Me quedo de largo con la RGI

Casi sin atención mediática, la semana pasada decayó en el Parlamento Vasco la iniciativa legislativa popular que solicitaba la implantación de una renta básica incondicional en la demarcación autonómica. Venía avalada por 22.075 firmas, cantidad muy meritoria, y contaba con el apoyo expreso de EH Bildu y Elkarrekin Podemos. El resto de la cámara, una mayoría amplísima y diversa en cuanto a discurso y bibliografía presentada en materia social, votó en contra. Pese al respeto que profeso a muchos de los impulsores —otros me parecen pancarteros bienquedas de aluvión—, yo también habría votado en contra. De hecho, radicalmente en contra.

¿Una cuestión de desinformación por mi parte? Más bien no, en este caso. Desde que escuché hablar de esta propuesta hará cerca de diez años, me he preocupado por documentarme y preguntar qué aporta entregar una cantidad equis exactamente igual a Ana Patricia Botín que a la persona que veo todos los días durmiendo junto a la sede de la Escuela de Ingeniería en Bilbao. Para mí sería igual que imponer a ambos las mismas escalas impositivas. No he obtenido una respuesta satisfactoria. Claro que hay una pregunta aún más definitoria: ¿Hay algún lugar del globo donde la experiencia haya funcionado? No. Nada ni remotamente parecido a lo planteado. No dejaré de escuchar argumentos, pero, mientras tanto, me remito a lo que, con sus posibilidades de mejora, ha demostrado que funciona: la RGI. Hay que ayudar directamente a quienes necesitan ayuda. Y hay que hacerlo, además, con un objetivo claro: sacarlos de la situación de exclusión, no hacer que se perpetúen en ella.

Otro día después

De 8 de marzo en 8 de marzo renuevo mi escepticismo, aunque voy dejando de preguntarme por qué en ciertos terrenos en lugar de avances, hay retrocesos. La respuesta, diría el inopinado premio Nobel, está soplando en el viento. Me refiero al viento por el que circulan las consignas que son casi letanías. Discursos por la igualdad en serie y régimen de semimonopolio, qué gran contradicción. Con su jerga cada vez más intrincada, con un número creciente de profesionales en nómina y/o con caché.

Campañas, lemas, pancartas. No, por supuesto que no sobran. Pero alguien debería pararse a pensar, o directamente a investigar cuánto, a quiénes y cómo llegan, no vaya a ser que volvamos a estar en el consumo interno o en la retroalimentación. Un grupo selecto produce eslóganes para sus integrantes, que se los repiten entre sí creando la (me temo) falsa sensación de ser partícipes de una idea universal. Sin embargo, a nada que se rasque, se comprueba que no es así. Fuera quedan las personas que en mi humilde opinión deberían ser las destinatarias de los mensajes. No hablo de machistas recalcitrantes e incurables, sino de hombres y mujeres —sí, ¡y mujeres!— que por razones que habrá que escudriñar, no se dan por aludidos y aludidas. O peor, se sienten definitivamente muy lejos de muchas de las proclamas en apariencia mayoritarias.

Por lo demás, y como he escrito un millón de veces aquí mismo, yo soy partidario de priorizar el hecho sobre el dicho. Urgentemente, además. Empezaría por la tolerancia cero, que en mi cabeza es cero absoluto. Sin excepciones, sin contemporizaciones, sin mirar hacia otro lado. Cero.