Riesgo de pobreza

Leo en un titular que en Gipuzkoa hay 120.000 personas en situación de riesgo de pobreza. En el primer párrafo resulta que en realidad son 90.000, porque las otras 30.000 que completan la cifra ya han caído bajo la línea de flotación y son pobres sin paliativos. En los territorios de alrededor salen números parecidos: decimal arriba, decimal abajo, un veinte por ciento de la población de la próspera Vasconia las pasa canutas. Oficialmente canutas, claro, porque por lo visto existen unos baremos pulcramente estandarizados para establecer quién sí, quién no, quién casi y quién ya veremos. Todo, con la frialdad aséptica de las herramientas estadísticas, que lo mismo te miden frecuencias de apareamiento que, como es el caso, estrecheces de bolsillo. Reducidos a un guarismo en una tabla, los seres humanos resultamos más aprehensibles, palabra que ni siquiera está en el diccionario porque se la inventó un sociólogo para decir finamente que podemos ser agarrados por nuestras partes y llevados a este o a aquel percentil.

Sin disponer de ese sofisticado instrumental de conteo y clasificación de mis congéneres, me atrevo a enmendar a la totalidad los datos con los que arrancaba la columna. De hecho, me sale el resultado exactamente inverso: diría que no más del veinte por ciento del censo está verdaderamente a salvo de tener apuros económicos. Las otras cuatro quintas partes vivimos —primera persona del plural— en permanente y quizá inconsciente riesgo de pobreza. Basta con se tuerzan un poquito las cosas para que nos quedemos descolgados del pelotón de los que todavía pueden permitirse el marianito y las rabas de los domingos. Dos, tres, cuatro meses sin cobrar y ya estamos ahí. No lo escribo para joderles el día ni para que se les ponga un nudo en el estómago pensando en lo cerca del abismo que cabalgamos. Se trata, simplemente, de tenerlo presente. Confieso que ni alcanzo a decirles para qué.

El modelo que…

Como es público, notorio y pepitorio, la culpa de todos nuestros males la tiene el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí. No hay sindicalista, tertuliero, portavoz político, aparcacoches o comadre de portería que no te lo suelte, venga a cuento o no, y acompañado de los aspavientos de rigor. Las conversaciones de ascensor han ganado mucho desde que a las muletillas habituales sobre el tiempo se ha incorporado la nueva cantinela que, por lo demás, tiene un notable efecto balsámico. Es pronunciar las palabras mágicas y sentirse con la conciencia fresca como el culo de un bebé recién bañado. Ya podían ser tan efectivos los bífidus del yogur, oigan.

Pero sin duda, lo mejor de este exorcismo que nos hemos apañado es que no conlleva compromiso de permanencia ni nos obliga a ser consecuentes con el contenido de la queja implícita expresada. Quiero decir que uno no tiene que devolver el Audi Q7, ni el cojo-smartphone, ni anular la reserva del restaurante ese donde cobran a millón las kokotxas embadurnadas en nitrógeno. Y como sé por dónde van a intentar pillarme, añado que en el más frecuente caso de que no se disponga de nada de lo anteriormente citado, tampoco se va a renunciar a tenerlo algún día. Sea en acto, sea en potencia incluso remotísima, el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí —tan perverso, tan malvado, tan cabrón— sigue siendo la luz que nos guía.

Ahí reside el drama de la media docena de personas que estarían dispuestas a probar una receta diferente. A la hora de la verdad, se quedarían tiradas como un calcetín detrás de la pancarta. Si afinamos el oído, pero sobre todo, si conocemos al prójimo y tal vez a nosotros mismos, seremos capaces de comprender que prácticamente nadie pide otro modelo. Lo que se demanda, en todo caso, es volver al que-nos-ha-traído-hasta-aquí, pero en su dulce y confortable versión de hace, pongamos, cinco o seis años, cuando las injusticias las sufrían otros.

Será por modelos

¿De qué hablamos cuando hablamos de modelos? Mayormente, de todo y de nada. Es un tema de conversación como otro cualquiera, una manera de echar el rato mareando una perdiz atiborrada de Biodraminas porque ya se conoce el percal, o una excusa para marcar un paquete ideológico que es puro relleno. De aire, para más señas. Diría mi difunta abuela que mientras nos enredamos con los modelos arriba y abajo, por lo menos, no estamos en la droga ni haciendo botellón. Hay que encontrarle el lado positivo a todo, aunque yo, que soy un agonías, opino humildemente que al tiempo que nos liamos entre galgos y podencos, los que no tienen ninguna duda al respecto aprovechan para comernos la merienda y para que lo oscuro camine sin remisión hacia lo totalmente negro.

