¿Peor que sus padres?

No dejaré de sorprenderme por los sucesivos descubrimientos de la pólvora que celebramos como si realmente estuviéramos ante lo nunca visto. El penúltimo fenómeno de este tipo es la incendiada polémica sobre si los jóvenes de hoy viven peor que sus padres. Parece ser que esta vez el melón lo ha abierto (o sea, reabierto) Ana Iris Simón, una escritora que aún no ha cumplido los treinta. Ya les hablé de ella hace unos días. Una intervención suya en Moncloa, donde lanzó esta idea, provocó la polvareda que a esta hora ya ha derivado, más allá de las diatribas cruzadas entre partidarios y contrarios, en un aluvión de sesudos reportajes sobre la cuestión. ¿Y cuál es la conclusión? Pues la que cabía esperar: que depende. Cada joven que aporta su testimonio a estas piezas periodísticas tiene su propia experiencia y, por lo tanto, su propia respuesta. Hay veinteañeros que gozan de una situación muy superior a la que tenían sus padres a su edad y otros que ni pueden soñar todavía con empatar a sus progenitores. Diría, con todo, que son más los primeros, porque por muy demagogos y apocalípticos que nos pongamos, los factores objetivos de bienestar de la actualidad en sociedades como la nuestra están muy por encima de los que había hace veinte, treinta y no digamos cuarenta años. Otra cosa es que, como ha ocurrido en casi todas las generaciones desde la del baby-boom, siempre haya habido circunstancias individuales concretas. Y de eso va, por cierto, la novela de Ana Iris Simón que ha dado pie al debate. Lo que ella cuenta —y de un modo delicioso— es su historia, que no necesariamente coincide con la de toda su generación.

426 euros

La España de Los santos inocentes no pasa de moda. Qué magnánimos son los señoritos del cortijo, que en vez de gastárselo en aeropuertos sin aviones o juguetes de matar, dan una limosna a esos menesterosos que para no ofender la sensibilidad de los castos y pacatos llaman “parados de larga duración”. 426 euros al mes hasta junio, a ver si pican, y en mayo florido estos desgraciados echan en la urna la papeleta correcta. Populistas, ya saben, son los otros. Los dueños del trigo no tienen que predicar; les basta soltar unos granos en el suelo y convocar a las gallinas: pitas, pitas, pitas…

¡Ayuda! Nos colocan como ayuda un miserable aguinaldo durante medio año que, para colmo, ni siquiera llegará a la inmensa mayoría de sus teóricos destinatarios. De entrada, despídanse los parados de las demarcaciones autonómica y foral de Euskal Herria, porque el óbolo es incompatible con los respectivos sistemas de protección básica. Eso viene en la letra pequeña, junto a dos docenas de excepciones que limitan hasta el mínimo el número de posibles beneficiarios.

Lo tremendo, aunque no sorprendente a estas alturas de la claudicación sindical impúdica —¿o se trata de venta sin matices?— es ver en la foto del acuerdo las jetas de los barandas de UGT y Comisiones Obreras, más sonrientes incluso que Rajoy, Báñez y la dupla patronal, compuesta por Rossel y su antagonista Garamendi. Si esos son los agentes sociales, mejor no saber cómo serán los antisociales. En los días en que estamos, la imagen ilustraría perfectamente un christmas: Méndez y Fernández Toxo, qué pena y qué rabia tan grandes, posando en su pesebre.

Trini y tantos otros

Trini, se llamaba Trini. Me pregunto, como cada vez que me enfrento a una situación parecida, si teníamos algún derecho a conocer su nombre. Me respondo que es probable que no, e inmediatamente añado que, en cualquier caso, era inevitable. Hay una corriente en mi oficio que sostiene, entre la convicción y la autojustificación, que revelar ese dato es una especie de vindicación de los seres anónimos, incluso un homenaje póstumo que humaniza a los protagonistas de las noticias. Luego está, claro, la manoseada cita de Chesterton: el periodismo consiste en contar que Lord James ha muerto a gente que no sabía que Lord James estaba vivo. Pues con Trini, ni eso. En buena medida, lo que la ha llevado a los titulares y a las conversaciones ha sido que nadie sabía que estaba muerta desde hace dos años y medio. Y bien podrían haber sido cuatro, seis o diez de no haber mediado unas goteras. Triste pero real, que unas humedades tengan que ser las que den el aviso tardío de que hay que borrar a alguien del censo.

