Reflexión francesa

Tras el susto francés, procede una reflexión. De entrada, sobre la verbena de los titulares que ha provocado por aquí abajo la victoria de un señor al que hace un ratito no conocía nadie al sur del Bidasoa. “Francia liberada”, se albriciaba sin sentido del pudor un diario de los alrededores, mientras otros daban las gracias en el idioma de Moliere o anunciaban el fin de los días del radicalismo populista o del populismo radical, no sé muy bien. Tremendos excesos, solo a la par de los heraldos del apocalipsis que proclaman la llegada del anticristo ultraliberal a lomos del caballo de Troya de la democracia. Qué poco disimulaban los joíos que en el fondo les habría encantado la victoria de Marine Le Pen, musa de Verstrynges que tiran al fascio como las cabras al monte.

¿Y hay motivo para tanta pirotecnia a diestra y siniestra? Me da que ni tanto ni tan calvo, pero no se lo podría certificar y, mucho menos, documentar. Ojalá estuviera iluminado por la misma sabiduría que quienes sin ningún lugar a dudas van soltando esta o la otra profecía, sin pararse a pensar en que han pifiado todos y cada uno de sus anteriores vaticinios. Me limitaré, y más por intuición que por conocimiento de causa, a acoger de buen grado la victoria de Macron por lo que evita y, especialmente, porque es lo que han querido los votantes. A partir de ahí, me siento a ver qué ocurre en los próximos capítulos, empezando por las legislativas que tocan dentro de un mes, sin pasar por alto que hay más de diez millones y medio de personas que, seguramente sin ser fascistas de manual en su mayoría, han apostado por el Frente Nacional.

Macron no es Le Pen

Es curioso cómo cambian los sermones. Antes de la primera vuelta de las presidenciales francesas, la obsesiva martingala era que había que evitar a toda costa una victoria de Marine Le Pen. A la vuelta de cada esquina había un profeta anunciando con los ojos fuera de las órbitas las mil y una plagas que sobrevendrían a la llegada al Elíseo de la candidata del Frente Nacional. En cuanto las urnas dejaron a la doña con unos números que, sin ser ni mucho menos malos, parecen alejarla de su objetivo, el pánico impostado se desvaneció para dejar paso a los campeones intergalácticos de la superioridad moral.

La nueva letanía es, como ya anotamos aquí entre la risa floja y el llanto inconsolable, que da lo mismo votar a la extrema derecha desorejada que a un tipo al que en tres asaltos se le ha hecho el traje de neoliberal de caricatura. No crean que no me da rabia conceder la razón a mi nada estimado Fernando Savater: qué diferencia entre lo que se quiere y lo que se quiere querer. O, más sencillamente, entre lo que se proclama con la bocaza y lo que secreta y vergonzosamente se desea.

Estamos en un cuanto peor mejor de libro. Más patético, si piensan que no les hablo de ciudadanos franceses con derecho a sufragio (que al fin y al cabo se juegan su futuro y sus cuartos), sino de cómodos pontificadores que desde el sur del Bidasoa arreglan las vidas ajenas en un par de tuits o sentencias jacarandosas. Siguiendo su propio modus operandi, resulta tentador fantasear con el que sería enésimo patinazo de las encuestas. Bien es verdad que si se diera el caso, correrían a berrear que ya lo habían advertido.