Morir en Afganistán

Nunca dejará de sorprenderme que los pintureros relatores de hazañas bélicas y glosadores de la grandeza militar reciban la noticia de una o varias muertes de los suyos en cualquier avispero como si se tratara del aterrizaje de una nave procedente de Júpiter. No sólo se asombran como si les pareciera algo inconcebible, sino que acto seguido se entregan a una llantina y a un desgarrado de vestiduras muy poco marcial. Cualquiera diría que pensaran que las partidas de tropas que se mandan aquí o allá en virtud de los equilibrios geoestratégicos van a un resort de vacaciones a participar en una competición internacional de Monopoly.

Va siendo hora de que alguien les explique que las llamadas Fuerzas Armadas son algo más que esas coreografías que montan a paso de la oca en plazas y avenidas o que esos teatrillos bautizados “maniobras”. Muy plástico y muy efectista, sí, conquistar el Gorbea y plantar una rojigualda en su cruz, sin otro peligro que pisar una boñiga. Es más jorobado largarse una proeza del pelo en una aldea montañosa de Afganistán, donde el enemigo -qué putada, mi brigada-, además de no ser imaginario, gasta muy malas pulgas.

Es lo que tiene la guerra, mecachis, que por puro cálculo de probabilidades, hay muchos boletos para morir o perder unos trozos de la anatomía en ella. Si un currela que se trepa a un andamio tiene asumido que cada vez que lo hace se está jugando un pierde-paga contra la estadística, alguien que se dedica vocacional y/o profesionalmente a la milicia debería ser consciente de los riesgos de su gremio.

¿Tan extraño resulta que los novios de la muerte acaben casándose con ella? Por lo visto en las primeras de muchos periódicos y en las piezas machaconas que nos han puesto en los telediarios, tiene toda la pinta de que así es. Y no parece que la reiteración en el mismo hecho sirva para aprender la lección ni mucho menos para evitar que se repita.