Vividores del mal

Igual que al coronel Kilgore de Apocalypse Now le encantaba el olor del napalm por la mañana, a nuestros suministradores habituales de consignas a granel les ponen palote las noticias económicas negativas. Andan estos días lubricando ríos ante la seguidilla de empresas de cierto tronío que advierten de que están a un cuarto de hora de echar el cierre y, en consecuencia, de dejar en la calle a centenares de currelas. Si todavía tienen el alma blanca y pura, los lectores se preguntarán cómo es posible que tal desgracia pueda suponerle a alguien una alegría. El resto, la mayoría, tiene claro de qué va la vaina. Aunque nos hemos descuajeringado de la risa con el célebre galimatías de Rajoy dirigido a Pablo Iglesias, en realidad, todos entendimos —y comprendimos, ojo— lo que el inquilino de Moncloa le estaba reprochando al líder de Podemos: que hay personas y organizaciones cuyo único sustento es el mal general.

En el caso que nos ocupa, está siendo de libro. Tras meses en que la situación solo les daba para minimizar los indicadores más o menos positivos que iban saliendo (solo en la CAV; en Navarra, el cuento cambia), ahora se dan un festín gracias al fiasco —para mi, nada sorprendente— de CNA-Fagor, a las tocatas y fugas de General Electric en Ortuella y Cel en Enkarterri o a la liquidación de Xey en Zumaia. Vendría de cine una propuesta concreta y detallada para conseguir la continuidad de esas firmas o de las mil y una de menos nombre y tamaño de las que nadie habla. Es más sencillo, sobre todo cuando tus percebes no peligran, culpar al pérfido neoliberalismo y a su seguro servidor, el Gobierno.

Esquelas prematuras

A algunos titulares se les nota la sonrisa y a las informaciones que van en letra pequeña, la carcajada. Cuentan, incluso con palabras aparentemente sentidas, que Fagor Electrodomésticos ha entrado en coma irreversible, pero no pueden ocultar la delectación del que llevaba un buen rato en la puerta aguardando el paso del cadáver de su enemigo. Qué pena más grande; tres, cuatro, cinco mil puestos de trabajo a la mierda… ¡Oh, despiadada crisis que no respeta a nadie! Y entre puchero y puchero fingidos, la carga de profundidad: si es que esto de las cooperativas parece muy bonito, pero digan lo que digan, a la hora de la verdad, el mercado, que no es para aficionados, acaba poniendo las cosas en su sitio. En las vacas gordas, pase. Ahora… en cuanto pintan bastos, más vale una buena reforma laboral que cien catecismos de principios y valores. ¿O es que un cura de pueblo va a saber más que Adam Smith? ¡Vamos, anda!

No lo dicen con esas frases, faltaría más. Sin embargo, por ahí va el mensaje canónico de los que han elevado la caída de una marca —sí, de una emblemática, eso es cierto— a epidemia general que se llevará por delante en dos suspiros todo el modelo cooperativo. En fecha como la que estamos, cabe responder con la que, no figurando en el libreto, ha devenido en una de las citas más famosas del Tenorio: los muertos que vos matáis gozan de buena salud. Por boca de los agoreros hablan más los deseos que las realidades. Solo es cuestión de echar un vistazo alrededor: aunque en todas partes cuezan habas y casi no haya quien se libre de pasar las de Caín, las empresas sociales arrojan (en proporción, claro) mejores datos de conservación de empleo y menos sufrimiento salarial que las convencionales. Y si la cosa va de portaaviones hundidos o a punto de hacerlo, ahí están Pescanova, Flex, Pikolín, Panrico, Roca… o los grupos editoriales que están publicando esquelas antes de tiempo.

Responso por Fagor

Aquel calentador de butano que de niño me parecía un dragón; giraba una y otra vez el grifo rojo para contemplar, maravillado, la llamarada. El frigorífico Edesa que funcionaba a 125 y que con un transformador antediluviano encima y ni sé cuántas capas de pintura plástica aguantó hasta que terminé la universidad. La primera lavadora superautomática que guarda mi memoria, aunque fuera en la casa de una vecina porque en la mía no había posibles para esos lujos. Una gorra que decían que había llevado Txomin Perurena clavada con chinchetas en la grasienta pared de un bar de barrio… Fagor no es solo la enésima empresa que se va a pique dejando a verlas venir a miles de trabajadores. Es, además, un trozo de la historia sentimental de las generaciones que asistimos a la entrada en las casas de comodidades impensables para nuestros abuelos y a los albores de lo que luego supimos que se llamaba consumismo. Y, de propina, cuando tuvimos edad para comprender la diferencia entre una compañía convencional y una cooperativa, el descubrimiento de que había otro modo de salir al mercado y triunfar.

Seguramente por todo ese bagaje vital, cuando hace unos meses empezamos a recibir noticias sobre las dificultades por las que atravesaba, dimos por supuesto que se encontraría cómo volver a levantar cabeza. ¿No se habían sorteado antes tres, cuatro, cinco crisis? Pues esta, también. Pero hoy los titulares demuestran que estábamos equivocados, al tiempo que nos hacen poner en barbecho algunos de los principios básicos que nos dan a comer como potitos de un tiempo a esta parte. Por lo visto, no siempre es mano de santo lo de la inversión en I+D, la internacionalización ni la competitividad obtenida tocando las nóminas. Hay ocasiones —y esto debería servir de enseñanza para todo tipo de empresas y trabajadores, por doloroso e injusto que suene— en las que hacer las cosas bien no garantiza el futuro.

Cómo fue posible

Tiene muy mal arreglo lo de las preferentes y las subordinadas. En la mejor de las situaciones, los afectados recibirán unas migajas de lo que aportaron —en más de un caso, casi todo lo que tenían— y deberán quedarse con la bilis negra, la sangre hirviente y, con bastante probabilidad, el tratamiento a base de ansiolíticos para sobrellevarlo. Nadie les devolverá los pedazos de vida que se están dejando desde que descubrieron que les había ocurrido a ellos y ellas eso que normalmente leían en los periódicos, oían en la radio o veían en la televisión que les sucedía a otros. Durante muchos años, tal vez hasta el último, se preguntarán cómo fue posible.

Los moralistas de salón, que suelen aparecer sin ser llamados ni ocultar su delectación por la desgracia ajena, señalarán la codicia como única responsable y concluirán, ufanos, que a un pecado capital le corresponde una penitencia capital. Sin descartar que entre las decenas de miles de personas a las que han vaciado los bolsillos haya algunas que se creyeron que se codearían con los Rothschild, yo no apuntaría por ese lado. Me parece más verosímil buscar la causa en la mezcla de ingenuidad, inconsciencia y confianza despreocupada con que, en general, nos dejamos pastorear por las cañadas bancarias, financieras y empresariales. Por ahí vamos dados, pues en la contraparte hay alguien que sí sabe lo que tiene entre manos y que no se parará en barras éticas a la hora de hacernos firmar con una sonrisa en los labios nuestra propia sentencia de muerte económica. Con la bendición de los organismos reguladores presuntamente competentes, ojo.

Para los que han picado, me temo que es tarde. Los demás deberíamos escarmentar en carne ajena de una vez e interiorizar, por ejemplo, que un aval hipotecario no es una formalidad o que un fondo de inversión no es un depósito a plazo fijo. Y como norma, que hay posibilidades de que quieran metérnosla doblada.