¡Viva el vino! (Otra vez)

El gobierno español tiene una prodigiosa habilidad para meterse en jardines embarrados. O para provocar estériles grescas de diseño a las que la derecha política, mediática y sociológica entra con indisimulada delectación. Y miren, esta vez no ha sido Alberto Garzón, que andaba el hombre firmando un convenio con la industria juguetera para que se evitara identificar el rosa con los productos destinados a las niñas y se ha librado de los coscorrones correspondientes porque el ministerio de Sanidad había pisado un charco más goloso. Con la torpeza comunicativa habitual, o quizá con intención de globo sonda, que todo es posible, el negociado de Carolina Darias se encaramó a los titulares anteayer no queda muy claro si por haber prohibido o solo recomendado a los hosteleros que eliminaran el vino y la cerveza de los menús del día.

Dirán ustedes, y yo lo suscribo, que la diferencia de matiz entre prohibir y recomendar es decisiva en el caso que nos ocupa. Pero es que, como esto es un juego de pillos en el que todas las partes quieren pescar, no hay modo de saber cuál fue la intención original. Conociendo un poco el paño del gabinete de trileros de la comunicación, sospecho que se trataba de ninguna de las dos cosas y todo al mismo tiempo. Si colaba prohibir, prohibían. Si, como ha sido el caso (y era del todo previsible), se montaba una zapatiesta del quince, entonces se ponía cara de yonofui y se agarraba el comodín de la recomendación al tiempo que se denunciaba no sé qué tergiversación. Todo, como viene pasando desde siempre, por no ser capaz de tomar por los cuernos el toro del alcohol en nuestra sociedad.

Los mismos chupópteros

La UEFA empezó esta semana vomitando fuego contra la ya malograda Superliga porque el invento de Florentino suponía una mercantilización intolerable del fútbol. Si no conociéramos a esa banda que ya hace cuarenta años José María García calificaba como chupópteros, podría sorprendernos que tres días después del rasgado de vestiduras, la sacra institución dejara a Euskadi sin Eurocopa por motivos que solo tienen que ver con el vil metal. Sin público no hay paraíso, dicen los jetas de Nyon, pasándose por el arco del triunfo que estamos en una pandemia que ahora mismo todavía no ha tocado la cima de su cuarta ola. Y eso es así igual en Bilbao que en Sevilla, que ha sido la ciudad agraciada por la cacicada del tal Ceferin y sus mariachis, entre los que se cuenta Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol.

Desconozco si, como ha denunciado el lehendakari, Iñigo Urkullu, esta trapisonda puede tener un cariz político. Bastante grave me parece su carácter arbitrario o directamente dictatorial y, por encima de todo, que se cisque en la grave situación sanitaria a la que estamos tratando de hacer frente. Un saludo, por cierto, a los que cuando las autoridades vascas anunciaron las estrictas condiciones que ahora rechaza la UEFA aseguraron que se estaba poniendo alfombra roja a la Eurocopa.

Los dueños del balón

Desde el patio del colegio, los dueños del balón han hecho siempre lo que les ha salido de la entrepierna. En cuanto la pachanga se les ponía cuesta arriba o no les concedías penalti en un piscinazo, agarraban la pelota y se marchaban. Básicamente, esto de la pomposamente anunciada Superliga viene a ser lo mismo. Los señoritos del fútbol europeo se han cansado de alternar con la chusma y se han montado un chiringuito para uso y disfrute exclusivo. Y como ellos lo valen, se arrogan el derecho de quedarse en las competiciones que desprecian. Lo presentan, además, como un plato de lentejas que el resto de los clubs y las turbias instituciones comunes (lean UEFA, FIFA y federaciones estatales) tienen que tragar sin rechistar.

He leído y escuchado en las últimas horas incontables apelaciones al romanticismo y a los valores originales del deporte como argumento de oposición a la tocata y fuga de los aristócratas del balompié. Sinceramente, me parece que, además de un autoengaño, es una pérdida de tiempo y de energías ponerse sentimental. También es verdad que hablo desde la ventaja que supone en este caso ser un apóstata del opio del pueblo. Como acabo de constatar con la casi total indiferencia que me me ha provocado ver perder dos finales seguidas a mi equipo, este negocio ya no me hace sufrir.

Sin aspavientos

De minuto en minuto se tiñe el mapa de rojo. Aquella curva que no hace tanto tiempo creímos ver emprendiendo el descenso se ha dado la vuelta y trepa con letales bríos renovados. Sería un espectáculo hipnótico si no fuera porque están en juego literalmente vidas y haciendas. Es grande, por supuesto, la tentación de enredarse con las culpas —¡como si no tuviéramos una idea bastante aproximada del porqué de la mayoría de los brotes!—, pero mientras porfiamos que si son galgos o podencos, sigue creciendo la presión en los hospitales y no dejan de bajar las persianas.

