¡Pobre Albert!

Les pido siquiera 59 segundos de silencio por Albert Rivera. El que queda para completar el minuto pueden emplearlo en una estentórea carcajada a la salud (o así) del político hispanistaní que desde hace unos meses tiene por banda sonora un tango de Gardel con letra de Lepera. El chaval del Ibex (si es que sigue siéndolo) va de cráneo, cuesta abajo en la rodada, alternado las meteduras de cuezo con las de zanco, y estas, con cagadas bíblicas. Quién ha visto y quién ve al petimetre naranja del verbo florido (bien es verdad que topicudo y superficial) balbuceando sinsentidos ante cada alcachofa que le plantan frente al morro.

Empieza a dar tanta pena como grima en su papel de boxeador sonado, sin saber si la sombra que pretende golpear es la de Sánchez, Casado, Torra o Iglesias. Y la cosa es que todos los mentados le han birlado los Donuts y la cartera. En las mismísimas narices, además, y cuando ya se veía —y le veíamos, no nos engañemos— tocando pelo gubernamental, devenido en híbrido de Suárez y Macron. Pero, en la enésima reedición del cuento de la lechera, el cántaro se le hizo añicos en el recodo más insospechado del camino. La moraleja vuelve a ser que hasta el rabo todo es toro y que en política, igual que en la misma vida, no siempre ocurre lo que parece impepinable. Claro que eso mismo se puede interpretar también a su favor. Igual que el difunto y enterrado Pedro Sánchez venció dos veces al que parecía su destino manifiesto o que el pan sin sal Casado se merendó al aparato pepero, media docena de carambolas que ahora no nos imaginamos podrían devolver a Rivera al centro del tablero. No se fíen.

Naranja come azul

De esas cosas divertidas que (todavía) ocurren en la política española: la bronca, cada vez menos sorda, entre el PP y Ciudadanos. Las lentejas se están pegando. Pues déjalas a ver si se matan. Metafóricamente, quiero decir, que enseguida viene un propio de la Audiencia Nacional a tomarte al pie de la letra.

Quién nos iba a decir que el experimento se iría de las manos y, a lo tonto, a lo tonto, tendríamos con las canillas temblonas a los berroqueños genoveses, tan acostumbrados a bregar lo mismo con pufos judiciales del quince en sus filas que con disolventes catalanes. ¡No te joroba que el Podemos de derechas fecundado in vitro va y se crece hasta amenazar con robarle la cartera a la costilla pepera de la que se hizo a imagen y semejanza del Ibex 35! Si es por El País y sus encuestas forofas, los pitimís naranjoides serían primera fuerza ya, y con territorio por delante para sacar aún media docena de traineras al partido que a la hora de escribir estas líneas mantiene el control del Consejo de ministros.

Es verdad que no es la primera vez que tanta euforia demoscópica para los rivéridos se queda en gatillazo a la hora de contar votos de verdad. Con todo, uno tiene una edad, y recuerda, allá por 1982, la estrepitosa debacle de la UCD. De 168 escaños, casi mayoría absoluta, a 11. No fue exactamente de un rato para otro, pero los sufragios en fuga recalaron en Alianza Popular, luego recauchutada en PP. La derecha en España ni se crea ni se destruye. Se transforma, y en cada reencarnación afina su carácter ultramontano. Por lo que pueda pasar, mejor estar prevenidos. Lo peor está por venir, me temo.

Encuestas y caprichos

Si siempre es entretenido mirar encuestas, echar un vistazo a las que se han publicado de cara a las elecciones impuestas del 21-D en Catalunya procura una diversión superlativa. Por lo menos, para los frikis de la cosa político-demoscópica (o viceversa), como este que suscribe, que ha disfrutado con cada barómetro de parte como hacía tiempo que no recordaba.

