3.300 personas escoltadas

Empezaré por el final. De hecho, por el final del final, es decir, por determinados comentarios que sé que inevitablemente recibirán estas líneas. Ojalá fuera una venda antes de la herida, y no la confirmación regular y hasta cansina de la brutal cantidad de tipejos que aún justifican el matarile a granel que practicó ETA. ¡Ah, claro, el de ETA! ¿Y qué pasa con el de…? Exactamente a eso me refiero, a la mandanga argumentativa que disculpa a unos sanguinarios sin matices pretextando que los de enfrente no eran mancos.

Pues no, no cuela. No hay absolutamente nada que sirva como pretexto o contrapeso a la incontestable injusticia que supuso que entre 1990 y 2011 en este trocito del mapa hubiera 3.300 personas escoltadas las 24 horas del día. Lo recoge el informe que ha elaborado el Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe de la Universidad de Deusto por encargo de la Secretaría para la paz y la convivencia del Gobierno vasco. Me consta que varios lectores conocen en dolorosa carne propia de qué hablo. Al resto le pido que trate de imaginarse lo que es no poder siquiera bajar a tirar la basura sin compañía. Quizá provocando un grado de incomodidad mayor, les invito no ya a imaginar, sino a recordar —porque seguro que lo han vivido— cuántos se cambiaban de acera al ver aparecer a esta especie de leprosos sociales. Eso, si el valiente del lugar, siempre en compañía de otros de su ralea, no les soltaba las bravuconadas de rigor.

Así que podemos silbar a la vía, tirar del comodín de las otras injusticias impunes o incluso negarlo, que seguirá siendo vergonzosamente cierto que ocurrió. Y apenas ayer.

Fiscales sin escolta

El Gobierno vasco ha confirmado a los fiscales jefes de la Comunidad Autónoma que se les retira la escolta. Leo una y otra vez el titular, y me pregunto cuánto de noticia hay tras el enunciado. No diré que nada, porque supongo que el dato tiene unas migas de relevancia. Si los medios contamos que hace calor en agosto o que nieva en enero, por qué no informar sobre un hecho de poco más o menos la misma enjundia. Dos años después del anuncio del cese definitivo de las acciones de ETA, casi cuatro desde el último atentado mortal de la banda, con la certidumbre absoluta y policialmente comprobada de que han desaparecido las amenazas, no parece que haya nada raro en prescindir de un servicio que ha dejado de ser necesario. Menos, si otros objetivos igual de señalados llevan unos meses sin protección. Y si mencionamos la situación económica en la que nos encontramos, con tijeras que rasgan sin mirar qué órganos vitales pueden afectar, sobra definitivamente cualquier explicación.

¿Por qué, entonces, se nos quiere deslizar la impresión de que estamos ante una actuación que atiende a pérfidas y oscuras intenciones? Barrunto que por media docena de motivos, de los que no es el menor la cantidad de malos vicios adquiridos en los días del plomo y la sangre derramada a espuertas. No creo que nadie con un gramo de corazón niegue que durante muchos años las escoltas han sido indispensables. Tampoco hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar lo que a los miles de amenazados les suponía vivir permanentemente atados a una sombra. Sin embargo, como la condición humana es así y aunque sea una de esas cuestiones cuya sola mención incomoda, cualquiera con ojos ha podido ver a guardaespaldas convertidos en chóferes, secretarios o recaderos. Habría que preguntar a los enfadados fiscales jefes y a otros quejosos miembros de la cúpula judicial si lo que reclaman es una escolta o un asistente personal.

Polémicas añejas

Lo del viejo tiempo que no acaba de morir y el nuevo que no termina de nacer es algo más que un tópico. Si nos miramos al espejo y al ombligo, comprobaremos que ahora mismo estamos exactamente ahí, en una suerte de tierra de nadie de nuestra Historia que nos resistimos a abandonar. ¿Por miedo? ¿Por pereza? ¿Por comodidad? Tal vez, mezclando lo uno y lo otro, por simple inercia. Llevamos tantas lunas volteando la sobada noria, que las piernas se resisten a describir una tangente y enfilar de una puñetera vez hacia ese futuro que decíamos soñar.

Nunca daremos el paso definitivo si seguimos anclados a los tics y a las polémicas del pasado. La que ha surgido a cuenta de la presencia o la ausencia de escoltas en los ayuntamientos huele a rancio que echa para atrás. Medio gramo de empatía y otro medio de sentido común habrían bastado para evitarla, pero no parece que nadie haya estado por labor. Y “nadie” es, literalmente, “nadie”. Si fue un error estrenar una legislatura con una medida que no era en absoluto urgente y que se podía haber adivinado a quiénes les iba a despertar la gula, ha sido todavía peor la rubalcabada de amenazar con una ley que desfaga el entuerto en diez minutos.

Inaugurado el lodazal, los argumentos razonables han quedado fuera de juego. Recordar que en el mismo Parlamento vasco ya impera una norma así o que hace nueve años el alcalde -entonces, socialista- de Santurtzi aprobó lo mismo sin la menor bulla te convierte en enemigo de los tirios. Pero si señalas que en este minuto del partido hace más falta que nunca demostrar que no nos es ajeno el sufrimiento de las personas amenazadas, son los troyanos los que te ponen en la lista negra. Y si expones las dos cuestiones, eres algo peor a ambos lados de la barricada: un cobarde equidistante.

Debe de haber una forma de romper esta diabólica espiral que nos devuelve una y otra vez adonde ya hemos estado. ¿Queremos encontrarla?