¿Cómo se aprueba en madurez?

Por alguna razón, los gestores de la Educación de cualquier gobierno español independientemente de sus siglas sienten la necesidad de cambiar las normas cada rato. Ocurre con las grandes leyes que, en realidad, son sucesivas contrarreformas, pero también con los reglamentos de cada una de ellas. Así, ahora que se debe aterrizar la recién aprobada LOMLOE, más conocida como Ley Celaá, nos encontramos en los titulares las ocurrencias más recientes del equipo de expertos del ministerio, que nunca defraudan. Esta vez la petenera por la que han salido es el aguachirlado de los suspensos. La intención de lo que se asegura que todavía es un borrador es que se pueda pasar de curso en primaria y secundaria hasta con tres asignaturas no aprobadas. Sí, nada más y nada menos que tres. La decisón final dependerá de un comité de cada centro que deberá establecer si el alumno o la alumna en cuestión acredita la suficiente madurez para promocionar al siguiente nivel. Así, a primera vista, no se diría que el método va en la línea de la búsqueda de la excelencia con la que tanto nos dan la matraca. En todo caso, es una forma de reconocer que buena parte de los contenidos de los programas educativos son perfectamente prescindibles y que la evaluación basada en los exámenes clásicos debería pasar a mejor vida de una vez. Otra cuestión es encontrar una alternativa razonable, viable y sobre todo, justa para determinar no solo el paso de curso sino los méritos concretos y diferenciales de cada estudiante. Es algo que se busca desde que yo estaba en un pupitre, mucho me temo que sin resultados. Por eso vamos de parche en parche.

Diario del covid-19 (43)

Desde que empezó todo esto, no he dejado de mostrar mi admiración por la enorme responsabilidad con que, según mi opinión, la mayoría de la población estaba cumpliendo con las normas del confinamiento. De hecho, sigo defendiendo que sin ese esfuerzo colectivo con sus sacrificios añadidos —tampoco hablaré de heroísmo— hubiera sido imposible llegar al punto en el que nos encontramos, con la curva en vías de domesticar y cifras notablemente más bajas que hace solo un mes. Sin duda, nos hemos ganado el alivio del encierro, y el otro día, tras mi primera temerosa salida a hacer deporte, me pareció que íbamos a ser capaces de gestionar adecuadamente los primeros sorbitos de libertad.

Siento escribir que he dejado de sostener ese idea. Belcebú me libre de generalizar, así que solo anotaré que creo que una parte no pequeña de mis congéneres da por finiquitada la pesadilla. Lo demuestran paseando en manada, igual adolescentes que cincuentones, pasando un kilo de mascarillas, distancias de seguridad o recomendaciones de puro sentido común cuando el bicho sigue ahí. Se diría que los cincuenta y pico días de arresto domiciliario no han servido para nada, aunque casi más desolador que asistir a estos comportamientos es constatar que se practican con una impunidad absoluta. O se paran o lo pagaremos caro.

Naufragio en la orilla

Desde que se certificó la imposibilidad de un acuerdo sobre los presupuestos de la demarcación autonómica entre el Gobierno Vasco y EH Bildu, voy de refrán en refrán, de frase hecha en frase hecha. Nada más recibir la noticia, al filo de la medianoche del jueves, evoqué la montaña que parió un ratón, maldije los esfuerzos inútiles que conducen inevitablemente a la melancolía y, después de lamentar haber visto remar tanto para acabar naufragando en la orilla, me pregunté si para ese viaje hacían falta semejantes alforjas.

Antes de eternizarme, tiraré por ahí. ¿No habría sido mejor haber zanjado la cuestión desde el primer instante con una enmienda a la totalidad? Recuerdo haber aplaudido aquí mismo la sinceridad de Arnaldo Otegi al reconocer que en el pasado se había abusado de esa receta, pero que los nuevos tiempos requerían otras formas de hacer política. Entraba ahí remangarse y tratar de encontrarse en el medio del camino con el adversario político.

Si les soy sincero, al ver las exigencias y los planteamientos iniciales de la coalición soberanista, creí que el que primero se haría a un lado sería el Gobierno. Los argumentos para la ruptura eran de carril: demasiada demagogia, ningún realismo. Pero luego fuimos contemplando cómo algunos imposibles de saque empezaron a parecer razonablemente factibles. Eso hablaba de disposición a ceder y, por lo tanto, de voluntad de abandonar la postura inicial. Y en esas llegó vaya usted a saber quién y mandó parar, casi en una versión de bolsillo de una negociación mucho más trascendente de hace un decenio y pico. Me consolaré pensando que fue bonito mientras duró.

Oda al esfuerzo

En una de las columnas que dediqué a la lotería del informe PISA, especialmente en lo que tocaba al morrazo de los escolares de la CAV, menté la necesidad de reflexionar sobre el esfuerzo. Lo hice a sabiendas de que ahora mismo es lo que Pablo Iglesias denominaría “significante perdedor”. Vamos, que quien lo enarbole como valor no solo no se comerá un colín, sino que resultará sospechoso de pertenecer al fascio y/o la reacción.

