Jaime el recalcitrante

Entre los efectos colaterales del aniversario adulterado que ustedes saben, uno de los más chuscos a la par que patéticos ha consistido en la resurrección mediática de Jaime Mayor Oreja. Acongoja pensar que semejante mengano llegara a estar a medio pelo de ocupar Ajuria Enea con Nicolás Redondo Terreros, otro que tal baila, como paje, mamporrero y, en fin, casi vicelehendakari. Menos mal, como les decía ayer, que las urnas lo impidieron. Ya había sido bastante desgracia tener al campeón sideral de las derrotas electorales como ministro aznariano de Interior en aquellos días —yo sí me acuerdo— en que su jefe mentaba a ETA como Movimiento Vasco de Liberación.

Aquel fiasco, enésimo en su carrerón como candidato fallido a lo que fuera, rematado por el descacharrante retraso que permitió a Ibarretxe aprobar los presupuestos de 2003, supuso su lanzadera al cojonudamente remunerado cementerio de carreras políticas que es el Parlamento Europeo. Durante un tiempo, compatibilizó sus sesteos en Bruselas o Estrasburgo con bocachancladas que encontraban cierto eco. Pero llegó el día en que hasta a Rajoy, ese santo Job de Pontevedra, se le agotó la paciencia, y el tipo se fue definitivamente al banquillo. “Por decir la verdad eres marginado, un radical, un extremista, y te apartan de la vida pública”, le lloró hace un par de días en el hombro a su compadre Jiménez Losantos. En la misma terapia —que luego repetiría en Antena 3, cara A de LaSexta— escupió que ETA está más viva que nunca y que las pruebas son el referéndum catalán y que gobierna en Navarra. Fíjense que quisiera indignarme, pero se me salta la risa.

El timo del ‘Espíritu’

Ahora que ya han pasado dos decenios, quizá haya llegado el momento de explicar que el tantas veces mentado estos días Espíritu de Ermua fue una patraña. Seguramente, una de las más pútridas de las muchísimas que nos han echado a roer en la larga e inacabada guerra del norte, como lo atestiguan decenas de folios de los sumarios de la Gürtel y otras tramas puferas. Un puñado bastante numeroso y hasta diverso de vivales sin escrúpulos levantaron el engendro a partir de los quintales de dolor y rabia legítimos que había provocado el despiadado y miserable (no seré yo quien ahorre epítetos) asesinato a plazos de Miguel Ángel Blanco.

Apoyándose en la indignación verdadera y con un arsenal mediático incalculable en tamaño y desvergüenza, tardó muy poco en prender y propagarse —de ese verbo viene el sustantivo propaganda— como una epidemia. Como los panes y los peces bíblicos, en cuestión de semanas se multiplicaron las organizanes subvencionables formadas por veteranos medradores, arribistas entusiastas, ególatras sin remedio y/o jornaleros del exabrupto al peso, como algunos que ahora se buscan las alubias en casquerías de otros credos.

Era, sí, cuestión de pasta y fama, pero al mismo tiempo, porque resultaba perfectamente compatible, el objetivo final era ideológico. Pretendían derrotar lo que bautizaron nacionalismo obligatorio, al que identificaban groseramente como auténtico motor del terrorismo. Hubo un momento en que pareció que iban a conseguirlo, y hasta lo celebraron por anticipado con un abrazo de tornillo en el Kursaal. Por suerte, la ciudadanía vasca lo impidió el domingo 13 de mayo de 2001.

Aniversario adulterado

Sigo, poco más o menos, donde lo dejé en la última columna. Estoy empezando a empacharme del aniversario. Por desgracia, se han cumplido mis peores temores. Lo que debía ser un acto de recuerdo emocionado, sincero, doloroso, sin medias tintas —añadan lo que crean pertinente— se ha convertido en material para el panfleto de baja estofa.

Es gracioso que los que niegan a gritos la teoría del conflicto (de la que yo no soy en absoluto seguidor, ojo) parecen reinventar los hechos de tal modo que se diría que, efectivamente, aquí había —¿o sigue habiendo?— una confrontación entre unos buenos buenísimos y unos malos malísimos. ¿Las víctimas y sus victimarios, quizá? Pues no. Eso ya habría sido tosca simplificación, pero ni siquiera se quedan ahí. Los aventadores de esta fábula agrupan en el bando de la perversión a todos los que manifiestan cualquier tipo de sentimiento nacional vasco, incluidos los que siempre han rechazado sin rodeos el terrorismo de ETA. Enfrente, en el terreno de la bondad inocente de cuna, quedarían los partidarios de la unidad de España en sus diferentes grados, de los autonomistas hasta el infinito.

Miren que habría sido fácil conmemorar estas dos décadas diciendo que el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco fue una vileza nauseabunda. Tampoco habría sobrado señalar a los que guardaron silencio o, incluso, lo justificaron. Incluso cabría mandar un recado contundente a quienes todavía hoy se refugian en la ambigüedad o directamente piensan que ETA hizo lo correcto. Sin embargo, está muy de más, y perdonen que me repita, seguir sacando petróleo ideológico a aquella infamia.