Fascistas, al fin y al cabo

Es probable que sea verdad que llamemos fascismo a algo que técnicamente no lo es. Y lo digo tanto por la caquita acaudillada por el jeta Abascal como por la jauría que el otro día hostió en el campus universitario de Gasteiz a un chaval que de entre todos los vicios posibles tiene el de ser partidario de la unidad de la nación española. No discutiré que si sacamos el libro gordo de Petete, vaya a resultar que la definición canónica de la cosa no se corresponda ni con Vox, ni con los matones de Vitoria, ni con sus mayores, ni con los partisanos que salieron a montar la barrila por el resultado electoral de Andalucía, ni con los mononeuronales que la liaron parda en Girona con la excusa de que los de enfrente eran megamaxifachas.

Me sobran, en todo caso, los decimales académicos. El fascismo como ideología cabe en una puta caja de cerillas. Es una mierda pinchada en un palo, y solo quienes simpatizan con su fondo pueden ponerse tiquismiquis cuando metemos en el mismo a saco a todos los zurullos humanos que, al margen de la causa que digan profesar, tienen como característica común su cerrilidad, su refracción a razonar, su fanatismo sin fisuras y, desde luego, su querencia por la imposición utilizando la coacción, la intimidación o la violencia pura y dura. La ideología declarada no es más que una excusa barata para dar rienda suelta a su natural agresivo y, por mencionar la palabra que nos puede sacar de dudas, totalitario. El error fatal por parte de quienes decimos abogar por los métodos pacíficos es buscar excusas al comportamiento intolerable de los que, en el fondo, tenemos por prójimos ideológicos.

¡Será por fascistas!

Qué oportuno y qué incómodo para los campeones galácticos de la resistencia. Justo cuando todo quisque se hace lenguas sobre los ultras presuntamente recién salidos del armario allá en la Bética y la Penibética, acá en el norte irredento ma non troppo, varios encapuchados —dicen que hasta quince— inflan a hostias a un chaval de 19 años por integrar un grupúsculo ínfimo que pregona la unidad de España. El escenario de la valiente hazaña de esta (también) manada de niñatos es el campus de la universidad pública vasca en Gasteiz, donde ya hay cierta costumbre de similares ceremoniales violentos. La novedad es que en esta ocasión se ha cruzado la pantalla de los cuantiosos y carísimos daños al mobiliario que pagamos todos y hay una víctima de carne y hueso.

Se mire por donde se mire, es una acción neta y genuinamente fascista que pretende pasar, faltaría más, por antifascista. Quisiera fingir sorpresa, pero me siento incapaz. Cómo contarles a quienes parece que acaban de descubrir a los camisas pardas que el pisaverde Abascal es solo otro de los muchos y diversos fachas que venimos sufriendo por aquí arriba desde hace un carro de quinquenios. De hecho, la diferencia con el ahora convertido en hombrecito es que el baranda de Vox todavía no ha pasado de las bocachancladas incendiarias, mientras sus gemelos del extremo opuesto llevan acreditadas toneladas de iniquidades contantes y sonantes. La brutal e inconmensurable indecencia es que son ellos y sus mayores los que en estos días de rasgado de vestiduras han tenido el cuajo de ponerse en la primera línea de la lucha contra sus paralelos del otro lado del espejo.

¿Con o contra Abascal?

Y luego se preguntan qué ha pasado, mesándose los cabellos, agriando el rictus para los selfis megacabreados, como si no lo supieran. Como si no lo provocaran. Enardecidas manifestaciones para mostrar la-más-enérgica-repulsa… ¡por un resultado electoral! Un sarao por cada capital andaluza, se lo juro. Los demócratas contra lo que ellos mismos juraban que era la democracia. ¿Antifascismo con métodos que atufan a fascismo? Uy, muchos decimales para entendederas tan escasas. Como la voluntad popular no fue la suya, una de pataleo, prometiendo ser la tumba de un muerto cada vez más vivo —gracias a sus balones de oxígeno, antipático detalle— y clamando que no pasarán los que ya han pasado… por la alfombra roja que ellos mismos les han tendido, que aquí es donde viene la desvergüenza definitiva.

