‘Fariña’ fina

Agradezco con entusiasmo a la juez Alejandra Fontana y más todavía al ex cacique pepero de las Rías Baixas, José Alfredo Bea Grondar, en calidad de instigador, que a estas alturas de la liga haya cometido la enorme torpeza de ordenar el secuestro del libro de Nacho Carretero titulado Fariña. Entre mi monumental despiste para ciertas cuestiones y mi agenda —digamos— complicada, jamás hubiera tenido conocimiento de tal obra, de no haber mediado la bronca originada por el absurdo intento de la magistrada de ponerle puertas al campo. Ni siquiera la publicidad de la serie de televisión —bien hecha, pero creo que pierde respecto al libro— me habría empujado a comprar el magnífico trabajo de Carretero, con el que he disfrutado un potosí. Y creo no haber sido el único. Tanto en papel como en formato digital, las ventas se han multiplicado por ene gracias a la decisión judicial.

Efecto Streisand, creo que lo llaman en fino. En castizo, darle tres cuartos al pregonero. Menudo tolo, que dicen en mi querida Galicia, el tal Bea Grondar, que habría pasado desapercibido entre los mil choricetes citados en el texto. Otra cosa es que, pese al paradójico resultado promocional, no debamos perder de vista lo principal, es decir, que estamos ante un intolerable caso de censura. Incluso aunque todo haga indicar que no vaya a tener mucho más recorrido en tribunales, como tal hay que denunciarlo sin rodeos. Al tiempo, el asunto también nos vale para distinguir un verdadero ataque a la libertad de comunicación del intento de pillar cacho propagandístico haciéndose pasar por víctima de la tijera. Algún caso ya se ha dado.

La guerra de los taxis

Sigo con atención y cierta perplejidad lo que, con nuestro habitual gusto por la épica, los medios hemos bautizado como guerra de los taxis. Mi primer apunte del natural al respecto es que si hace apenas quince días el común de los mortales, empezando por el que suscribe, no tenía idea de la existencia de la tal plataforma Uber, ahora la conocen decenas de miles de personas. Efecto Streisand de manual, impagable e impagada campaña publicitaria para lo que, por mucha modernez que la envuelva, no deja de ser otra empresa más con su estrategia para conseguir cuota de mercado y, por descontado, ánimo de lucro.

Ahí entiende uno que debería terminar la bronca. Si compite y busca lograr beneficios, debe someterse a las mismas reglas que cualquier otra compañía: obtiene su licencia de actividad, cumple los requisitos concretos del sector, acuerda unas condiciones con sus trabajadores o colaboradores y, naturalmente, paga sus impuestos. Obviamente, el precio final del producto ya no sería tan atractivo y el negocio no resultaría tan redondo, gajes de la economía de mercado regulada.

Me sorprende de este caso —o quizá no— que los más progres del lugar se hayan erigido en defensores de los vivillos promotores del invento. Cual furibundos neoliberales de la escuela de Chicago andan pontificando que cada quien se lo monta como quiere, que el Estado no es nadie para meter sus zarpas en una iniciativa social (hay que joderse) y que lo que tienen que hacer los taxistas tradicionales es espabilar, o sea, currar más por menos. Y al de un rato, te los encuentras echando pestes del malvado capitalismo. Coherencia.

Calentando la pitada

Hace unos años, Barbra Streisand le montó una pajarraca de pantalón largo a un fotógrafo que había tomado imágenes aéreas de su mansión en la costa californiana para una campaña publicitaria. Todo lo que consiguió fue que las instantáneas que iban a ver un puñado de ojos acabaran siendo la comidilla mundial y que su casuplón secreto fuera conocido de uno a otro confín. Desde entonces, ese fenómeno que por aquí llamábamos “dar tres cuartos al pregonero” quedó bautizado oficialmente como Efecto Streisand. La lección no puede ser más simple: si no quieres que se enteren de que tienes un callo, no chilles cuando te lo pisen.

Parece mentira —o no— que con los trienios en la política que lleva a cuestas, la lideresa matritense Esperanza Aguirre desconozca el mentado Efecto Streisand y los peligros de apagar el fuego con gasolina. “Si hay parte de los aficionados que quieren silbar el himno en la final de Copa, pues mire usted, el partido no se va a celebrar, así de claro”, se engoriló ayer la señora de la Villa y Corte y alrededores. Un buen titular, de eso no hay ninguna duda, pero también una invitación en toda regla para que los hinchas del Athletic y del Barça se sientan aun más inclinados a enterrar el chuntachunta a grito pelado. El más irredento de los independentistas no habría cosechado tal éxito en su llamamiento a poner una pica en el Calderón, que ya puede estar construido a prueba de decibelios, porque tiene pinta que lo del viernes va a hacer época.

Cabe otra interpretación, más retorcida y por eso mismo, más verosímil. ¿No será que Aguirre y las plumas cavernarias que se rasgan ritualmente las vestiduras patrióticas por la que se avecina arden en deseos de que sus profecías apocalípticas se cumplan? Por ahí sospecho que va el envite. Cuanto peor, mejor. Sé que es una tentación darles gusto y liar la de San Quintín que ya están soñando. Pero sería un tremendo error.