A propósito de Maza

Hace un año no sabía absolutamente nada sobre José Manuel Maza. Luego supe muchas cosas. Hasta la penúltima, su impactante muerte de un rato para otro a 10.000 kilómetros de su casa, y la última, que aún no se ha detenido, la torrentera de bilis y almíbar que ha seguido al instante en que se conoció la noticia. Diatribas furibundas y exagerados cantares de gesta se impusieron al estupor del primer segundo, y ahí continúa cada quien desde su trinchera respectiva, entre olés alborozados y lamentos en do mayor, componiendo una especie de milhojas fúnebre en el que se alternan una capa de panegírico y otra de invectiva. Ha pasado el tiempo en que todos los difuntos eran buenos, supongo que hay tomarlo por avance.

¿Y usted, columnero, es de los que lo sienten o de los que lo celebran? Como imaginarán especialmente los que se pasan con cierta frecuencia por estas líneas, ni lo uno ni lo otro. No me sale —y no pienso esforzarme para que me salga— nada remotamente parecido a un lamento, pero por pura urbanidad, carezco igualmente del cuajo necesario para brindar por el tránsito al otro barrio del fiscal general. Como mucho, me asalta un pensamiento sobre cómo puede influir en los mil asuntos literalmente “de Estado” que tenía entre manos mientras todavía respiraba.

Y lo siguiente es una reflexión, seguramente pedestre, sobre la literalidad del tópico que sentencia que no somos nada. Tanto afán, tanto ahínco, tanto ardor, tanta vehemencia en cumplimiento de lo que uno entiende como deber, para que eso se convierta en anecdótico porque el destino o un germen cabrón hace que la diñes al otro lado del charco.

Elogios envenenados

¡Revuelta en el frenopático! Mariano Rajoy y Brey, el sulfurador y sulfatador de todos los sueños de Levante a Poniente pasando por Garisoain e Ibarrangelua, encarnación del mal y de la patronal, mandarín del partidomáscorruptodeEuropa (léase del tirón), amén de presidente de la indivisible nación española, ha echado un requiebro saleroso, a modo de machito de andamio, al PNV, al Gobierno vasco y, personalizando más, al lehendakari.

Aunque cada titular lo resumió a su manera, como ya saben o se imaginan, lo que vino a hacer el indolente de Pontevedra fue contraponer al niño malo Puigdemont con el niño bueno Urkullu. Así, el primero, que no deja de darle disgustos, no va a conseguir con sus travesuras más que unos azotes, quedarse sin postre y dejar sin él también a quienes le siguen en las trastadas. Mientras, el segundo, tan sensato, tan aplicado, tan atento a razones, logrará buena parte de lo que pide.

De aquí a Lima, un abrazo del oso en toda regla. Un elogio envenenado como un piano, lanzado no con intención laudatoria, sino para hacerle un siete al lisonjeado. ¡Qué bien conocen los arúspices marianos que pusieron esa carga de profundidad en el discurso de su jefe a los escandalizables de pitimí que se iban a hacer lenguas del arrumaco! Fueron en tropel como moscas a un hermoso zurullo, armados de toda la impedimenta demagógica de rigor a decretar que no hay peor delito que recibir un halago de Rajoy. Dos días antes, el Sociómetro contaba que por primera vez en diez años los vascos están contentos con la situación política y el Euskobarómetro elevaba a 30 los escaños del PNV. ¿Nadie lo pilla?