Oigo aquí y allá que parece increíble que pueda suceder algo así. ¿Seguro? No será por la cantidad de veces que, sin llegar a los extremos de este caso, leemos o escuchamos que han encontrado el cadáver de un anciano o una anciana que llevaba días o semanas descomponiéndose en la más miserable de las soledades. Hay miles de seres a los que les aguarda ese destino. Diría incluso que lo anhelan, pues les da igual seguir respirando un día más o uno menos en un mundo que los dejó de lado hace mucho. Por no caber, no caben siquiera en ese vagón de cola social que denominamos con lenguaje políticamente correcto “personas en situación de exclusión”. Su existencia, que solo lo es a efectos administrativos, no mueve a la fundación de oenegés ni a convocar concentraciones de protesta. Les queda, como a Trini, pudrirse literalmente durante meses hasta que se descascarille el techo del local de abajo.

Adiós, bienestar

Manda narices que tenga que ser un rey quien anuncie, a modo de arcángel del apocalipsis, que se acabó lo que se daba con el estado de bienestar. El de Holanda, para más señas, que atiende por el culebronesco nombre de Guillermo Alejandro y pertenece a la misma generación que el hijo de Juan Carlos, como les gusta subrayar a los lametobillos borbónicos. Emparentado por vía inguinal con la jerarquía que mató a saco durante la dictadura militar argentina. Después de haber hecho carrera en el papel cuché y los programas del colorín, el tipo recién coronado debutaba con picadores ante el parlamento de su país, el de los diques, los tulipanes, los bucólicos molinos de viento y los coffee shops. Y lo primero que suelta, a palo seco y sin anestesia, es que sus (¿malacostumbrados?) súbditos se van a tener que ir haciendo a la idea de que a las arcas públicas ya no les llega para pagarles educación, sanidad, pensiones y el resto de los vicios. Que se siente en el alma, pero que en lo sucesivo cada cual deberá ocuparse de su propio culo, como corresponde a “una sociedad participativa del siglo XXI”, que es como bautizó el gachó a la nueva era de tinieblas en que ha entrado la otrora próspera Europa. Eso sí, él y los de su sangre seguirán viviendo a todo tren porque las penurias no van con los residuos del pasado.

Me dirán que gasto en sulfuro y vitriolo inútilmente, que a fin de cuentas, este baldragas con cetro no pinta nada en el concierto europeo y que lo que diga no va a ninguna parte. La cosa es que de momento, su discurso sí ha ido a unos cuantos titulares más allá de su condominio. Por lo demás, el tal Guillermo Alejandro no ha dicho nada que no supiéramos o, mejor enunciado, que no temiéramos desde hace tiempo: la llamada crisis era la tarjeta de visita del modelo que se nos viene encima irremediablemente. El estado del bienestar quedará muy pronto para los libros de historia. QEPD.

Líneas rojas

Cuando oigo hablar de líneas rojas, es decir, una media de seiscientas veces al día, se forma en mi cabeza la imagen mental de la cancha del polideportivo de mi barrio. Menudos cristos me montaba entre el galimatías de demarcaciones superpuestas. No había forma de saber si tu colosal internada por la banda discurría verdaderamente dentro de los límites del campo de futbito o si echabas el bofe inútilmente por el terreno dispuesto para el balonmano, el basket, el voley o el tenis. Me da que hoy vivimos instalados en la misma confusión de lindes, con el agravante de que no nos jugamos unas cañas, como en aquellas pachangas entre amigos, sino algo de bastante más enjundia.

Cierto que también cabe pensar que es un caos voluntario y que no hay la menor intención de clarificar qué diablos queremos decir con la manida expresión. Es muy cómodo refugiarse en los sobreentendidos. Si gobiernas, quedas de cine prometiendo no traspasar la frontera maldita bajo ningún concepto, aunque tienes el inconveniente de que casi nadie te va a creer. Si estás enfrente, la cosa se pone mejor porque ni la realidad ni las arcas vacías te van a suponer un obstáculo a la hora de reclamar con voz grave y hueca el respeto a las sacrosantas líneas rojas.

