Micrófonos cerrados

Dicen que lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. Y se asegura lo mismo sobre las conversaciones de plumillas con políticos antes de que se encienda la lucecita roja o después de que se apague. Esto último, claro, siempre es según el color del medio y las siglas del político en cuestión. Anda que no habrán sido pocas las veces en que las declaraciones verdaderamente sustanciosas, las que se han difundido urbi et orbi, han sido las captadas al despiste en los instantes previos o posteriores a la entrevista o al canutazo teóricamente oficiales.

Les hablo, por si se están perdiendo, de la publicación, con casi tres meses de retraso, de unas bocachancladas de la ministra Irene Montero sobre la relación entre el pinchazo de asistencia del 8-M y el miedo al coronavirus. Uno, que va para muy viejo, sonríe ante la indignación de quienes sienten como sacrilegio la filtración de un presunto off the record —que no es exactamente una piada de colegueo— y el engorilamiento de los que creen haber hallado un Watergate a la hispana. Ni tanto ni tan calvo. Como tantas veces, basta cambiar los nombres y las adscripciones ideológicas para darse cuenta de que las reacciones serían exactamente inversas. O sea, que menos lobos y más aprender una máxima de varios oficios: nunca hables ante un micrófono cerrado.

Diario del covid-19 (14)

La realidad se vuelve más compleja de lo que ya era. El otro día me vi —¡Quién me lo iba a decir!— defendiendo al obispo Munilla de sus linchadores de aluvión. Muchos de los mismos denunciantes acelerados del fascismo de balcón hacían presa en su tobillo porque le habían puesto una multa por ir en su vehículo con otra persona en el asiento del copiloto. La pandilla que nos da lecciones sobre el derecho a la intimidad se ciscaba en la ley de protección de datos que debería haber evitado que la sanción fuera de dominio público. Pero como el perjudicado por un filtrador, o sea, por el chivato de turno, según la lengua de uso recuperado, era uno de los cocos oficiales, ahí se joda monseñor.

Eso, como aperitivo, pues la jauría terminó definitivamente cuando se conocieron las circunstancias reales de los hechos. Resulta que el odiado purpurado llevaba a recibir atención odontológica urgente a una inmigrante que padecía una infección en la boca. Ahí debe de haber una moraleja que les dejo extraer a ustedes.

Y por si lo de salir en defensa de Munilla no bastaba, ayer me encontré aplaudiendo las palabras de un tipo con un historial tan poco presentable como Esteban González-Pons. Ocurrió que el eurodiputado del PP soltó desde su escaño de Bruselas cuatro verdades a los supertacañones europeos.

Esperando al Supremo

La sentencia, el viernes o el lunes, nos decían. Salvo que estén equivocados todos los calendarios o nos encontremos ya viviendo en universos paralelos, queda claro que va a ser mañana. Por lo menos, la impresa en los folios oficiales, porque también es verdad que ayer y anteayer tuvieron la gentileza de hacernos un adelanto en papel prensa y en los cibermedios amigos. Uno, que pertenece al gremio plumífero, lo celebraría como gran logro del periodismo de investigación, si no supiera que la presunta primicia había sido convenientemente deslizada por los autores del fallo a sus postes repetidores de confianza para que el personal fuera preparando el alma y el cuerpo. Y aquí quizá merezca la pena detenerse un segundo a reflexionar por qué nos parece normal algo tan extremedamente grave como la filtración del fallo del que, junto con el del 23-F, es el proceso judicial de más calado que se haya llevado a cabo en España durante el último medio siglo.

Esa brutal anomalía aparte, podemos convenir que lo avanzado por El País el viernes y El Mundo ayer cuadra bastante con los últimos usos y costumbres de la Justicia española. No es muy diferente de lo que acabamos de ver con el caso Altsasu. Primero se generan las expectativas de condenas durísimas para reducirlas levemente en el dictamen final, de modo que parecería que hay que alabar la generosidad de sus señorías y hacerle la ola al Estado de Derecho. Creo que es lo que nos disponemos a ver también este caso. Habrá apariencia de rebaja, probablemente notable en el caso de algunos de los juzgados. Otra cosa es que cuele. Por pequeñas que sean las condenas, seguirán siendo injustas. Ninguno de los procesados debió pasar un solo día en la cárcel.