Sí, porque la orgía plañidera de diseño trae consigo un millón de chapas infames sobre Abascal y sus mariachis. Y qué más quiere el jeta del Valle de Ayala, un tipo que lleva desde los 23 años pillando cacho gordo del erario público sin dar un palo al agua, que engrandezcan su leyenda. De Le Pen, Bolsonaro o Salvini no les sé decir, porque me pillan lejos. De este, con bastante conocimiento de causa, sí les puedo contar que no pasa de fachuzo vividor del cuento. Una versión barbada de Rosa Díez, quizá con alguna lectura y alguna luz más, pero empatado en afán de figurar, rostro de alabastro y falta de moral. 80.000 euros anuales cobraba el rapaz en la canonjía que le procuró su madrina Esperanza Aguirre. No está mal para quien se caga en las autonomías, el nuevo héroe encumbrado, cachis la mar, por sus presuntos enemigos.

El fiasco andaluz

Mi género literario favorito es la llantina postelectoral. Lágrimas que suelen ser, por demás, de puro cocodrilo marca Lacoste, y vienen acompañadas de patéticas soflamas a lo Escarlata O’Hara poniendo a Dios por testigo —o a Marx, Lenin, Zapata o quien mole— de la encarnizada lucha contra el fascismo que empezará… en cuanto se quiten el pijama con el que tuitean. Dejo sin decir que, para colmo, los partisanos de lance son, en muchos casos, empezando por los cercanos, como mínimo, igual de totalitarios que Abascal el chico.

Y sí, poca broma con lo de Andalucía, que puede ser menú degustación de lo que venga. Pero, ante todo, mucha calma y menos lobos, que es un cachondeo ver que los que más berrean y se rasgan las vestiduras con mayor brío son buena parte de los que han hecho un hombrecito al botarate de Amurrio. Hasta un negado de los vaticinios como el que suscribe dejó escrito aquí hace unos meses que hay bichas que es mejor no alimentar, no sea que las profecías se cumplan a sí mismas. Por lo demás, nótese que la mayoría de los que se tiran de los pelos son peña que seguirá teniendo una vidorra del carajo de la vela. Ni se imaginan lo que se cobra en la vanguardia de la ortodoxia pensante y vociferante.

Llámenme raro, pero en las mil letanías explicativas de lo que ha pasado echo en falta la alusión a la corrupción del partido que se ha pegado el batacazo. O a la endeblez de su líder. O a la prematura ranciedad y los quintales de incoherencias de la autoproclamada nueva izquierda, que también se ha hostiado. Claro, es más fácil apuntar a los fachas y decir que los que votan son una manga de ignorantes.

¡Fascista!

Pese a que se le atribuye insistentemente la cita, parece que Winston Churchill nunca dijo que los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Una lástima, porque el zorro inmortal (y un tanto inmoral) se habría anotado un pleno al quince como profeta. Y ya, si hubiera añadido la brutal banalización del término y su uso como piedra arrojadiza entre quienes, generalmente, harían mejor en callar, se habría coronado definitivamente como el gran as de los visionarios. Sospecho, sin embargo, que ni Churchill ni ningún verdadero coetáneo del fascismo y/o cualquiera de los totalitarismos de mediados del siglo XX se hubiera atrevido a sospechar que aquel motor de muerte y destrucción acabaría siendo un exabrupto casi vacío de contenido. O peor: con el contenido que le otorga a voluntad y por capricho quien se lleva a la boca la palabra para escupirla contra su enemigo.