Pero si hay que hablar, ea, hablemos. En primer lugar, ponga sobre la mesa cada cual el suyo. Sin trampas, sin faroles, sin subirse a la nube ni a la parra. Dígase de forma diáfana en qué consiste la maravillosa fórmula de la felicidad y la justicia universales. Poniendo plazos, detallando minuciosamente cada paso con su explicación correspondiente y, sobre todo, probando su viabilidad aquí y ahora. Sí, sí: aquí y ahora. No sirven como referencia ni los mundos de Yupi ni un día de estos. Buscamos algo que nos saque de donde estamos, puesto que lo único en que parecemos haber alcanzado un cierto consenso es en que la situación actual nos disgusta.

Tic tac, tic tac… ¿Vale decir que mi modelo es exactamente el que se opone al vigente o al que nos ha traído hasta donde estamos? Valdría, claro que sí, si fuera acompañado de una alternativa contante y sonante. Los blablablás y los eslóganes de quedar como Dios nos los sabemos todos de memoria. Lucen preciosos en los titulares y en las arengas, pero a la hora de llevarlos a la realidad se vuelven humo, los muy joíos. ¿La realidad? ¡Anda! Pero… ¿un modelo tiene que funcionar en la realidad?

La última crisis

De la última crisis salimos sin enterarnos. Un buen día —imposible recordar si era martes o jueves— extendimos la palma de la mano hacia el cielo y resultó que habían dejado de caer chuzos de punta. Así, sin más misterio ni parafernalia. Pudieron haber quedado en evidencia los profetas que habían ido vaticinando mil fechas diferentes para la resurrección o aquellos, más cenizos, que aseguraban que nunca volveríamos a ver el sol. Pudieron, sí, pero se salvaron de la rechifla porque en el mismo instante en que sentimos que cedía la opresión del pecho y del zapato, la memoria se nos volvió gaseosa. Todo ese tiempo de negrura y aflicción empezó a sernos ajeno hasta que se nos separó completamente del cuerpo, que de nuevo estaba de jota y con ganas de darse un homenaje. Nos aguardaba una prosperidad por estrenar. Nadie tenía un minuto que perder dejando fe de la penuria pasada, sus cómos y sus porqués. Ni por lo más remoto sospechábamos que no tardaríamos demasiado en necesitar aquellas lecciones que renunciamos a aprender.

Lo cuento con un lirismo que seguramente está de más y, de propina, lo cuento mal. La primera persona del plural con que arrancaba es clamorosamente falsa. Digo que salimos, cuando lo cierto es que muchos —muchísimos— no lo hicieron. La abundancia que ahora sabemos efímera ni les rozó. Se quedaron en la cuneta mientras algunos de los que les habían hecho compañía, por ejemplo, en la cola del paro decidían en los catálogos de Mundicolor si Punta Cana o la Riviera Maya. ¿Remuevo alguna conciencia social de nuevo cuño si descubro que ya entonces los bancos desahuciaban a porrillo y que, en lugar de solidaridad, había codazos para quedarse con los pisos que salían a subasta? Entre los mismos que no hacía tanto habían tenido el agua al cuello y alguno de los que probablemente hoy están a punto de ahogarse. De la última crisis salimos (no todos) sin enterarnos. Y sin memoria.

Maldita prosperidad

En los tiempos de la presunta bonanza —rasquemos y veremos que no fue tal— me dejé las cejas, las yemas de los dedos y la garganta gritando que aquello era Jabugo para hoy y chopped para mañana. Pasé por cenizo, agonías y, de propina, analfabeto funcional en materia macro y microeconómica. “Lo del ciclo alto y el ciclo bajo se ha acabado; estamos en una nueva era de crecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el peor de los casos”, llegó a decirme un cátedro de la cosa. Y tras él, otro, otro y otro más. Cada perito en finanzas que me echaba al micrófono me vendía la misma moto y me daba unos golpecitos metafóricos en el lomo para que me relajara y gozara de la abundancia. Lo que tenía que hacer era dar gracias al cielo o a Wall Street por haber alcanzado mi madurez en una época en la que los alquimistas del parné habían creado las habichuelas mágicas. En lo sucesivo, habría mucho y para todos. En unos años, el umbral de la pobreza lo marcarían el 4×4 y los quince días de rigor en Cancún o Punta Cana.

Lo amargamente divertido es que bastantes de esos profetas son los que ahora andan predicando el apocalipsis. La neodoctrina es el anverso exacto de la anterior: decrecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el mejor de los casos. Íbamos como cohetes a la estratosfera de la opulencia y de pronto nos encontramos de culo, cuesta abajo y sin frenos cayendo al abismo sin fondo de la miseria. “Nunca regresaremos a los niveles de renta y bienestar que tuvimos”, reza el mantra vigente.

