Donde quiere Vox

El gran éxito de ese peligroso cagarro llamado Vox es su capacidad para llevarnos del ronzal una y otra vez a presuntos debates que no son más que broncas de peseta. Y aun peor que eso es que las polémicas de plexiglás son, buena parte de las veces, sobre cuestiones que ya teníamos resueltas, como esta del Pin parental en la que andamos ahora. ¿O es que desde hace mucho tiempo no habíamos establecido que las madres y los padres tenemos derecho a impedir que obliguen a nuestros hijos a ser adoctrinados por un curita trabucaire contra, pongamos, las relaciones entre personas del mismo sexo? ¿Acaso no tenemos claro que no permitiríamos que los llevasen de excursión a un cuartel de la guardia civil o que les impusieran la lectura de Camino, de Escrivá de Balaguer, o Mi lucha?

Pues es para llorar tres ríos que, metidos en el barro por los abascálidos, los grandes ases de la progritud estén defendiendo exactamente lo contrario. Además, acompañando las argumentaciones con mendrugadas de altísimo octanaje, como la afirmación de que los hijos no son de los padres. Insisto: ¿aceptaríamos tal soplagaitez en los casos que he citado?

Pero no me gasto. Conozco a mis clásicos. Sé cuál es el comodín para estos casos: “¡Es que no es lo mismo!”. Claro, nuestros valores, sean los que sean, siempre son los buenos. Bajaré la testuz, pero no antes de lamentar que, por añadidura, en la cuestión de la que hablamos bastaría el sentido común. Es de cajón que hay materias del currículum escolar en las que los progenitores ni podemos ni debemos entrar. Sobre otras, sin embargo, creo que tenemos —a ver si les suena— derecho a decidir.

Hijos en común… o no

A veces queda ante nuestros ojos el mecanismo del sonajero. Otra cosa es que queramos verlo y sacar las conclusiones oportunas. Como que nos pasamos el día enfangándonos en broncas de saldo en las que, por supuesto, tomamos partido más con el estómago que con la materia gris. Allá películas con el fondo de la cuestión, si es que la hubiere, que lo normal es que ni eso. Se apunta uno a la barricada de los afines, y a fostiarse a modo hasta que nos caiga del cielo otro hueso de plástico por el que pelear.

El penúltimo episodio de este ritual de la vaciedad es el que ha seguido a las palabras de la dirigente de la CUP, Anna Gabriel, mostrándose partidaria de tener hijos “en común y colectivo” para que “los eduque tribu”. Anoten que son apenas dos entrecomillados ínfimos extraídos de un fragmento de poco más de un minuto de una entrevista que emitirá mañana Catalunya Radio. Es decir, que ni por mínima precaución aguardamos a conocer el contexto completo.

Con eso basta y sobra para montar el consabido pifostio pirotécnico donde tirios y troyanos representan su papel sin salirse un ápice de lo previsible. Los carpetovetónicos, echando espumarajos por el hocico, cargan contra Gabriel con toda su munición machirula, anticatalana y preconciliar. Enfrente, los jinetes del apocalipsis progresí, convertidos de un segundo para otro en prosélitos de la mancomunización de los churumbeles, se lanzan a degüello contra la caduca, trasnochada, heteronormativa y, en resumen, opresora familia nuclear, culpable de todos los males que nos asolan. Cualquiera les dice a unos y otros que son una caricatura de sí mismos.