Comprar bebés es inmoral… e ilegal

Esta vez no tengo nada que oponer al Tribunal Supremo. Lo triste es que haya tenido que dictaminar que hoy es miércoles y revestirlo de fundamentos jurídicos. O sea, que se haya visto obligado a bucear entre leyes para poder sostener en una sentencia lo que sabe cualquiera que tenga medio gramo de sentido común y otro medio de humanidad: que la compraventa de bebés a medida es una práctica nauseabunda. O, de acuerdo con las palabras literales de la sentencia, que la eufemísticamente llamada gestación subrogada o (todavía peor) maternidad de sustitución, vulnera los derechos fundamentales de la mujer gestante y los del bebé gestado, que pasa a ser una puñetera mercancía para satisfacción de frustraciones de señoritingos de cartera abultada, principios evanescentes y, no pocas veces, militancia de lo molón.

En su demoledor fallo, el alto tribunal niega la condición de progenitores a los compradores de carne humana al peso y señala como víctimas del mercadeo a la auténtica madre y al fruto de su vientre: “Ambos son tratados como meros objetos, no como personas dotadas de la dignidad propia de su condición de seres humanos y de los derechos fundamentales inherentes a esa dignidad”, se afirma en el fallo. Es tan obvio, tan básico, tan de cajón, que abochorna e indigna al mismo tiempo certificar que un presunto vacío legal entreverado de permisividad ante las élites pudientes y (no pocas veces) megaprogres haya permitido el mercadeo de bebés gestados, criados y alumbrados en cautividad con derecho a devolución en caso de que el producto no resultara lo suficientemente satisfactorio.

Ganarán los subrogadores

Cada vez que he escrito sobre el mercadeo indecente de bebés que maldisimulan con eufemismos de vómito como gestación subrogada o, peor todavía, gestación altruista, me han llovido incontables soplamocos dialécticos que encajo con la cabeza muy alta. También con rabia infinita, es verdad, porque no se me escapa que me he empeñado en una batalla (otra más) perdida sin remedio. Aunque al primer bote parezca que seamos mayoría pluralísima los que nos oponemos a esta atrocidad, es evidente que quienes la propugnan pertenecen a la élite económica y política que indefectiblemente acaba llevando el agua a su molino.

Si esto fuera cosa de tres gualtrapas excéntricos con ánimo de polemizar, como esos que argumentan, por ejemplo, que la pederastia es una inclinación legítima, a buenas horas íbamos a estar discutiendo. La simple circunstancia de que una aberración sin matices sea objeto de algo que se presenta como debate es en sí mismo indicativo del poderío de quienes lo han colado por la fuerza en la agenda. Y ojalá fuera solo una confrontación dialéctica respecto a una cuestión meramente hipotética. Por desgracia, hablamos de una práctica que se ha impuesto por la vía de los hechos consumados. Ya hay entre nosotros centenares de parejas con parné que se han agenciado una criatura a tanto el kilo en Ucrania, Estados Unidos, India o cualquiera de los, al parecer, mil lugares donde se permite la reproducción humana en semicautividad con fines lucrativos. En la mayoría de los casos, por el supuesto bien de los niños, la administración los ha regularizado. La bronca actual solo busca facilitar más el trámite.

Subrogación naranja

Por si teníamos alguna duda sobre la impúdica compraventa de bebés al peso que maldisimulan tras el eufemismo gestación subrogada, el figurín figurón Albert Rivera ha venido a despejárnosla con su proyecto para legalizar la cosa. Nada extraño, por otra parte, que sea el neoliberalismo desorejado y sin complejos que representa la marca política del Ibex-35 quien sitúe la cosa en sus justos términos. “¿Quiénes somos nosotros para decirles a los demás que no pueden ser padres?”, se pregunta, con su piquito de oro, el ególatra naranja. No es casualidad que la pregunta responda al patrón de la que en su día galleó, pasadito de vino, José María Aznar: ¿Quién eres tú para conducir por mi? Traducido, la biblia del hijoputismo social: aquí cada cual puede hacer lo que le salga de la entrepierna.

