Criptomonedas a cuatro pesetas

Se queja Iñigo Errejón en un tuit de la cantidad de personas que “lo están perdiendo todo” por haber invertido en criptomonedas. Culpa a la publicidad “que se nos ha metido hasta en la sopa” y exige una regulación inmediata. Seguro que se puede y se debe hacer algo a ese respecto, pero me temo que es demasiado fácil, pelín ventajista y, desde luego, paternalista, culpar a la publicidad de decisiones que, en última instancia, toman esas personas de las que se compadece con aspavientos el líder de Más País.

En el caso concreto que nos ocupa, el de las criptomonedas, que ya en el propio nombre llevan su condición de oscuras, no resulta difícil ver, además, un afán directamente especulador en quienes se han pillado los dedos. No iban a sacarse unos eurillos sino a forrarse. Y en no pocos casos, en la certidumbre de ser tipos mucho más listos que el común de los mortales. Tarde han descubierto que es justo al revés, y no les queda más recurso que la queja al maestro armero.

Excluyo, desde luego, los casos de engaños flagrantes, sobre todo a personas mayores, pero no es la primera vez que nos encontramos con la avaricia rompiendo literalmente el saco de los que un día se sienten genios de la inversión. En realidad, esto de los Bitcoins y sus múltiples clones no es muy diferente de los bulbos de tulipanes que llegaron a costar más que un castillo en los Países Bajos en el siglo XVII. O, viniéndonos más cerca en el tiempo, de las hipotecas basura, la burbuja del ladrillo (que se volverá a repetir) o esas colecciones de sellos compradas a millón que acabaron valiendo su peso en papel. Parece que algunos no aprenden.

Poner coto a los acaparadores

Al gobierno español no le llegan los dedos de los pies y de las manos para tapar las vías de agua. Una de las más pequeñas que parece haber cubierto es la que provocan los acaparadores compulsivos. En el trolebús de las últimas medidas a la desesperada se cuenta permitir a los comercios que, en circunstancias excepcionales, limiten el número de unidades de un determinado producto que los clientes pueden adquirir en una misma compra. Si se paran a pensarlo, es de una lógica apabullante y, en caso de que algo resultara sorprendente, sería el hecho de que tal cuestión de cajón de madera de pino no estuviera legislada hasta la fecha. Por lo visto, ni las lisérgicas escenas de carros hasta las cartolas de papel higiénico, cervezas o natillas de bote que vimos en los primeros meses de la pandemia habían puesto sobre la pista a las autoridades.

Así las cosas, cuando la invasión de Ucrania hizo volver a las andadas a los arrampladores de estantes, tuvieron que ser las propias cadenas de distribución las que intentasen pararles los pies restringiendo las ventas de las mercancías que eran objeto de codicia desmedida. No se me va a olvidar que las primeras que saltaron contra esta decisión fueron las autoproclamadas organizaciones de defensa de los derechos de los consumidores. Según las beatíficas instituciones, el acopio de los egoístas que dejan a dos velas a sus congéneres y hace que se multipliquen los precios es un derecho inalienable, toquémonos las narices. Pero bien está lo que bien acaba, y esta vez procede aplaudir al gobierno que ha tenido que regular por ley uno de los principios más básicos de la solidaridad.

Carestía y desabastecimiento

No voy a poner en duda que la salvaje invasión de Ucrania por parte de Rusia conlleva, en su tercera derivada, efectos devastadores sobre la economía de los que estamos a cuatro mil kilómetros de la línea de fuego. Sin necesidad de tener un máster de los que le regalaban a Pablo Casado, se comprende perfectamente que suba el gas, el petróleo, la electricidad y, en efecto dominó, cualquier otro producto cuya elaboración y distribución se ven afectadas por tales subidas. Igualmente, me da la sesera para entender que, puesto que el territorio castigado es el origen de una parte importante de varios de los productos agrícolas que consumimos en este trocito del mapa europeo, vayamos a tener problemas de suministro y, en consecuencia, su precio se encarezca. En palabras del inefable Rodrigo Rato, “es el mercado, amigo”.

