La curva se revuelve

Aquí estamos, otra vez con cara de pasmo viendo cómo la curva se da la vuelta de nuevo y emprende la subida que no esperábamos. O que no queríamos esperar. ¿Cómo ha sido posible? Vistos los peledengues al bicho con cuernos, toro. Vamos, que no hace falta tener un máster en epidemiología para intuir que todo viene, una vez más, de haber querido correr más de la cuenta, del exceso de confianza y, en fin, de la condición humana, que tiende al autoengaño. Creo que nadie lo ha explicado mejor que el exconsejero de Salud de Navarra Fernando Domínguez. Decía el doctor en un tuit memorable que se han cancelado las fiestas patronales, pero que el gobierno foral permite comidas populares de hasta 150 personas, prolonga el horario de cierre de las discotecas hasta la cuatro de la madrugada y deja que se celebren encierros y suelta de vaquillas. ¿Quién se va a creer que no son fiestas? Ah, no claro, que dicen los doctores Tragacanto citando estudios de conveniencia que el peligro no está en las farras, sino en el laburo. Supongo que por eso se ha dado el brutal reventón de positivos de Hernani, cuyo alcalde reclama ahora un cribado masivo.

Por lo demás, poniendo la lupa a los datos (y esto también desmiente a los listillos), resulta que mientras los del babyboom a los que el ministro Escrivá nos va a crucificar ofrecemos cifras razonables, los menores de cuarenta y no digamos los de veinte muestran incidencias de escándalo. Esto nos confirma la importancia de las vacunas y nos revela el colectivo sobre el que hay que centrar los esfuerzos de contención. Ahora, si el ejemplo es Mallorca, apaga y vámonos.

¿Qué comemos?

De tanto en tanto, volvemos a recordar que lo que nos llevamos a la boca puede mandarnos a la tumba. Suele ocurrir, sin embargo, que cuando cesa la torrentera mediática con los pelos y señales de cada caso, se nos pasa el susto y volvemos a embarcarnos en la ruleta rusa alimentaria como si tal cosa. No es casualidad que uno de los refranes de cabecera siga siendo el que asegura —¡fatalmente!— que lo que no mata engorda. Y, como dosis de reafirmación, la tremebunda sentencia para conjurar las dudas ante una mayonesa con pinta de cicuta o unos mejillones que llevan tres semanas en el frigorífico: “¡Malo será…!”

Eso, en lo que toca a las y los consumidores, que aunque vamos aprendiendo a leer etiquetas y a fijarnos en la fecha de caducidad, todavía fiamos más nuestra salud al ángel de la guarda o la Diosa Fortuna que a nuestro buen criterio. En cuanto a la administración, o sea, a las administraciones, ídem de lienzo o casi. Sería injusto decir que no hay controles o que los establecidos fallan como escopetas de feria. Sin embargo, se echa de menos media docena de medidas de carril, como la obligatoriedad de consignar el origen del producto sin dar lugar a confusiones o la prohibición expresa de engañar en los envases con mandangas como “sano”, “ecológico” o “fuente de fibra”. Y aquí es donde nos encontramos con las que de verdad podrían evitar bastantes de los fraudes y, más importante que eso, de los atentados contra nuestra salud, es decir, las empresas productoras y distribuidoras. ¿Están por la labor? Diría que una buena parte de ellas, sí. Otras, me temo, seguirán jugando con nuestra salud… si les dejamos.

Cómo fue posible

Tiene muy mal arreglo lo de las preferentes y las subordinadas. En la mejor de las situaciones, los afectados recibirán unas migajas de lo que aportaron —en más de un caso, casi todo lo que tenían— y deberán quedarse con la bilis negra, la sangre hirviente y, con bastante probabilidad, el tratamiento a base de ansiolíticos para sobrellevarlo. Nadie les devolverá los pedazos de vida que se están dejando desde que descubrieron que les había ocurrido a ellos y ellas eso que normalmente leían en los periódicos, oían en la radio o veían en la televisión que les sucedía a otros. Durante muchos años, tal vez hasta el último, se preguntarán cómo fue posible.

Los moralistas de salón, que suelen aparecer sin ser llamados ni ocultar su delectación por la desgracia ajena, señalarán la codicia como única responsable y concluirán, ufanos, que a un pecado capital le corresponde una penitencia capital. Sin descartar que entre las decenas de miles de personas a las que han vaciado los bolsillos haya algunas que se creyeron que se codearían con los Rothschild, yo no apuntaría por ese lado. Me parece más verosímil buscar la causa en la mezcla de ingenuidad, inconsciencia y confianza despreocupada con que, en general, nos dejamos pastorear por las cañadas bancarias, financieras y empresariales. Por ahí vamos dados, pues en la contraparte hay alguien que sí sabe lo que tiene entre manos y que no se parará en barras éticas a la hora de hacernos firmar con una sonrisa en los labios nuestra propia sentencia de muerte económica. Con la bendición de los organismos reguladores presuntamente competentes, ojo.

Para los que han picado, me temo que es tarde. Los demás deberíamos escarmentar en carne ajena de una vez e interiorizar, por ejemplo, que un aval hipotecario no es una formalidad o que un fondo de inversión no es un depósito a plazo fijo. Y como norma, que hay posibilidades de que quieran metérnosla doblada.