¿A dónde vamos?

No quiero resultar melodramático, pero me da que la banda sonora de esta pesadilla la está interpretando la orquesta del Titanic. Por benévolas y voluntaristas que se pongan las autoridades sanitarias al aventar los datos diarios, quedan pocas dudas de que caminamos de nuevo hacia el abismo de la tercera ola. Como menú-degustación, los aumentos de positivos forjados en los puentes, en las mareas callejeras, en las chuflas domésticas… y mucho me temo que también en lugares a los que no acudimos precisamente por ocio.

“¡Eh, eh, eh, que la hostelería no estaba abierta esos días!”, protestan los recalcitrantes. Y la respuesta no es difícil: menos mal. A nadie que no quiera autoengañarse se le escapa que el descenso que ahora se estanca llegó tras el cierre de tabernas y restaurantes. Cualquiera que haya visto las imágenes de la reapertura en la CAV tiene motivos para temer lo peor. ¿Culpa de los tasqueros? Desde luego que no.

Claro que el pasmo mayor viene al mirar el calendario para comprobar que estamos cada vez más cerca de las fechas señaladas y no parece que nadie con mando en plaza tenga la intención de echar el pie al freno. Nuestros vecinos del norte, incluidos los que se tomaron a la ligera la primera embestida del bicho, se afanan en medidas a cada cual más restrictiva. Y aquí, como si nada.

Aquí Europa

Me perdonará mi querido Jesús González Mateos que para titular estas líneas le haya birlado el nombre del completísimo diario digital que dirige; si no lo conocen, no saben lo que se pierden. Ocurre que no he encontrado un encabezado más idóneo para hablarles de mi libro, o sea, del nuestro, porque la edición de Euskadi Hoy en Onda Vasca que vamos a emitir esta mañana desde la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo es fruto de un trabajo coral que emociona. Más, si como ha sido el caso, mis compañeras y compañeros han tenido que remar en aguas turbulentas por un torpedazo de índole interno que les prometo que algún día contaré con pelos, señales y ya veré si hasta nombre y apellido. El primero de mayo puede ser buena fecha.

Pero no me disperso, que venía a contarles que si nada se tuerce, a las siete de esta mañana, el gran Txema Gutiérrez y este servidor les saludaremos desde un lugar que para muchos de nuestros conciudadanos es absolutamente desconocido. Lo hemos comprobado preguntado a jóvenes universitarios que, con suerte, citaban Bruselas como sede del Legislativo de la UE. Y eso es extremadamente grave cuando, solo en la sesión que vamos a cubrir nosotros, se va a debatir y votar sobre cuestiones que afectan a nuestro día a día como el cambio de hora, la invasión del plástico, el mercado eléctrico, los derechos de autor en la era digital, el reparto de las pesquerías, o los delitos financieros y la elusión fiscal. Trataremos de aportar nuestro granito de arena para hacer ver que las elecciones del 26 de mayo —quedan exactamente dos meses— no son una maría entre el resto de los comicios de ese día.

Odiada amada Europa

Resultan enternecedoras las conmemoraciones y/o celebraciones [táchese lo que no proceda] del Día de Europa. Igual las abiertamente encomiásticas que las biliosas sin matices. Incluso las pretendidamente escépticas, como esta que están ustedes leyendo. Les confieso, de hecho, que mi idea era sacar el zurriago y unirme a las fuerzas del apocalipsis de boquilla que se pegaron toda la jornada echando pestes de la cosa. Cambié de idea escuchando al sabio Juanjo Álvarez en Euskadi Hoy de Onda Vasca. Tras glosar las mil y una fallas de la actual Unión, sin pasar por alto las decididamente sangrantes, nos pidió a los presentes que reflexionáramos en los costes de la no Europa. Y concluyó: “Estaríamos mucho peor. Me quedo con nuestro modelo, que está hecho jirones por muchas cosas, pero que merece la pena defenderlo desde un pesimismo constructivo”.

Quizá esa sea la actitud. Me sumo a ella desde una visión diferente a la de Juanjo. Mientras él sostiene —y argumentos no le faltan, lo reconozco— que el proyecto nació del idealismo y de las convicciones éticas, yo más bien tengo la impresión de que el impulso inicial de la alianza de estados fue principalmente económica. Añado que ese espíritu se ha mantenido a lo largo de estas casi siete décadas y que durante la mayor parte de ellas ha sido compatible con el desarrollo y la promoción de unos mínimos valores morales. Sin embargo, tras la carrera de ampliaciones sucesivas sin ton ni son y la creación de un entramado burocrático diabólico y, para colmo, ineficaz, el dinero se ha quedado al mando en solitario. Que eso cambie será cuestión de la ciudadanía.

