Solo una entrevista más

Calculando por lo bajo, en mi ya moderadamente larga carrera profesional, le habré hecho unas 25 entrevistas a Arnaldo Otegi. Unas han sido de carril y otras con algo más de sustancia. Ninguna, se lo juro por el Dios de los plumíferos, ha incurrido en el blanqueamiento. Ni en el ennegrecimiento, ojo. El género no está ni para lo uno ni para lo otro. La cosa va de preguntar con más o menos tino, escuchar la respuesta y, si es el caso, volver a preguntar o pasar a la siguiente línea del cuestionario. A veces la cosa fluye como una conversación natural, mientras que en otras ocasiones se ronda el interrogatorio, el test, el juego de frontón o el cansino paseo por lo requetetrillado. Y eso pasa con Otegi, con Ortuzar, con Sémper o con quien se tenga en la alcachofa de enfrente.

Les arreo esta chapa introductoria porque sigo sin salir de mi pasmo ante la bronca de diseño que ha provocado la presencia del coordinador de EH Bildu en un programa de la televisión pública española. Manda bemoles que lo que por estos lares hace lustros no llama en absoluto la atención origine un cristo del quince si se da en la villa y corte de la hispanitud. O mandaría. Como vamos para talluditos, ya no nos pilla por sorpresa el rasgado ritual de vestiduras de los que viven de los pifostios de plexiglás. Que les ondulen con la permanén a los hiperventiladores fingidos. Ladren y ladren y vuelvan a ladrar, que ni por el forro tomaremos por auténtico su cabreo. Y si lo es, peor para ellos. Elijan entre tila y Lexatín. Otra cosa son mis presuntos compañeros de gremio que se escandalizan por la naturaleza misma de su curro. Qué pena.

Éxito indiscutible

Algo tendrá el agua cuando la bendicen. La entrevista de Jordi Évole a Arnaldo Otegi cosechó en Euskal Herria un 30 por ciento de share. Creo que ni La que se avecina ni Mujeres y hombres y viceversa han llegado ahí. Algún partido de la Champions o de la selección —ejem— española, como mucho, o, según me anotaba ayer Xabier Lapitz, aquel castizo tête à tête tabernario entre Albert Rivera y Pablo Iglesias, también de la mano del mago televisivo de Cornellá de Llobregat. Y eso, contando solo con los que se inyectaron el programa en vivo y directo. Añadan a quienes se lo atizaron en segundas nupcias o a los millones de personas que han sabido de la cosa en los innumerables refritos que hemos hecho los demás a rebufo, y las cifras rondarán las que dan fe de un fenómeno mediático incontestable.

¿Por qué lo es? En la misma pregunta está casi toda la respuesta. El solo hecho de que nos la estemos planteando legiones de opinateros es la prueba del nueve. Bien es cierto que esta misma tarde, si es que no ha ocurrido ya, el furor decaerá y dará paso a una nueva entretenedera de mogollones, quién sabe cuál. Quizá otra vez los refugiados, el señor equis que dicen que también tiene su línea y cuarto en los papeles de Panamá, Piqué enseñando el níspero en Periscope o lo que se tercie. Pero hasta que se produzca —insisto, si es que no se ha producido ya— el cambio de guardia de la atención popular, que les vayan quitando lo bailado a Évole y Otegi, copartícipes de un éxito que admite poca discusión. Otro asunto es que la traducción automática sea una victoria electoral por goleada. Eso habrá que verlo.

Calimero Monedero

A medio camino entre la severa (auto)disciplina y el capricho diletante, me he tragado entera la conversación entre Fernando Berlín y Juan Carlos Monedero que a la larga (en realidad, a la corta) provocó el sacrificio más o menos ritual de este último. Medidos desde el saludo a la despedida, son apenas quince minutos. Lo apunto mostrando mi dedo corazón enhiesto a todos los lamelibranquios que ante los entrecomillados del diálogo que han reflejado los medios, sostienen que son mentira y que para comprobarlo “basta escuchar los 43 minutos” de la charla. Como ellos no lo han hecho, no saben los osados gañanes que el archivo que está circulando incluye otros contenidos del programa La cafetera. No es una anécdota, sino de nuevo, una categoría. Es el modus operandi habitual: la trola es la forma más efectiva de denunciar a los troleros. Lo peor es que cuela.

¿Pero decía o no decía lo que fue a los escandalosos titulares? Hombre, que algunas cabeceras aprovecharon para forzar la literalidad parece evidente. Pero no crean que tanto. Y hay un hecho difícilmente rebatible: si la cosa terminó en dimisión cinco horas después de haber porfiado que la adhesión seguía intacta, algo gordo vería alguien en la rajada.

Más allá de los lamentos y las cargas de profundidad a sus conmilitones, yo me quedo con las partes de la entrevista en que Monedero la coge llorona —¡Ay, Calimero incomprendido!— por la lluvia de bofetadas recibidas por estar en la primera línea de un partido. Con tono munillesco asegura que eso no se lo esperaba. Lo dice alguien, hay que joderse, al que le pagan millonadas como asesor político.

La espantada de Pablo

Que te cancelen una entrevista de víspera es una faena del quince. Lo he sufrido unas cuantas veces, y por eso sé que repatea todavía más cuando la desconvocatoria va acompañada de excusas de chichinabo como las que puso Iglesias Turrión para hacerle la ele al programa sabatino de Telecinco. Y ante la previsible acometida de furibundos fanboys y fangirls de la cosa morada, aclaro que, efectivamente, no teniendo casi ningún respeto por la cadena de marras, en este caso le concedo más credibilidad a su versión que a los pobres —¡y contradictorios!— pretextos que han ido espolvoreando desde la formación del entrevistado a la fuga.

Como tantas veces, para comprenderlo mejor, esto habría que verlo con otro protagonista. ¿Qué estaríamos diciendo si la espantada la hubieran dado Rajoy, Ken Sánchez, Rosa de Sodupe o cualquiera de los líderes de los partidos supuestamente convencionales? He ahí el quid de la cuestión: que en su meteórica carrera, de unas semanas a esta parte, Podemos se ha vuelto de un convencional que asombraría a sus propios seguidores si conservaran medio gramo de capacidad crítica.

Aparte de haberse dotado de una estructura orgánica tan corriente y moliente como la de la mayoría de los partidos, la deriva hacia la zona gris ha cantado la Traviata en la últimas declaraciones del líder carismático. De tener una solución mágica para todos los problemas, Iglesias ha pasado al “ya veremos”, “tomaremos las medidas oportunas” o, al borde del despiporre, “lo consultaremos con los mejores expertos”. Y él, que es un rato listo, se ha dado cuenta de que se está notando. Por eso ha hecho mutis.