¿De cada parte? Bueno, empecemos aclarando eso, que también tiene su miga. Una de las dos presuntas partes, la soberanista, se ha cuidado mucho de airear sondeos. Me dirán que eso es porque la potencia mediática y económica está al otro lado, pero no es cierto del todo. De hecho, es uno de los mitos falsos que, como tantos otros, nos tragamos sin pestañear. En el bando que apuesta por el adeu a España hay unos cuantos medios de comunicación con una enorme potencia de fuego. Sin ellos, y por mucha que sea la fuerza de la base social, habría sido imposible llegar a donde se ha llegado. Algún significado debe de tener que estas cabeceras no hayan dado el do de pecho en pronósticos. Quizá sea solo que el 155 ha menguado el chorro de pasta, pero eso ya es significativo.

En el flanco unionista, a cambio, sí ha habido profusión de vaticinios. Ni siquiera diría que con cocina. A la vista de los resultados y, sobre todo, de cómo se han ido suministrando las sucesivas dosis de buena ventura, parece claro que lo de menos han sido los muestreos. Los titulares han salido, como diría Butano, del forro de los caprichos de los tituladores. Y ese capricho, haciendo la media de lo que sacan unos y otros, es que Arrimadas se va a salir de la tabla. Pues vale.

Elogios envenenados

¡Revuelta en el frenopático! Mariano Rajoy y Brey, el sulfurador y sulfatador de todos los sueños de Levante a Poniente pasando por Garisoain e Ibarrangelua, encarnación del mal y de la patronal, mandarín del partidomáscorruptodeEuropa (léase del tirón), amén de presidente de la indivisible nación española, ha echado un requiebro saleroso, a modo de machito de andamio, al PNV, al Gobierno vasco y, personalizando más, al lehendakari.

Aunque cada titular lo resumió a su manera, como ya saben o se imaginan, lo que vino a hacer el indolente de Pontevedra fue contraponer al niño malo Puigdemont con el niño bueno Urkullu. Así, el primero, que no deja de darle disgustos, no va a conseguir con sus travesuras más que unos azotes, quedarse sin postre y dejar sin él también a quienes le siguen en las trastadas. Mientras, el segundo, tan sensato, tan aplicado, tan atento a razones, logrará buena parte de lo que pide.

De aquí a Lima, un abrazo del oso en toda regla. Un elogio envenenado como un piano, lanzado no con intención laudatoria, sino para hacerle un siete al lisonjeado. ¡Qué bien conocen los arúspices marianos que pusieron esa carga de profundidad en el discurso de su jefe a los escandalizables de pitimí que se iban a hacer lenguas del arrumaco! Fueron en tropel como moscas a un hermoso zurullo, armados de toda la impedimenta demagógica de rigor a decretar que no hay peor delito que recibir un halago de Rajoy. Dos días antes, el Sociómetro contaba que por primera vez en diez años los vascos están contentos con la situación política y el Euskobarómetro elevaba a 30 los escaños del PNV. ¿Nadie lo pilla?

¡Campaña y se acabó!

Al final, tampoco ha sido para tanto. La campaña que se acaba hoy, digo. Estaba el miedo a la contaminación del pifostio español, y la cosa se ha quedado en casi nada. Cierto, no porque no lo hayan intentado los recalcitrantes visitantes de las cuatro franquicias españolas. Para nota, de hecho, el intento a la desesperada de Pedro Sánchez, en fase regresiva a Ken y copiando el tono no se sabe si a Félix Rodríguez de la Fuente o a DJ Pablo, postulándose desde Portugalete como alternativa al que le suda el yameentienden que haya o no terceras elecciones. Y aun así, poco parece que va a rascar entre nosotros, más allá de unos titulares de aluvión y unos blablablás de los todólogos de guardia. Que le aproveche.

Por lo demás, y quizá habla por mi una suerte extraña de síndrome de Estocolmo, no ha faltado entretenimiento a esta quincena de veda abierta para la caza del votante. Las gildas como mejor oferta, el euskera convertido en asustabobos, el desempoderamiento más descaradamente empoderado (o viceversa), los desahucios trucados para el selfi de rigor,  y la letanía falsaria que asegura que lo que importa es la economía. Queda todo eso como tachuelas coloreadas de las que empezaremos a olvidarnos en medio rato.