Bruselas y las que vendrán

Quitar la bandera europea en señal de protesta de tal cosa. Ponerla tres cuartos de hora después a media asta como expresión de dolor por tal otra. Qué preciso retrato de los niños grandes que somos. Creemos —y además a pies juntillas, sin posibilidad de réplica— que nuestros deseos son órdenes para la realidad, que basta cerrar los ojos y desearlo muy fuerte para que los males se desvanezcan y alupé, alupé, sentadita me quedé.

Más de 30 muertos, doscientos y muchos heridos, la capital de la (malhadada) Unión Europea en estado de sitio, y las almas puras se echan a Twitter a pedir “a pray for Belgium”. Hay que joderse, una oración como respuesta a la enésima carnicería cometida por tipos que rezan y rezan hasta tener agujetas en las neuronas. Esa es otra, porque la inmediata providencia de los cabestros de la superioridad moral es conminarnos a no caer en la islamofobia, mandato que delata, depende de los casos, ceguera voluntaria o conciencia del agua que lleva el río que suena.

De absolutamente nada sirve tratar de explicar que esta masacre es un profundo y despreciable acto de intolerancia religiosa contra quienes profesan otras creencias o —los más odiados— aquellos que no tienen ninguna. En el mismo viaje, es una manifestación de un racismo inconmensurable. Ocurre que como las procedencias y los colores de piel están invertidos respecto al canon, los cándidos silban a la vía sus aleluyas de buen rollo o sus regañinas destempladas a los que se atreven a insinuar, como aquí el arribafirmante, que el rey va desnudo. Lo más triste es que estas líneas servirán para la próxima. Porque la habrá.

14.931

Lo sé, no soy nada original. Estoy convencido de que media docena de columnistas —o juntaletras, como me llamaba ayer, seguramente con fundamento, un airado lector— habremos elegido exactamente el mismo título para nuestra prédica. Y tiene su gracia, porque los manuales al uso recomiendan exceder el celo en la utilización de números en textos periodísticos, e incluso evitarlos sin grandes contemplaciones. La razón es que los carga el diablo, que son un fárrago y que operan como elemento disuasorio para quien pudiera estar dispuesto a dedicarnos unos segundos de su tiempo. El consejo canónico es redondear, acogiéndose al efecto balsámico, excipiente y lubricante de los ceros.

Sin embargo, hay excepciones como la de la cifra que he elegido para encabezar estas líneas. Hoy se me hace indispensable la precisión a la unidad. No son 15.000, sino exactamente 14.931 los refugiados sirios que habrá de acoger el reino de España. Así lo han determinado los peritos aritméticos de Bruselas, es de imaginar que escuadra, compás y cartabón en mano. O pensando media gota peor, sacándose el guarismo de lo que Jose María García denominaba el forro de sus caprichos. Aunque también pudo ser en un regateo de verdulería de barrio.

¿Repararían en algún momento en que se trataba de personas? Conociendo el paño, lo más probable es que se hayan limitado a aplicar los métodos de rigor para determinar la cuota de la anchoa, del brécol o de la leche. Molesta carne humana a tanto alzado. Un pufo que hay que repartirse a escote y por decreto entre los miembros de esa banda de reyes del escaqueo que atiende por Unión Europea.

Culpas

De Europa tengo una opinión manifiestamente mejorable. Eso, contando con que ni siquiera sé muy bien lo que expresa una palabra que se utiliza indistinta y confusamente para hablar de instituciones o de geografía. Si va de lo segundo, miro el mapa y sonrío con una migaja de desconcierto. Hace falta un congo de buena voluntad para tragar que haya algo que homogeneiza a los millones y millones de pobladores de tan vasta extensión territorial. Y peor, si nos referimos al conglomerado político que primero se llamó comunidad económica —ahí por lo menos no se disimulaba— y de un tiempo acá se dice unión. Ahí ya no es escasa simpatía, sino una creciente y fundada antipatía.

Lo anoto, e inmediatamente añado que, sin embargo, esa inquina de oficio no me lleva a culpar de todas las catástrofes sobre la faz de la tierra ni al continente ni a su quincallería institucional… y mucho menos a sus atribulados habitantes. Como probablemente estén imaginando, aludo a la guerra de Siria y a sus consecuencias. Aunque sus gobernantes hayan tomado mil y una decisiones equivocadas o directamente malintencionadas, es una barbaridad como la copa de tres pinos responsabilizar a Europa de todo el horror y la destrucción. También una simpleza y, de propina, una muestra de supremacismo occidental que no se la salta Sergei Bubka. ¿Cómo calificar, si no, que se dé por hecho que los únicos dotados para el mal sean los blancos lechones? Aunque no les entre en sus etéreas seseras a los cofrades del angelismo pueril, ni el matarile ni el puteo sistemático del prójimo son monopolio de esta parte del mundo. Ni de lejos.