Y del bolsillo, claro, que es el factor fundamental de este timo de la estampita que nos quieren pegar en nombre de derechos que no pasan, en la interpretación más amable, de simples deseos. El mensaje fundamental es que el que paga manda. Da lo mismo que hablemos de un casuplón en una urbanización exclusiva, de un Jaguar, de unas tetas King Size o, como es el caso, de agenciarse una hembra de la especie humana para que procree churumbeles a demanda. “¡Que no, que se trata de regular la práctica para que sea totalmente voluntaria y altruista!”, hace como que protesta Rivera, justo antes de explicar que, además de ser de buena raza (española, a poder ser, faltaría más), la coneja debe comprometerse a llevar la vida que le exija su estado de gravidez. O sea a hacer lo que digan sus dueños, que para eso apoquinan.

Tratantes de úteros

La compraventa de bebés para parejitas con encanto y parné ha venido para quedarse. En cualquier recodo del camino aprovecharán para legalizarla cual si fuera, hay que fastidiarse, una técnica de fertilidad como otra cualquiera. Por algo es una vaina exclusiva de los sectores sociales de la parte alta de la pirámide. No hablo exactamente de multimillonarios excéntricos, sino, un par de peldaños más abajo, de élites con el riñón bien cubierto y el desparpajo suficiente como para intentar hacer creer a los demás que mercadear con la vida humana es un derecho inalienable. Es verdad que al principio intentan disfrazarlo hablando del legítimo de deseo de maternidad o paternidad, del altruismo de las donantes o milongas similares, pero en cuanto ven que no cuelan, acuden al Adam Smith de toda la vida. Cuestión de oferta y demanda. Si hay una mujer dispuesta a vender y un individuo o una pareja dispuestos a comprar, no hay más que hablar.

La irrefutable y escalofriante demostración de que este es el principio que rige para los tratantes de úteros al por mayor estuvo el pasado fin de semana en una feria monográfica llamada Surrofair que se celebró en Madrid. Les invito a leer las decenas de reportajes, incluso los favorables, que se han publicado sobre el evento. Pondrán a prueba su capacidad de asombro. Paquetes con diferentes precios según la nacionalidad de la hembra reproductora. Garantía de devolución en caso de que la criatura no cumpla con las expectativas. Seguro que cubre varios intentos hasta dar con el satisfactorio. E incluso segunda unidad (o sea, un gemelo) a mitad de precio. Repugnante.

Gestación ‘altruista’

Lleva uno los suficientes años en esto como para anticipar determinadas reacciones a lo que escribe. Confieso, no obstante, que me había quedado muy corto al calibrar el integrismo de buena parte de los que promulgan el derecho a satisfacer su deseo (no diré que ilegítimo) de paternidad o maternidad subcontratando —uy, perdón, subrogando— el local para la incubación del futuro vástago. Comprendo —porque es humano, y que tire la primera piedra quien no lo haya hecho— tratar de justificar a base de argumentos de pata de banco los comportamientos propios que cualquiera que no se haga trampas al solitario sabe que no son de recibo. Pretender imponer esas falacias como la rehostia del progresismo manda muchos bemoles. Por diez millones de motivos obvios, pero especialmente por uno básico: comerciar con vidas aprovechando una situación de superioridad es reaccionario hasta la náusea.

Así que no, no me falta información. Ya conté que empecé en el prudente (¿o cobarde?) culebreo opinativo: no, sí, bueno, es que… Pero después de leer mucho, y más a favor que en contra, ojo, no ha lugar a media duda. Salvo en contadísimos y aun discutibles casos, la pretendida gestación altruista ni es admisible ni cuela. Al final, manda el dinero. Dineral, en realidad. Y sobre el tipo de transacción, les copio y pego lo que cacarea uno de los abundantes anuncios de las agencias que se dedican a este trapicheo infame: “Nuestros paquetes tienen intentos ilimitados y precios cerrados. Sin sorpresas”. Exactamente igual que un crucero por el Nilo. Compre un hijo a juego con los visillos. Y abogan a gritos por que sea legal.