El gran Mario Conde

De eso que está uno echando el ojo a los trileros del rastro político en su eterno juego de la bolita, y acaba cayendo por una grieta espaciotemporal unos cuantos lustros atrás. Mario Conde detenido… ¡Otra vez! “Por repatriar desde Suiza dinero de Banesto”, señalan los titulares en confuso escorzo que parece querer decir que lo delictivo no es haberse llevado una pasta robada ni mantenerla en una cuenta helvética, sino traerla de vuelta. Un detalle menor, pero lo apunto, justo antes de entregarme a un ejercicio de memoria que linda la nostalgia.

No me dejarán por mentiroso los lectores más veteranos. Hubo una época, y realmente no demasiado lejana, en que este figura de cabello engominado pasaba por modelo de conducta a cuyo paso se prorrumpía en olés tus huevos. Nadie como él personificaba aquella España del pelotazo, “el país de Europa o, probablemente, del mundo donde se puede ganar más dinero en menos tiempo”, en celebradas palabras del ministro de Economía socialista —o sea, felipista—, Carlos Solchaga. Con su piquito de oro, su apostura física y su arrojo, había pasado de sacar los cuartos a sus compañeros de Deusto vendiéndoles apuntes de todas las asignaturas a presidir el histórico Banesto. Bajo su varita mágica, la entidad creció a velocidad de vértigo entre la admiración general… hasta que se descubrió que todo había sido humo. La constatación de un pufo multimillonario llevó a la intervención del banco y al preceptivo entrullamiento del genio Conde. A la salida, se dedicó a tertuliear en el ultramonte mediático, a montar un partido regenerador con el que se hostió y, por lo que se ve, a las andadas.

Fundación X

Egos que se expanden más allá del infinito. Felipe González ha creado una fundación para el estudio de su figura que lleva su nombre y, faltaría más, que preside él en su mismidad. Yo, mi, me, conmigo; a ver quién supera ese ejercicio de onanismo autoinspirado. En la próxima edición del diccionario, la RAE tendrá que actualizar el significado de la palabra vanidad.

¿Y por qué no ha esperado, como todos, a palmar para que le montasen el chiringuito laudatorio? Quizá porque no se fiaba de que, una vez certificado el hecho biológico, hubiera entre los suyos media docena de tiralevitas dispuestos a abrillantarle la posteridad. Mal cálculo, si ha sido por eso, pues aunque es verdad que la legión de felipistas ha mermado mucho, todavía quedan por ahí un buen puñado de recalcitrantes que se hubieran entregado a la tarea, eso sí, post-mortem, que es como se hacen estas cosas para que no canten tanto.

Ocurre que a Felipe le urge vindicarse y hasta reivindicarse antes de pasar a la condición de fiambre. Ha perdido mucha comba en la carrera de la popularidad de los expresidentes españoles desde que se puso el contador a cero. Mientras se hacía requetemultimillonario, ha sido rebasado por el espectro del pan sin sal Calvo Sotelo y, desde luego, por el semiespectro de Suárez, campéon indiscutible de la competición. Incluso Zapatero, contando nubes y concediendo bostezantes entrevistas, le pisa ya los talones. Solo la chabacanería contumaz de Aznar lo libra —y por muy poco— de ser considerado el tipejo más despreciable que ha habitado Moncloa en los últimos 35 años.

Es cierto que la memoria es frágil y fácilmente moldeable, pero por mucho que se emplee a fondo en el lavado de su pasado, a González le va a costar dos congos que dejemos de verlo, entre otras cosas, como lo que no escribo porque no es necesario. Por algo en Twitter a su invento lo llaman ya, entre la chanza y la denuncia, Fundación X.