Donde a unos y a otros les entran los titubeos y el oscurantismo es a la hora de entrar en detalles sobre lo que es y deja ser auténticamente intocable. Se conforman con ideas vagas y mantras resultones: la sanidad, la educación, los servicios sociales, el empleo público. Irreprochable en teoría. Sonar, desde luego, suena muy bien. De hecho, es lo que cualquiera quiere escuchar, ¿pero nadie se atreve a concretar un poco más? Más que nada, porque toda esa retahíla representa exactamente lo que ya teníamos. Y sabemos que no es posible mantenerlo en su integridad, ¿verdad que? Tal vez debería haber empezado por esta ingenua pregunta cuya respuesta, sospecho, es que no.

Todos los fraudes

Por descontado que es peor lo de las SICAV, llevarse la pasta a Suiza o las Caimán, tener caja B, C y Z, pagar una miseria en negro a personal sin un papel, tirar de la Visa pública para vicios o cualquiera de las trapacerías que hacen los de cuello blanco y mocasines brillantes. Nadie lo pone en duda y ojalá se luchase contra esos comportamientos por tierra, mar y aire. Pero como lo Cortez no quita lo Cabral, también hay que poner empeño en perseguir y desterrar los pequeños trapicheos que, tacita a tacita, acaban suponiendo un pico considerable en las ya de por sí menguantes arcas comunes.

Claro que para ello es necesario sacarse de encima antes un puñado de complejos y de susceptibilidades pseudoprogresistas. Y que conste que esto es una autoinculpación, porque a mi también se me dispara alguna vez ese resorte que te hace ver como criminalización intolerable de todo un colectivo lo que solo es la denuncia del fraude que cometen unos vivillos. De hecho, las personas que integran de verdad ese tal colectivo son las primeras perjudicadas por el pillaje de los insolidarios que le echan morro. Subrayo la palabra: insolidarios. Eso es una categoría más allá de la cantidad que se afane.

Si defendemos en serio el estado de bienestar, debemos hacerlo contra los bombarderos —los del comienzo de la columna— y contra las termitas que también lo dañan. Y debemos hacerlo priorizando, sí, pero no eligiendo entre uno y otro frente como si fueran batallas incompatibles y excluyentes, ni mucho menos justificando el latrocinio menor con el mayor. ¿Nos damos cuenta de la lógica perversa que implica disculpar el menudeo en la sirla por la existencia de estafadores a gran escala? ¿Entenderíamos que se dejara de perseguir a los tocaculos bajo el pretexto de que es más grave el delito de los violadores y muchos se van de rositas? Pues en esto estamos en las mismas, siempre y cuando queramos verlo, claro.

Un debate necesario

Con esa capacidad ampliamente demostrada para llevar a su socio del ronzal, el PP ha conseguido que el PSE se olvide de lo que defendió hasta anteayer y acepte darle un tiento a la renta de garantía de ingresos de la CAV. Incluso los medios más afines —o menos picajosos— con la mayoría gubernamental han resumido la reforma como un endurecimiento de los requisitos para acceder a las ayudas y, aunque sea elípticamente, como un nuevo recorte de derechos sociales. Sería, pues, muy fácil —y más desde estas páginas— sacar la garrota dialéctica y poner a escuadra a los moradores de Lakua por el enésimo mordisco al trozo del estado de bienestar que conservamos por aquí arriba.

No lo haré, sin embargo. El reparto de estopa tendría como único resultado embarrar un debate que, en mi opinión, debería estar limpio de deudas pendientes y tirrias ideológicas o partidistas. También de ideas preconcebidas o mantras que jamás se han sometido a una mínima reflexión crítica. Puestos a pedir lo imposible, el intercambio de opiniones debería estar presidido por una ausencia total de miedo al qué dirán y por la disposición al acuerdo más allá de las siglas.

Esa improbable puesta en común comenzaría planteándose si el actual sistema de protección cumple con las nobles intenciones que guiaron su nacimiento. La respuesta amable es que sí. Se ha echado una mano importante a miles de personas que lo necesitaban de verdad. Podemos y debemos sentirnos satisfechos por ello. Eso está en el haber, pero hay también un debe.

Para empezar, un colectivo no pequeño se ha quedado fuera simplemente porque se le hace un mundo rellenar un impreso y no tiene quién le ayude. De entre los que sí saben moverse en el charco burocrático, hay una parte que ha aprendido a apañárselas en la llamada exclusión y no aspira a salir de ahí. Una herramienta creada para luchar contra la injusticia social la ha profundizado. Reflexionemos.