La trampa está en el enunciado y, especialmente, en el uso a la ligera de la primera persona del plural. ¿Regresaremos? ¿Tuvimos? ¿Quiénes y cuándo? Los hay que ya estaban tiesos entonces y que lo estarán más en el futuro. Otros ya iban cuatro escalones por encima y en este instante sacan ocho o diez traineras a la media. ¿La media? Sí, esa es la que se ha dado con la realidad en el morro.

En sus manos

Qué tiempos aquellos en los que, por lo menos, el despotismo era ilustrado. Ahora, ni eso. Los que manejan nuestra barca son una panda de bodoques en los que es imposible distinguir si la ignorancia es más dañina que su maldad o viceversa. Seguramente ambas se complementan y se retroalimentan en una dupla mortal de necesidad. Lo tremendo es que se van superando en lo uno y en lo otro, como acaba de quedar certificado con el inmenso cagarro teórico-práctico evacuado para parchear el pufo chipriota.

Oiga, joven, un respeto, que está usted hablando de personas que le sacan dos y tres ceros en la nómina, por no mencionar los doctorados, másteres y postgrados… Precisamente por ahí va el drama. Cuando el sábado pasado nos desayunamos con el sapo del corralito que habían parido la madrugada anterior todos estos tipos con tantos títulos, hasta los que tienen el Marca como única lectura fueron capaces de imaginarse las consecuencias. Sin necesidad de recurrir a Krugman ni a Stiglitz, cualquiera con medio dedo de frente se olió el pan hecho con unas hostias. Para tapar un agujero de 10.000 cochinos millones de euros —calderilla en relación a las cantidades que se manejan habitualmente—, se corría el riesgo de palmar cincuenta veces más en el resto de la malhadada unión monetaria. Un padrastro en el dedo meñique del pie europeo amenazaba, joder con el efecto-contagio, con acelerar aun más el cáncer galopante de los órganos que acumulan años de castigo, léase España, Italia, Irlanda, Portugal, Grecia y quién sabe cuántos más.

Ni se les pasó por la cabeza a los genios de la lámpara que asistir al robo a los ciudadanos de Chipre podría provocar en el resto de estados una estampida para sacar de los bancos los últimos cuartos y ponerlos a buen recaudo bajo el colchón. 48 horas y varios destrozos irreparables después, la rectificación. Y si tampoco funciona, pues ya se verá. En estas manos estamos.

A qué llaman crecimiento

Menudo festín para los heraldos del apocalipsis y acojonadores compulsivos en general. Según el FMI, la economía española se va a pegar en 2013 un morrón todavía mayor que el de este año. Sobre 105 estados, este del que somos súbditos por imperativo ocupa el puesto 104 en el cuadro de crecimiento mundial. Sólo Grecia, ese infierno en la tierra, saca peores notas. En los puestos inmediatamente anteriores del pelotón de los torpes, Portugal, Chipre, Italia y Eslovenia, cuyas cifras vienen precedidas de un vergonzante signo negativo. Vengan unas orejas de burro y una motosierra para seguir recortando derechos a los zotes del planeta.

¿No sienten curiosidad por saber quiénes son los alumnos aplicados, el espejo donde debería mirarse la escoria internacional a la que pertenecemos? Pues vénganse a la parte alta del gráfico y admírense del pedazo 15,7% que va a crecer Mongolia, del 14,7 que medrará Irak o del 11 de escalada que le aguarda a Paraguay. Son los supercampeones del PIB ascendente. Tras ellos vienen Kirguistán, Mozambique, China, la República Democrática del Congo, Ghana, Turkmenistán y Costa de Marfil. Ya ven qué curioso. Con alguna leve salvedad, los Cuarenta Principales de la supuesta prosperidad son todos esos países de los que generalmente sabemos por sus guerras, hambrunas, matanzas de civiles indefensos, mafias instaladas en el poder, conculcaciones de derechos a tutiplén y, en general, injusticias sociales sin cuento.

Conclusión: cuando Lagarde y el resto de los señoritingos del FMI hablan de crecimiento, en realidad quieren decir desigualdad extrema, explotación impúdica y regreso a la edad media. El capitalismo cabrón del siglo XIX se antoja un paraíso en comparación con los modelos propuestos. Para dar el estirón y salir guapos en sus clasificaciones de comportamiento económico ejemplar hay que comer sin rechistar toda esa mierda doctrinal. ¿Estamos dispuestos a hacerlo?