Fernándezgate

Nos equivocamos al pedir la dimisión del ministro Fernández. Lo que debemos exigir a voz en grito es su detención e ingreso en prisión a la espera de un juicio del que no cabe esperar sino una condena de una porrada de años. Y a poco que las cosas sean como parecen —benévolo que soy, concederé la presunción de inocencia—, Mariano Rajoy Brey debería correr exactamente la misma suerte, como conocedor (dejémoslo ahí) de la turbia maquinación contra los líderes del proceso soberanista de Catalunya.

No creo que exagere ni un gramo. Es posible que la torrentera de latrocinios y pisoteos de derechos que se han sucedido en los últimos tiempos nos haya endurecido la piel y la sensibilidad ante los atropellos. Es muy complicado, efectivamente, establecer un ránking de desmanes, pero no hay la menor duda de que estamos ante uno de los escándalos más graves de los cuatro decenios de postfranquismo que llevamos. Claro que tampoco es nuevo ni mucho menos, no nos engañemos.

Una vez más estamos ante la fetidez y la inmundicia de las cloacas del Estado —el español, por descontado— siguiendo al pie de la letra la peor versión de Maquiavelo, aquella que proclama, con aroma a Varon Dandy y copazo de Sol y Sombra, que el fin justifica los medios. De propina, con una mezcla de torpeza y vileza dignas de Nobel de la mendruguez. Hay que ser inepto a la par que malvado (o viceversa) para grabar una conversación llena de pelos y señales sobre propósitos claramente delictuosos. ¿Qué tenía en la cabeza esta manga de truhanes de tres al cuarto, paletos aprendices de Richard Nixon? Seguramente, la certidumbre de la impunidad.

Fabricando pruebas

Como sabemos de largo por aquí arriba, la policía española opera a menudo exactamente a la inversa de lo que marcan los manuales. En lugar de tirar de un hilo y ver a dónde conduce, decide de antemano a quién hay que echar el guante, y a partir de ahí, se dedica a recopilar las pruebas que demuestren la culpabilidad del que quieren llevar esposado al cuartelillo. Dado que buscar pistas e indicios es demasiado laborioso, máxime cuando el objetivo elegido puede ser del todo inocente, lo más práctico es saltarse ese paso y proceder a la creación de elementos probatorios a medida. Ni siquiera hace falta esmerarse en la confección. Por un lado, está la manga ancha de las togas judiciales, y por otro, que siempre habrá un medio amigo —o un plumilla con ínfulas de sabueso— para que un par de fotocopias chapuceras conviertan en delincuente a quien no lo es.

Tiene toda la pinta de que el alcalde de Barcelona, Xavier Trias, ha sido la penúltima víctima de este modus operandi. Durante cuatro días, ha tenido que sufrir otras tantas portadas del diario El Mundo que le acusaban de haber tenido una multimillonaria cuenta en Suiza. Se aportaba documentación filtrada directamente desde las covachas policiales que ha resultado falsa. Una carta de la Unión de Bancos del país helvético certifica no solo que Trias jamás ha sido cliente de ninguna entidad de aquellas latitudes, sino que la numeración del depósito que se le atribuía es un invento chusco. Y lo más grave es que hay periodistas que aseguran haber recibido presiones del ministerio de Interior para que dieran pábulo a la trola infecta. Pura marca España.

La discreción y tal

Cuando el miércoles a mediodía escuché que el lehendakari no había querido confirmar ni desmentir si se había reunido con Rajoy, supe que la respuesta era sí. Aposté contra mi otro yo a que esa misma tarde, hacia la hora del Teleberri o los telediarios, el chachau estaría en los titulares. También hice una terna mental de los posibles firmantes del scoop y me sonreí al pensar que en la narración se emplearía la descuajeringante fórmula “fuentes conocedoras del encuentro”, que viene a ser la actualización del “Me lo dijo Pérez, que estuvo en Mallorca”. Quizá con la salvedad de que aparecieron más padres de la exclusiva de los que había imaginado, el resto se cumplió milimétricamente. Nadie piense que tengo poderes extrasensoriales ni una capacidad de análisis del copón de la baraja. Es una cuestión de años de oficio asistiendo a la repetición de idéntica jugada, a veces con aburrimiento, otras con cabreo, y las más, con una enorme sensación de incredulidad ante la reiteración de la coreografía.

