Después del ‘no’ griego

Las citas con las urnas, sean elecciones convencionales o plebiscitos, no terminan en el recuento. Y tampoco en la celebración de la victoria. Al revés, es ahí donde empieza el camino de las palabras a los hechos. Sería bonito para los griegos —y de rebote,  para los que seguimos hipnotizados su epopeya— que el contundente ‘no’ del domingo se tradujera de un día para otro en el fin de la asfixia. Quién sabe, quizá de esta los llamados acreedores (o por peor nombre aun, la troika) toman nota del profundo disgusto que causan en los pueblos, hacen propósito de enmienda, y en lo sucesivo cambian su objeto social por el de procurar la felicidad colectiva.

¿Van por ahí las cosas? Si atendemos a lo que llevamos escuchando en las últimas horas de labios de sus portavoces oficiales y oficiosos, no parece. Se diría que la parte que se da por derrotada en el referéndum está ahora mismo más por la elaboración y aplicación de refinadas formas de venganza que por la rectificación. Ni siquiera es probable que les calme la inmolación pirotécnica de su bestia negra, el ya ex ministro Yanis Varoufakis. Qué sensación orgasmática ha tenido que ser para el susodicho, por cierto, quitarse de en medio justo después de haber marcado por la escuadra.

Claro que hay una esperanza. No es descartable que esta jugada de Tsipras entre maestra y a la desesperada vaya a servir para que descubramos que las instituciones europeas han ido de farol durante todo este tiempo. Tal vez el tinglado esté montado de tal forma que si cae una pieza aparentemente insignificante, se viene abajo el resto. Eso salva a Grecia… y a alguno más.

Salga lo que salga

A ese punto hemos llegado: la convocatoria de un referéndum provoca una tremenda zapatiesta entre quienes se pasan la vida dando lecciones de democracia al por mayor. Que es un suicidio, llegó a mentar la soga en casa del ahorcado Jean Claude Juncker, el tipo al que hicieron presidente de la Comisión Europea (premio a quien sepa para qué sirve tal cosa) en uno de los cambalaches de costumbre. ¿Y qué si lo fuera? Los pueblos también son —o deberían serlo, vamos— libres de irse por el despeñadero abajo.

Se ponen unas urnas, se cuentan los sufragios y, acto seguido, se asumen las consecuencias. Doy por hecho que en la otra bancada, la de los cantores de aleluyas a la soberanía popular, se tiene claro que su ejercicio implica esta última parte. Si sí, sí, y si no, no. Después no vale llamarse andanas, pedir revancha o silbar a la vía para aplazar la ejecución de lo que hayan dicho las papeletas, por jodido que pueda parecer. Pasaron los tiempos de las prórrogas. Ni siquiera estamos en los penaltis, sino en el cara o cruz, con la parte levemente positiva de que, en lugar del azar, decidirá la ciudadanía griega.

Hay quien sostiene, y no sin lógica, que la semana que va a mediar entre la convocatoria y la celebración del plebiscito es un periodo demasiado corto como para tomar una determinación de tal magnitud. Ocurre que no hay mejores opciones. Ya van suficientemente forzados (e incluso rebasados) los plazos como para retrasarlo más. El domingo es el gran día. A 3.500 kilómetros de distancia, me declaro incapaz siquiera de intuir cuál de las opciones es la menos mala. Aplaudiré la que salga.

Mi perplejidad griega

Además de un tanto imbécil, me siento un defraudador cada vez que en Gabon de Onda Vasca me toca informar sobre Grecia, lo que como imaginarán, ocurre prácticamente todos los días. Sin rubor les reconozco que en no pocas de las ocasiones pío de oído a partir, en primer lugar, de lo que nos transmite nuestra corresponsal comunitaria —¡Tres hurras por Silvia Martínez!— y de las noticias u opiniones que he ido recopilando aquí y allá. Lo terrible es que no coinciden. No digo ya entre fuentes o medios diferentes, algo que sería medianamente comprensible, dado que cada cual cuenta las cosas —no les revelo ningún secreto, ¿verdad?— en función de sus propios intereses. O de los del patrón, vamos. Lo verdaderamente despistante en este caso es que la divergencia se da en la misma cabecera y apenas con una distancia de minutos.

Así, este lunes, lo que a las siete de la tarde era un nuevo fracaso negociador, a las siete y media cambió por una luz de esperanza que antes de las nueve estábamos vendiendo ya como un más que probable acuerdo. Sin querer ser prolijo, en las horas que han transcurrido desde entonces hasta el momento de redactar estas líneas, el posible entendimiento entre los supercatacañones y el gobierno griego ha pasado otra docena de veces por la fase Barrio Sésamo: ahora cerca, ahora lejos, y vuelta a empezar.

Es inútil que escriba cómo está ahora el asunto porque para cuando se publique la columna puede haber cambiado otras veinte veces. Sí comparto con ustedes mi sensación de estar siendo perplejo espectador de una realidad que no es posible contar. Imaginen lo que tiene que ser vivirla.

Cortar el suministro

¿Alguien lleva la cuenta de las veces que nos han puesto la misma canción? La del viernes, digo. Eurocumbre a vida o muerte que se alarga hasta la madrugada, alborozado anuncio de acuerdo definitivo, autocomplacientes discursos atribuyéndose la victoria, subidón de la bolsa, relajo de la prima de riesgo… y tras dos o tres días de mambo, ¡tracatrá! Nuevo batacazo y vuelta a las andadas, es decir, a los mensajes apocalípticos y a la conclusión de que sigue sobrando lastre. ¡Marchando otra de recortes!