Pero lo que ya no cuela es que apenas un segundo después de la caída de la primera bomba, los productos que ya estaban en los almacenes de los supermercados duplicaran su precio, como ha ocurrido con el desaparecido de los lineales aceite de girasol, incluso el de producción española. Claro que también es verdad que hay que citar como factor fundamental de la carestía y el desabastecimiento la inmensa estupidez y el aún mayor borreguismo de muchos de nuestros congéneres que se han lanzado a acaparar botellas que, para cuando vayan a consumirlas, estarán echadas a perder. Al final, es un ejemplo de libro de la profecía que se cumple a sí misma. El miedo a que no haya provoca, justamente, que no haya. Y los especuladores, pescadores de río revuelto, se frotan las manos.

Sobre el adelanto

Confieso que me cogió a contrapié el portavoz del Gobierno vasco, Josu Erkoreka, cuando contó que el lehendakari había pedido a las consejeras y los consejeros una reflexión sobre la fecha más propicia para celebrar las elecciones que tocan este año. Ahí, sin duda, había un mensaje. No digo en el hecho de que se pidiera opinión a quienes integran un gabinete, que es lo razonable y deseable cuando se forma parte de un equipo, sino en la decisión de hacerlo público. ¿Qué nos quería decir Iñigo Urkullu con ese gesto? Sigo preguntándomelo y a lo más que llego a partir de lo que conocemos sobre su forma de actuar es a que hay una buena razón.

Respecto a la fecha, les ahorro las especulaciones y las dejo para mi círculo próximo, porque cualquier afirmación que dejara por escrito no pasaría de cuñadada de barra de bar. Los vaticinios enteradísimos no son lo mío. Ayer, sin ir más lejos, asistí a la divertida yenka de los que fijaron el 5 de abril a primera hora de la mañana, lo desmintieron a mediodía y volvieron a asegurarlo por la tarde.

¿Será ese día? Echando mano de los plazos previstos, muy pronto saldremos de dudas, así que insisto en que no merece la pena entrar a jugar a Rappel y/o a politólogos de lance, que en el fondo es lo mismo. Sí quiero decir, a riesgo de volver a ser minoría absolutísima, que si el motivo del leve adelanto es buscar no coincidir con las elecciones catalanas anunciadas en diferido por Torra, lo comprendo pero no lo comparto. El riesgo de contaminación siempre va a estar ahí, y nuestros procesistas de salón se van a emplear a fondo. Quizá no calculen que el tiro les salga por la culata.

Muerte de un banquero (2)

Releo mi columna de ayer. Es verdad, como me han hecho ver no pocos lectores, que resulta muy dura. ¿Cambiaría algo 24 horas más tarde? Quizá movería esta coma, acortaría aquella frase, afinaría la metáfora de más allá. Respecto al tono y al contenido, sin embargo, me confieso incapaz de tocar nada. He hecho el ejercicio de rescribirla mentalmente, e incluso con otras palabras, el producto sigue siendo igual de áspero, seco, descarnado, frío, quizá más cínico en lo aparente que en lo real.

Entiéndanme. No me alegra la muerte (nada accidental) de Miguel Blesa. Pero tampoco me entristece lo más mínimo. Si rebusco entre mi menaje sentimental, como mucho, llego a una cierta indiferencia resabiada. ¿Falta de respeto? Estaría por jurar que no he pasado esa frontera, aunque sin solución de continuidad, declaro que tampoco me sentiría especialmente incómodo por haberlo hecho. Ya les he anotado aquí mismo con ocasión de otros lutos célebres que abandonar la condición de vivos no nos convierte en mejores seres humanos. En el caso que nos ocupa, este principio va a misa.