De este caso en concreto, me queda la duda sobre cuál de las dos partes exigió la discreción y cuál la rompió. Puesto que el Gobierno vasco llevaba pidiendo públicamente la cita desde la noche de los tiempos, intuyo que la solicitud de chitón partió de Moncloa, mayormente, para que no se le revuelva más la talibanada. En cuanto al origen del chivatazo, paso palabra, porque bien podría ser incluso doble, simultaneo y, si me apuran, hasta pactado, como ha ocurrido en tantas y tantas oportunidades.

Si les vengo con este cuento, aparentemente para muy cafeteros, es para que pongan en cuarentena cualquier cosa que les cuenten. O que les contemos, que aquí nadie es inocente. Y como es posible que esto lo esté leyendo alguno de los muñidores del backstage, aprovecho para enviarles un saludo cariñoso y para recordarles que cuando se ha querido, ha habido encuentros de los que no se ha enterado nadie.

Filtraciones

¡Patapof! Nada por lo que alarmarse, que no cunda el pánico. Una simple caída del guindo. Otra más. Ya las hago hasta con doble tirabuzón y todo. Ésta en concreto la he ejecutado con el bullarengue descoyuntado de la risa floja que me ha provocado lo que se presenta como “la mayor filtración de la historia”. Debe de ser que no ha quedado registrada la octava vez que el vecino de arriba se dejó el grifo abierto y convirtió la casa de mis suegros en un acuario. Mucho peor, dónde va a parar, que lo de Wikileaks, que hasta donde he sido capaz de leer -confieso que me aburrí muy pronto- no es más que una colosal tromba de cotilleos fácilmente imaginables. John Le Carré cuenta esas cosas con bastante más gracia y en cualquier serie norteamericana nos han enseñado el mecanismo del sonajero del poder cientos de veces.

Nada más lejos de mi intención que matar al mensajero o quitarle mérito a quienes han ido coleccionando esos mensajes supuestamente comprometedores que ahora llaman cables, para difundirlos de golpe. Puedo aplaudirlo como un abnegado trabajo de investigación periodística. Plas, plas, plas. Ya lo he hecho, pero en el mismo viaje vienen las objeciones. ¿Nadie ha explicado a los aguerridos filtradores que la sobreinformación es la más perversa de las formas de desinformación que hay? Es una técnica ampliamente utilizada en sumarios judiciales o elaboración de presupuestos. Hay que tener una descomunal vocación de ratón de biblioteca para separar el grano de la paja en un tocho de tropecientos mil folios. Y ahí, literalmente, nos la meten doblada, expresión -aclaro- que no tiene en su origen la connotación verderona que se le suele atribuir.

¿Por qué ahora?

Seguro que hay tremendas revelaciones, como lo fueron, en la anterior entrega, las pruebas sobre torturas sistemáticas o asesinatos preventivos de civiles en la guerra de Irak. Esta vez, sin embargo, en la portada digital del único periódico español elegido como altavoz -que ésa es otra-, se destacan chafardeos como que Berlusconi organiza fiestas, Gadafi es un hipocondríaco perdido, o Putin es autoritario y machista. No hace falta ni el maletín de espía que venden en Imaginarium para estar al cabo de la calle de todo eso. Y tampoco creo que sea necesaria mucha perspicacia para adivinar que a Ahmadineyad se le marca al estilo Amorebieta o que en la ONU hay más cámaras ocultas que en la casa de Gran Hermano. ¿Por qué nos lo cuentan como si hubieran encontrado vida en Marte? Es lo que trato de explicar en estas líneas: ni idea.