Si les está sonando esta columna puede ser porque ya la escribí casi palabra por palabra hace seis meses. Entonces también nos juraron que se había dado con la piedra filosofal y que era cuestión de tiempo que se volvieran a atar los perros con longanizas. Lo que hemos visto en este medio año es cómo se ha agrandado el abismo y cómo han sido arrojadas a él toneladas de carne humana acompañadas de derechos. ¿Para qué? Para nada. Para estar, no ya en las mismas, sino en otras que nos han ido pintando mucho peores. Y las que que vendrán, porque cuando mañana o pasado los ciclotímicos titulares regresen de la euforia a la congoja, volveremos a sentir la guadaña recortando sobre lo recortado.

La excusa será la de siempre: los mercados siguen sin fiarse. Al recitarla no estarán dando la clave de por qué vivimos en este bucle interminable. Hasta ahora, y esta no es una excepción, todo se ha pretendido arreglar volviendo a dar pasta en cantidades mastodónticas a quienes se han demostrado expertos en fundirla a velocidad sideral. Los que van a gestionar las remesas frescas son exactamente los mismos que hicieron desaparecer una a una las anteriores. ¿De verdad cortarles el suministro de una vez por todas y ver qué pasa sería más catastrófico que tener que rellenar cada trimestre el boquete sin fondo que han provocado? Sería cuestión de probarlo. Incluso aunque no saliera bien, sería justo.

¿Quién perdería más?

El peor problema de los estados —Portugal, Italia, Grecia, España— a los que los chulitos de la clase nombran con el despectivo acrónimo PIGS, o sea, cerdos, es que tienen un pufo de escándalo, seguramente imposible de pagar a estas alturas. Pero si nos ponemos a malas, que es lo que empieza a tocar, esa es también su mayor ventaja. ¿A quién se debe ese pastizal inconmensurable, inabarcable, casi literalmente incuantificable de tantos ceros a la derecha como lleva? Ahí le hemos dado. Según la versión al uso, a los bancos alemanes y a media docena de jarcas de tiburones internacionales, denominados eufemísticamente inversores. Pues esos son los que deberían estar nerviosos y reflexionando seriamente lo que les conviene. Alguien debería explicarles que ese capitalismo salvaje sobre el que tanto les excita cabalgar es como los leones de Ángel Cristo: un latigazo mal dado y se le meriendan una pierna al domador. En otras palabras, unas veces se gana y otras se pierde. Las quejas, al maestro armero o a la tumba de Milton Friedman, que fue el que convirtió el hijoputismo en teoría económica.

Que sí, que estaría de cine que los países y los paisanos se condujeran con diligencia, rectitud y probidad para cumplir sus compromisos y sus deudas. Eso valdría si esta jungla no fuera desde su mismo nacimiento una timba de tahúres —del Misisipi o del Elba— cuya única regla es que no hay reglas. Le pueden echar todo el cuajo que quieran, que no va a colar que son benéficas oenegés. Si pusieron carretadas de billetes en lugares que olían a pozo negro, fue porque las soñaban de vuelta multiplicadas por ene. No esperaban que los cortos mentales a los que iban a desplumar sin despeinarse eran más vivos que ellos y acabarían pegándoles el mayor timo de la estampita de todos los tiempos. ¿Qué van a hacer ahora? ¿Romper la baraja, es decir, el euro? Que lo hagan. Está por ver quién perdería más.

10 años del euro

Con la tabarra que suelen traer las efemérides redondas, es muy significativo que los diez años que cumplió anteayer el euro hayan pasado casi de puntillas para los telediarios, los periódicos y no digamos las instancias oficiales que tanta brasa dieron cuando nos pegaron lo que cada vez está más claro que fue un cambiazo. Nos juraban entonces que la zozobra que supuso la aclimatación —estuvimos tres o cuatro años sin saber realmente cuánto cobrábamos y cuánto pagábamos— sería recompensado con creces gracias a las ventajas sin cuento de la nueva moneda. Hoy por hoy, la única que soy capaz de citar es la posibilidad de comerme un cruasán en Baiona sin pasar por el banco a cambiar pesetas por francos.

Todo lo demás ha sido un sablazo tras otro, una sucesión de bocados a nuestros bolsillos que, para más recochineo, han pretendido negarnos a la cara mediante esa engañifa llamada IPC. Aunque vayamos perdiendo neuronas, aún recordamos lo que nos costaba un café hace una década y, como manejamos las cuatro reglas básicas, sabemos que era menos de la mitad de lo que nos cuesta ahora. Hacer la misma comparación con el pan, la gasolina, una entrada de cine o unos zapatos puede sumirnos en una melancolía que se transformará en depresión profunda al comprobar que los sueldos no han escalado ni de coña al mismo ritmo.

Lo tremendo es que cualquiera podría haber previsto el desenlace. No hacía falta tener media docena de másters en economía para intuir que, por muy bonita que fuera la idea, era una barbaridad forzar a utilizar la misma moneda en doce estados (ahora son 17) con niveles de vida brutalmente diferentes. Todas las voces que se alzaron para alertar de ello fueron acalladas con el socorrido argumento de que en estas cuestiones sólo deben opinar los que saben del asunto. Es gracioso que buena parte de esos que tanto sabían ahora están estudiando cómo narices dar marcha atrás.