apoyar mis propias tesis y las causas que defiendo. Sostengo, de hecho, que esas tesis y esas causas son lo suficientemente sólidas —¡y justas!— como para no requerir de trampas en el solitario.

Salto sin más preámbulos al charco. Ese “sin pretenderlo” ausente trataba de significar que no creo que en el ánimo de Amaia estuviera convertirse en mártir de la lucha contra la voracidad de los bancos y la hipocresía cómplice de buena parte de los políticos. En el mismo texto fallido mencionaba, supongo que torpemente, las circunstancias no publicadas ni publicables. Ahí es donde se juntaron las causas (personales e intransferibles) y los azares (el clamor social latente y creciente) para que lo que hace tres años hubiera sido una nota breve con iniciales fuera la gran noticia del momento y, además, el detonante de las primeras protestas en serio contra los desahucios.

Sí, también fue el acicate para que a gobernantes y entidades bancarias les entraran las urgencias. Con razón les hemos reprochado que hayan necesitado un suicidio para moverse. ¿Y nosotros? Me alarma pensar que también lo estuviéramos esperando para reaccionar. Igual que me da qué reflexionar que no haya sido el primero ni el que más se ajustaba al patrón habitual.

Palabras para Amaia

Una silla junto a la ventana, un salto desde el cuarto piso. La breve caída será una eternidad antes de la verdadera eternidad. Te recibirá el asfalto frío, gris e impersonal, que dejará de ser el mismo en el preciso instante en que se tiña con tu sangre. De trozo anónimo de la vía pública ascenderá a hito invisible que señalarán los viandantes entre el morbo y la aprensión. “Ahí, ahí fue”, se dirán los unos a los otros, y se les aparecerá de inmediato la sábana que te cubrió durante ese lapso casi indecente de los trámites legales y funerarios. Cuando no estés, seguirás estando. Como dirá un tipo encasullado para torpe y pobre consuelo de los tuyos, la muerte no es el final. ¡Y tú que tal vez te hiciste la ilusión de que tres segundos después de impulsarte hacia el vacío se habría acabado todo!

Ya ves —es una forma de hablar— que no. Al contrario, son muchas las cosas que empezaron en cuanto tu corazón dejó de latir y corrió la noticia envuelta en sus circunstancias. Es decir, en lo que las urgencias periodísticas y el clamor social convirtieron en el relato apto para el consumo de tus circunstancias. Las auténticas te las llevaste contigo y sólo poseen copia unos pocos que, con todo su derecho, no querrán compartirlas. A sumar, claro, a quienes tienen otros motivos para guardar el secreto. Twitter aparte, ningún lugar como los tanatorios, sobre todo cuando hay cámaras, para llorar en mi mayor sostenido. Desde la caja de pino no se puede preguntar dónde estaban los del llanto adulterado cuando tanto los necesitaste ni si ya han comprobado la insuficiencia de una palmadita en la espalda.

Perdóname la digresión, pero si no lo suelto, reviento. Te decía, Amaia, y quiero quedarme con eso, que tu trágico y desgarrador fin abre, en realidad, incontables principios. Nos toca ahora a los que todavía respiramos impedir que se trunquen antes de tiempo. Tu parte está hecha. Descansa en paz.

El verdadero drama

En la última rueda de prensa tras el consejo de ministros —viernes de puente; sólo mirábamos los que estábamos de guardia—, la vicepresidenta española dejó caer como al despiste que su Gobierno tenía la intención de pactar con el PSOE medidas para frenar “el drama de los desahucios”. Me he cuidado de poner las comillas porque tal que así lo soltó Soraya Sáenz de Santamaría, como si utilizando esa denominación que en sus labios no es más que una muletilla fuera a hacernos tragar que la cuestión le quita medio minuto de sueño. Primero tendría que hacer el enorme esfuerzo mental de imaginar qué supone para una familia verse en la puta calle. Ni aunque le llovieran encima diez toneladas de empatía podría hacerlo. Probablemente, en su cabeza no será una faena muy distinta a que a la cocinera le salga grumosa la vichisuá o a que se le haga una carrera en la media cuando está a punto de saludar en un cóctel al embajador de Liechtenstein.

¿Exagero? Sí, pero me temo que apenas lo justo. En lo difuso, casi etéreo, del mismo anuncio se percibe a leguas que, por mucho que sobreactúen llamándolo drama, a este Gobierno se la trae bastante al pairo el asunto. Cada semana nos atizan un ramillete de Decretos Ley dentados que van al BOE corriendo que se las pelan, pero para detener la sangría de quinientos desalojos diarios todo lo que se sacan de la manga es la vaga promesa de estudiar el asunto cuando tengan una ratito libre. De propina, como si no supiéramos que manejan el rodillo a discreción, esta vez se disfrazan de cofrades del consenso y pretenden meter en el ajo al partido mayoritario de la oposición. Es decir, al mismo que cuando tuvo mando en plaza regaló a los bancos miles de millones de euros a cambio de absolutamente nada. Y entonces ya se practicaban los desahucios a tutiplén.

Ocurre simple y llanamente que ni a unos ni a otros les va la vida en ello. Ese es el verdadero drama.

El desahucio de Victoria

84 años, cáncer terminal, un hijo discapacitado, y la desahucian. Otro triunfo del Estado Derecho, el Bienestar y LQTRM (lo que te rondaré morena). Que le pongan mañana mismo seis medallas de alabastro al heroico madero que diseñó un operativo que ríete tú del de la CIA para dar matarile a Bin Laden. Cuentan que nadie podía acercarse a doscientos metros de la casa de Malasaña de la que fue arrancada la anciana ayer por la mañana. ¿Acaso temían que se hiciera fuerte con un bazooka en el alfeizar de la ventana y se liara a disparar ese arsenal de pirulas que, según un candidato de UPyD, tienen por fea costumbre coleccionar los viejos?

En realidad, no. Bien sabían que el munipa más esmirriado se habría bastado para sacar en volandas a Victoria y a su hijo, que se han dejado todas las fuerzas en luchar y perder contra la vida, la puñetera vida. El miedo de los apatrulladores era a esa arma mortífera (si bien, muy poco frecuente) llamada solidaridad. Antes de la definitiva, los cañís hombres de Harrelson se habían tenido que volver dos veces de vacío al cuartelillo ante la oposición de un grupo formado por esos que dicen perroflautas, reforzados por vecinos que en su humildad conservan la dignidad que jamás se ha visto sentada en un escaño.

A la tercera, sin embargo, fue la vencida. Actuando con sigilo, o sea, a traición, las gloriosas fuerzas del orden dieron esquinazo a los desharrapados y se hicieron con sus trofeos humanos. La radio de las lecheras atronaba: Alfa, Bravo, Charly, Delta, operativo completado. Tenemos a la sospechosa y a su hijo y nos disponemos a depositarlos en la puta calle. Otra casa vacía para el censo.

Fin de la historia. La moraleja, si es que les queda cuerpo, la ponen ustedes, que viven —vivimos— en la misma sociedad donde ocurren estas cosas dos docenas de veces al día. Repitan conmigo: 84 años, cáncer terminal, un hijo discapacitado, y la desahucian.