Venga, va, y también el momentazo del debate, ese silencio torpón que se tornó en Pili, levántate y anda. Pena que no tuviéramos ocasión de asistir a la recíproca porque hay cosas que todavía no se pueden decir. Y como argamasa para dar sentido a todo, esas encuestas que han sonado a peligroso canto de sirenas para la fuerza señalada obstinadamente como vencedora de largo. Cualquiera se fía.

Demoscopia parda

Como ocurre tras cada cita con las urnas, no hay piedra real o metafórica bajo la que no aparezcan racimos de artículos de opinión con el originalísimo titulo “Por qué han fallado las encuestas”. Los hay, no lo negaré, que resultan de notable interés o, como poco, lo suficientemente amenos como para invertir en ellos unos minutos de vellón. Echen un ojo, por ejemplo, a los que firma Jon Urresti, y verán cómo asienten cuatro o cinco veces antes del punto final. Sin embargo, la mayoría tienden a derrotar por el carril del topicazo y se basan en el ventajismo de quien, una vez vistos los pelendengues de la res, dictamina que es toro.

En mi condición de escéptico tirando a agnóstico de la demoscopia, comienzo negando la mayor. O por lo menos, dudando. Tengo para mi —cómo mola emplear expresiones de columnero pata negra— que una buena parte de los sondeos aparentemente más disparatados no solo no han fallado sino que han acertado de pleno. No hablo del pronóstico de los datos sino de la finalidad con la que se divulgaron. Aquellos que pretendían infundir el miedo a Podemos para provocar el voto al PP han hecho bingo. Ídem de lienzo los que engordaban a los morados con el propósito de evitar el traído y llevado sorpaso al PSOE.

Por la misma lógica pero a la inversa, se han estrellado las encuestas que llevaban a la estratosfera a las huestes de Iglesias con el objetivo de que la profecía se cumpliera a sí misma. Y luego había otras que presentaban unas siglas (¡o unas frutas!) seguidas de unas cifras al buen, mal o regular tuntún. Estas ni han fallado ni han acertado. Simplemente no eran encuestas.

Creer o no creer

Sobredosis de encuestas. De todos los colores. Para (casi) todos los gustos. Con victorias en este lugar, derrotas en aquel otro y cuarto y mitad en el de más allá. ¿Creer o no creer? Esa podría ser la cuestión. Claro que también cabe acogerse a la ley del embudo, como el candidato del PSE a la alcaldía de Bilbao. El día del inicio de campaña le preguntaron a Alfonso Gil por los buenos resultados que le vaticinaba el CIS a su partido en España. “Un chute, una alegría, la demostración de que el 24-M vamos a ser la gran sensación”, respondió. Mi compañera Lorena Begué le recordó entonces que esa misma mañana había salido el estudio del Gabinete de Prospecciones sociológicas del Gobierno vasco, que preveía una pobre cosecha socialista en los tres territorios de la CAV y sus respectivas capitales. Sin siquiera carraspear, Gil sentenció que él es muy escéptico con las encuestas. “La única que vale es la del día de la votación”, remató con lo que, siendo un tópico, no deja de ser también una verdad esférica.

Esa es la actitud. Cada cual debe creerse las buenas para sus siglas y desdeñar las regulares y las malas. Por lo menos, si nos referimos a las que salen a la luz. Las encuestas que se publican, ya sean las de los organismos oficiales o las que encargamos los medios, siempre tienen un fin. Y no piensen mal, porque puede ser, sin más, vender más periódicos o alcanzar cierta repercusión. Estas, como mucho, sirven como entretenederas. Las que verdaderamente tienen sustancia son las que jamás llegamos a ver. Se quedan en el secreto de los aparatos y, a diferencia de las otras, muy rara vez fallan.