Por lo demás, y aunque sé que bordeo la demagogia, me siento mucho más cerca de las miles de personas estafadas impunemente por el difunto y su cuadrilla de mangantes de cuello blanco. De hecho, si algo lamento de verdad de la marcha al otro barrio del individuo, es que no pagará en un tribunal por todo el mal que ha causado con total intención de hacerlo. Claro que tampoco se me escapa que si continuara respirando, seguiría, como hasta el segundo antes de quitarse de en medio por su propia mano, yéndose de rositas. No sé si me explico.

Muerte de un banquero

Tanta gomina derrochada, para acabar espichándola con un tiro de escopeta en el pecho. Tanta arrogancia pulverizada en el ambiente junto al Givenchy reglamentario de 50 pavos el frasco, para reunirse con la parca de un modo tan estúpido. Más patético que épico. Que haya sido su dedo el que apretó el gatillo y que casi nadie lo crea. Que haya sido una mano ajena la que le dio pasaporte y que todo quisque lo encuentre lo más normal del mundo. Que lo festeje, incluso. Unos pocos, porque ya no podrá largar por esa boquita acostumbrada a libar las bebidas espirituosas más caras de la carta. Otros, la mayoría, simplemente, porque le profesaban un asco indecible a fuerza de ver sus maneras de fantoche matasietes. Son, es decir, somos, los que hemos visto un punto de justicia poética en el desenlace de una historia a la que le quedan todavía mil epílogos.

Aun así, confieso que pagaría un par de cervezas, quizá hasta con un platito de aceitunas, a cambio de sus últimos pensamientos. Algo me dice que tanto si se apioló como si le apiolaron, se fue al otro barrio con el mentón enhiesto, convencido de que nos hacía una faena inmensa al condenarnos a vivir el resto de nuestras vidas sin su presencia. Sus palabras postreras, pronunciadas o pensadas, bien pudieron ser algo parecido a “Os jodéis, hijos de puta, ahí os quedáis”. Qué pena que no esté en condiciones de escuchar que de eso, nada. Solo algún melindroso preocupado por el qué dirán ha lamentado en público su muerte. Los demás, ya le digo, la vemos como un entretenimiento estival más que nos soluciona la apertura del informativo o la charleta en la terraza.

Cebrián, errejonista

Del folletón de Espinar Junior, la parte que más me divierte es la insinuación de que Juan Luis Cebrián es errejonista. ¿Que nadie lo ha dicho así? Nos ha jodido, pero a ver cómo se interpreta la insistencia pabluna en señalar que si la Ser y El País han salido con todo en este asuntejo es porque el joven aprendiz de especulador es su hombre de paja —el de Iglesias, se entiende— en la carrera por hacerse con el esencial aparato de Podemos en la Comunidad de Madrid. Dado que la candidatura rival con más posibilidades es la avalada por Iñigo Errejón, no hace falta ser Einstein para concluir que lo que se deja caer es que el mentado resultaría beneficiado por el escándalo de andar por casa que se ha montado.

Yendo un poco más lejos pero no mucho, la sugerencia final que planea en el éter es que los pormenores de la trama y la documentación correspondiente han salido del bando adversario. Y una vez más, a Iñigo no le queda otra que callar y tragar quina ante la envolvente perfecta. Por feo que le parezca el comportamiento del siempre turbio Espinar Hijo en este y en otros mil asuntos, está obligado no solo a morderse la lengua sino a salir en su defensa. Eso, mientras ve cómo el efecto piña tan fácil de instilar en la masa acrítica morada hace subir las posibilidades de victoria de la plancha pablista.

Tampoco es que me vaya gran cosa en ello, pero me pregunto cuántos pescozones más va a aguantar Errejón, versión vallecana del santo Job, antes de revolverse y cantarle La Traviata a su perenne abusador. Jordi Évole, gran confesor de políticos con las pelotas hinchadas, tiene ahí un estimulante reto.