Hay quien sostiene que lo que describo es una moda reciente, y se lo atribuye a la aparición en escena de fenómenos como los que identificamos con los apellidos Le Pen, Salvini, Trump, Bolsonaro, Orban… u otros que seguramente se habrán hecho presentes en la mente de los lectores. Lo cierto es que no es así. Desde que tengo memoria, es decir, desde poco después de la muerte de Franco, he asistido a idéntico proceder. Así, los adversarios, independientemente de su ideario, se convertían en fascistas sin matices para grupos que, faltaría más, reclamaban para sí y en calidad de monopolio la condición de antifascistas. Lo hacían y lo siguen haciendo, he ahí la siniestra paradoja, echando mano de los métodos de los fascistas originales.

Bolsonaro eres tú

Entre lo tierno, lo cómico y lo patético, pero siempre conforme a lo previsible, se me ha llenado el Twitter de enardecidos partisanos llamando a la resistencia contra el fascismo que asola el planeta Tierra. Como imaginan, el resorte que los ha encocorado a lo perro de Pavlov ha sido la (aplastante) victoria del cavernario Jair Bolsonaro en las presidenciales de Brasil. Y andan machacando frenéticamente con sus dedazos las pantallas de sus Iphone XS desde sus confortables adosados para que no quede un confín del globo al que no llegue su más enérgica protesta por la enésima muestra de incompetencia democrática de unos ciudadanos que han vuelto a equivocarse al echar la papeleta en una urna.

¡Será posible! ¡Con lo fácil que tenían esta vez elegir lo correcto frente al mal! ¡La de veces que lo habrán predicado los elegidos desde que el candidato pluscuamultra se llevó la primera vuelta por debajo de la pata! Habrá que empezar a plantearse seriamente la limitación del sufragio, de modo que solo puedan ejercerlo los individuos preparados y no susceptibles de manipulación. Les juro —ahora vuelve a hablar servidor— que exagero lo justo. Mensajes y actitudes como las anteriores están a la orden, no del día ni de la hora, sino del minuto, junto a las más variopintas y carrileras explicaciones de por qué ha pasado lo que ha pasado. Hasta al big data, toma ya, llegó a culpar el cátedro millonario apellidado Monedero, y varias versiones del pelo espolvorearon otros émulos locales y foráneos del susodicho. Lo que ninguno apuntó ni por asomo fue su papel de pirómano en este incendio que no ha hecho más que empezar.

Más sobre fachas

Venga, sigamos con el amanecer zombi de la señorita Pepis que nos hemos sacado de la sobaquera. Hagamos un hombrecito a Abascal, ese mindundi resentido y ególatra al que un excolega de militancia pepera me describió, cuando todavía compartía con él bancada en el Parlamento Vasco, como un tonto con balcones a la calle. Démosle más minutos de gloria con acompañamiento de mesado de cabellos y gestos de infinita preocupación, que con un poco de suerte, en vez del par de escañitos que le vaticinan las encuestas acojonapardillos, conseguiremos que sean cuatro o cinco.

Todo, claro, con tal de no entrar en la incomodísima reflexión a calzón quitado sobre lo que hace crecer y multiplicarse por todo el mundo adelante —véase Brasil como ejemplo más reciente— movimientos que no se paran en barras ni en decimales.

¿De verdad hay tanto fascista desorejado en el mundo? Servidor, con su olfato de andar casa, diría que más bien no. El número de auténticos cenutrios ultraderechistas de cabeza cuadrada y vacía no creo que haya variado demasiado a lo largo del tiempo. Atendiendo a la teoría del Hay gente pa tó de aquel torero, siempre habrá unos cuantos, igual que seguidores de Pitingo o consumidores de Bitter Cinzano. Esos no deberían preocuparnos. Quienes sí opino humildemente que merecen una consideración son las legiones de personas que, no ya solo olvidadas sino groseramente insultadas por los partidos en los que venían confiando —mayormente, pro-gre-sis-tas—, no han encontrado mejor válvula de escape para su cabreo infinito que la que le ofrecen los que, por lo menos, no les niegan que les pasa lo que dicen que les pasa.