Andamos tarde, muy tarde, pero no proceden los lamentos sino los hechos. Que se hagan a un lado los exquisitos de los decimales jurídicos y, con ellos, los pescadores de río revuelto. Claro que no era el estado de alarma lo más deseable. Sin embargo, a la fuerza nos han ahorcado y ahora mismo es la herramienta legal que tenemos sobre la mesa. ¿Por seis meses, ocho semanas, cuarto y mitad? Tal vez proceda, simplemente, ir viendo cómo evolucionan los acontecimientos. Gestionémoslo sin aspavientos, honradamente y con la tarea repartida porque luchamos por un bien común. Abordemos la cuestión de una puñetera vez como una endiablada crisis sanitaria, la peor de nuestra Historia reciente, y no como una partida de ajedrez político. ¿Podrá ser?

Diario del covid-19 (37)

Trato de imaginarme mi primer vermú extradomiciliario en las circunstancias descritas por el birlibirloquero Sánchez anteayer y se me pone el cuerpo raro. Sé de entrada que deberá ser en el treinta por ciento de la terraza de un local hostelero. Puesto que seguirá imperando la distancia social de dos metros, si quedo con otra persona para la libación, deberemos ocupar, como poco, dos mesas, y sentarnos en diagonal. Ahí se me descoyuntan las matemáticas. Con dos o tres parejas quedaría completado el aforo que se le permitiría a la mayor parte de los bares que conozco. ¿Cómo deberían hacer cola los clientes que aspirasen a su consumición? ¿Cuánto espacio urbano podrían ocupar, teniendo en cuenta que en muchas calles las tabernas se suceden sin solución de continuidad? Todo eso, claro, sin plantear si a los propietarios les resultará rentable abrir, con todos los gastos que ello implica, para dar servicio a tan limitada clientela.

También es verdad, lo confieso, que mi reparo mayor es psicológico. Si coger una lata de atún en el súper me provoca taquicardia al barruntar lo que pueda llevarme a casa, me declaro incapaz de imaginarme posando mis labios en un vaso que ha sido utilizado vaya usted a saber por quién y por cuántos. Incluso sabiendo que lo han lavado a 80 grados. Maldita nueva normalidad.

Diario del covid-19 (13)

Una de las pandemias colaterales es la de las certezas irrebatibles. Si ya antes padecíamos a una caterva de tipos angelicales que no albergaban la menor duda sobre nada, se diría que el maldito bicho ha multiplicado el número de ventajistas que siempre se quedan con la parte ancha del embudo. Y lo definitivamente alucinógeno es que son sistemáticamente dueños de la razón incluso cuando defienden justo lo contrario de lo que pontificaron con vehemencia. Hablo, una vez más, de los negacionistas de anteayer, que lucen al mismo tiempo una piel finísima y un rostro de hormigón armado.

Ahí tienen a buena parte de los que no hace ni un mes aseguraban que no había lugar para el alarmismo porque detrás estaba el pérfido sistema capitalista que desde tiempo inmemorial ha utilizado el miedo como instrumento de dominio y control. Ahora que pintan bastos, acusan a las autoridades de pacatas y claman por la paralización total de la economía para salvaguardar la salud. Me apresuro a aclarar que, más por intuición que por hallarme en posesión de datos, sospecho que no está la lejos la toma de medidas más drásticas que las actuales. Los argumentos a favor de hacerlo me resultan interesantes, siempre y cuando no sean esgrimidos por tipos que saben que van a mantener su sueldazo incluso en el peor de los escenarios.

Crisis a la vista

Si no fuera por la rabia y la impotencia que provoca, tendría su punto cómico. Lo de anunciarnos las crisis por entregas, digo. Tengan la absoluta certeza de que nos va a caer otra porque los signos son un calco, casi una caricatura, de la vez anterior. Empiezan con un datito vago, siguen con media docena de indicadores que dan mala espina, un puñadito de desmentidos nada convincentes, un ramillete de correcciones de crecimiento a la baja o, por quedarnos en la fase en la que estamos, un llamamiento a ir apretando los esfínteres. A partir de ahí, efectivamente, toca rezar lo que sepamos y pedir que la guadaña se cebe con nosotros lo menos posible. Pero sí, dense —démonos— por jodidos: viene otra temporada de vacas flacas, o sea, de vacas convenientemente adelgazadas.

Les juro que soy muy poco dado a las teorías de la conspiración. Sin embargo, cuesta mucho no pensar mal cuando ves cómo se repite por enésima vez una coreografía que apesta a profecía que se cumple a sí misma. Anuncian que va a ocurrir y, efectivamente, ocurre, ensañándose siempre en los mismos, o en los siguientes en la lista, y pasando sin siquiera rozar a otros que, por lo visto, no nacieron para martillos. Ojo, que no necesariamente hablo de Ortegas, Roigs y demás archimillonarios. Unos cuantos escalones más abajo, hay una porción de suertudos sociales, es decir, económicos —muchos de ellos, los que más van a poner el grito en el cielo— que no solo se libran sistemáticamente del tantarantán, sino que les vendrá de perlas que bajen los viajes, los adosados, los coches, los gintonics y las raciones de ibéricos. Los demás, pónganse a temblar.