Ciertamente, en los ambientes donde se desenvuelve la ortodoxia bienpensante el concepto tiene una pésima fama. Se asocia —muchas veces con buena intención, pero en general, por postureo gandul— a la vetusta máxima “La letra con sangre entra”. No negaré que quede por ahí algún residuo de la (literalmente) rancia escuela que equipare esforzarse con recibir una mano de hostias, pero la vaina no por ahí. Y tampoco por el del sacrificio pseudopurificador ni cualquiera de las formas del masoquismo.

Es una cuestión bastante más simple, diría incluso que primaria y, desde luego, ajena al sufrimiento por el sufrimiento. Se trata, sin más y sin menos, de comprender que para conseguir cualquier cosa hay una cantidad razonable de trabajo que debe hacerse. Es verdad que hay afortunados de cuna a quienes los favores y los logros les caen del cielo. A los demás, que somos la mayoría, nos toca currárnoslo. Tenerlo claro es, de entrada, una buena vacuna contra la intolerancia a la frustración que muestran cada vez más congéneres que lo han tenido todo demasiado fácil. Pero el beneficio no se queda solamente ahí. También es una forma de dar sentido a aquello por lo que nos hemos esforzado.

Elogio del esfuerzo

Pues sí, como quedó claro en la columna de ayer, defiendo el esfuerzo. A mucha honra y, a pesar de una genética que me empuja más a la pereza que al curre, con el aval de haber predicado con el ejemplo. Ni sé las veces que me ha pillado el alba en el torno dale que dale. Para bien poca cosa, en bastantes casos, y no diré que no me he quejado, porque lo he llegado a hacer amargamente, pero sí que a la larga he firmado las paces con la frustración de haberme dejado las pestañas en balde. Probablemente, algunas de las cosas que hago medio regular son el fruto tardío de aquellas centenares de horas que creí haberle robado a mi vida.

Desconozco por qué pensar y actuar así me sitúa en varios censos nada gratos. De entrada, en el de los gilipollas que van más allá del cumplimiento del expediente cuando hay tantos atajos que se pueden tomar. También en el de los pinchaglobos y cenizos que andan señalando que no todo el monte es orégano y recordando que raramente el maná cae del cielo. Y últimamente, en el de los retrógados y fachuzos desorejados, que es con quienes se asocia en exclusiva la bandera del esfuerzo. Porque la han confiscado para utilizarla en su versión interesada —como hicieron al birlarnos y corromper la bella palabra austeridad—, pero también porque nadie al otro lado de la línea imaginaria ha movido un dedo para impedir que se la llevaran.

¿Quién iba a hacerlo si hoy el progresismo —lean progrerío— oficial nos pastorea por un mundo en el que basta estirar la mano para tomar lo que nos plazca porque nos corresponde simplemente por haber nacido? Ojalá hablara de derechos básicos, que ahí me apunto también yo, y que, paradójicamente, es la lucha que ha quedado en cuarto plano por más pancartas que veamos en las calles de un tiempo a esta parte. Pero no, me refiero a cuestiones más mundanas, de esas que hasta hace poco había que ganárselas a costa, siquiera, de unas gotas de sudor.

Ni tanto ni tan Wert

Habrá que reconocerle a Wert su capacidad para convertir mangurrinadas en debates públicos o, como poco, en material de parrapla de aluvión arrojadiza. Si se fijan, verán que cuando las suelta, le sale un brillo en los ojos y se percibe un leve temblor en la comisura de su labio superior, claros indicadores de que sabe que va a liarla parda y que está encantado de que sea así. Lo de menos es la melonada que ponga en circulación y, de hecho, si hay que corregir a las 24 horas, como ha sido el caso, se hace. Pero, ¿y lo machote e importante que se ha sentido viéndose una vez más en lengua de todo quisque? Para este rato, seguro que ya tiene pensadas las quince siguientes, en la certeza de que no va a haber una que no cuele.

Ese es otro mérito que no se le puede negar al antiguo tertuliano: allá donde coloca el capote, surgen miles de cuernos prestos a embestir con memeces, como mínimo, del calibre de la provocación inicial. En esta cuestión de las becas y las notas medias para acceder a ellas hemos escuchado, por supuesto, atinadísimos y muy ponderados argumentos basados en la justicia social y en la igualdad de oportunidades, principios de los que el ministro hacía mangas y capirotes en su largada. Sin embargo, en la marabunta dialéctica han entrado de matute no pocas consignas de todo a cien —tuiteadas con reveladoras faltas de ortografía en algunos casos— que venían a reclamar el obsequio de un título universitario como derecho inalienable de todo aquel o aquella con orejas y nariz.

¿Será muy facha decir que ni tanto ni tan calvo? Me arriesgaré a hacerlo. Por respeto a la Universidad y, en un sentido más amplio, a la educación, que para mi es indisociable del esfuerzo, de una cierta disciplina y de unas gotas de merecimiento. Lo repetiré así ante el preceptivo pelotón de acollejamiento, convencido de defender valores más cercanos al progreso que a la reacción, aunque ya no se lleven.