Épica de la violencia

Siento que me han pillado a contrapié. Mientras en esta parte del mapa llevamos unos años —no sabría decir cuántos— inventando un discurso deslegitimador de la violencia, un poquito más abajo, bastantes de los que nos miraban con desdén porque a la mínima se liaba parda en nuestras calles parecen haber descubierto la taumaturgia de las piedras y los contenedores ardiendo. Sin recato ni rubor, se proclama que a un sistema que no escatima precisamente en el uso de la fuerza hay que darle donde más le duele y devolverle cada golpe con otro golpe. Cualquiera que haya renovado varias veces el carné recordará ambos eslóganes, quiénes los aventaban y qué se solía decir al respecto. Con la suficiente perspectiva y una abundante relación de hechos tasados y testados, también podemos comprobar la nula eficacia de todo aquello. Al contrario: si nos está costando tanto salir del berenjenal es, en buena medida, porque no se puede arreglar de un día para otro lo que se ha jodido durante décadas.

Claro que a ver quién es el valiente que se lo explica a los que celebran exultantes la paralización del proyecto urbanístico aberrante de Gamonal. Con toda la razón del mundo, argumentarán que lo que no hubieran conseguido mil concentraciones pacíficas ha sido posible gracias a las imágenes de lunas rotas, barricadas incendiarias e intercambios de adoquines por porrazos. ¿O hay alguien tan cínico como para sostener que el alcalde ha dado su brazo a torcer al comprender súbitamente que su plan (o el de su amo) no contaba con el respaldo popular?

La lectura automática y sin filtrar de este episodio es que el modo de conseguir lo que el poder niega al sentido común es a hostia limpia. Y si hacen falta padrinos intelectuales, se cita a Chomsky, que desde un mullido sillón afirma que la violencia nunca surge de la nada. El problema es que eso también es aplicable a la violencia del represor, que tiene más fuerza.

Primavera burgalesa (2)

Empiezo reconociendo humildemente que, como me hizo ver una amable lectora desde la capital castellana, en la columna de ayer se me fue la mano con la caricatura de Burgos en tonos sepia. Enésima demostración de que uno no está libre de los vicios que critica. Constatarlo y recibir la merecida colleja es parte del castigo.

Más allá de la pasada de frenada y la ironía que me salió por la culata, sí creo que es comprensible la perplejidad que ha provocado —diría a propios y a extraños— que los sucesos que nos ocupan hayan tenido lugar en una ciudad donde no se ha extinguido el caciquismo novecentista. Es cierto que en todas las casas cuecen habas (y en la mía, a calderadas), pero se me ocurren pocos sitios donde el poder esté en tan escasas manos y tan identificables como en Burgos. Después de la última experiencia, no quiero caer en el reduccionismo, pero juraría que no miento mucho si digo que los que urbanizan, mandan en los medios de comunicación y gobiernan son los mismos. Y no los mismos desde anteayer, precisamente; repasando árboles genealógicos, consejos de administración y listas de munícipes, vemos que la cosa viene de muy largo. Como tampoco daba la impresión de que ese estado de cosas generase gran respuesta social, las imágenes de los contenedores ardiendo, las pedradas y las cargas de los antidisturbios se antojaban harto más llamativas que en otros rincones donde hay una cierta costumbre… y no miro a nadie.

El otro elemento sorprendente era el porqué. ¿Había algo más que la eliminación de unas plazas de aparcamiento y su sustitución por parcelas de veinte mil euros? No digo que no sea una jodienda, amén de una arbitrariedad, pero me cuesta ver que las protestas por eso se cuenten como el arranque de la revolución pendiente. “¡Burgos entero, orgullo del obrero!”, se coreaba en Gamonal tras el anuncio de la paralización temporal del proyecto. ¿El estallido social era eso?

Primavera burgalesa

Cosas veredes, una manifestación pacífica en Bilbao y brotes crecientes de kale borroka en Burgos. ¡En Burgos, desde donde el generalísimo acometió la inmortal reconquista de la España roja y atea! Su callejero aún conserva con orgullo los nombres de los héroes de aquella gesta. En sus tiendas de recuerdos, las reproducciones a escala de la catedral conviven en armonía con banderas del aguilucho en todas las tallas, llaveros de Paca la culona y José Antonio o cucharillas con el yugo y las flechas en bastos damasquinados. Y por supuesto, desde que se estableció la manía esta de echar papeletas en las urnas, un Partido Popular nutrido por incontables camisas viejas gana casi siempre sin bajarse del autobús; 52 por ciento en las últimas municipales. ¿Qué está pasando?

Algo me dice que va a ser tarde para enterarnos. A diestra y siniestra, la propaganda ha tomado el mando del relato. Vandalismo organizado e importado, claman los defensores del orden, que lo son también de los pingües beneficios que parece haber en juego. Es el pueblo oprimido que se levanta contra la tiranía, atruenan, ebrios de trempantina, los oteadores de revoluciones en marcha. Los primeros piden mano dura y tentetieso en nombre del respeto a la legalidad y, ay que me descogorcio, la pacífica convivencia. Los segundos, mayormente atrincherados desde el teclado del móvil, la tableta o el ordenador de sobremesa, arengan a las masas a mantener vivas las hogueras y a no dejar piedra sobre piedra. Si sacamos la media, el resultado es que las recetas se resumen en violencia frente a violencia, con el correspondiente anexo justificatorio en cada caso.

Y en estas, el alcalde que juraba que no se doblegaría por la turbamulta anuncia que paraliza las obras de la discordia y llama a parlamentar. ¿Triunfo de la primavera burgalesa o triquiñuela para esperar a que se vayan las cámaras y volver a meter las máquinas? Apostemos.