Hijos y mascotas, según Francisco

Empezaré diciendo que, por muy rojas que parezcan sus proclamas actuales, para mí el Papa Francisco no dejará de ser aquel cardenal Jorge Bergoglio que fue un sumiso silente de la dictadura argentina. Incluso cuando me siento representado por una de sus bonitas frases actuales, no puedo evitar acordarme de que espolvoreaba sus sonrisas y sus bendiciones a criminales que robaban niños, torturaban con saña a hombres y mujeres o los lanzaban al mar desde aviones. Que yo sepa, este es el minuto en que ni ha pedido perdón por ello ni ha ofrecido una explicación mínimamente creíble de su vergonzoso comportamiento. Se ve que no se aplica sus propios consejos.

Por lo demás, su creciente legión de adoradores laicos y laicistas deberían pararse a pensar que su sorprendente ídolo es un tipo que cree que la interrupción voluntaria del embarazo es un pecado que lleva de cabeza al infierno. O que los homosexuales pueden ser muy majetes y dignos de una palmadita en la espalda, pero también unos desviados sin lugar en el reino de los cielos que deberían tratar de curarse. O que los hombres y mujeres de la Iglesia, empezando por él, deben ser célibes y, por supuesto, abstenerse del trato carnal, incluso con fines reproductivos. Y ahí es donde quería llegar, porque un tipo que ha renunciado (se supone) a procrear tiene las santas (nunca mejor dicho) pelotas de dar lecciones sobre paternidad y maternidad. Su último rapapolvo urbi et orbi ha sido porque, según él, las parejas de hoy han dejado que las mascotas ocupen el lugar de los hijos. Dice que es algo que menoscaba la humanidad. Y yo no digo ni que sí que no, pero le animo a predicar con el ejemplo.

Hijos en común… o no

A veces queda ante nuestros ojos el mecanismo del sonajero. Otra cosa es que queramos verlo y sacar las conclusiones oportunas. Como que nos pasamos el día enfangándonos en broncas de saldo en las que, por supuesto, tomamos partido más con el estómago que con la materia gris. Allá películas con el fondo de la cuestión, si es que la hubiere, que lo normal es que ni eso. Se apunta uno a la barricada de los afines, y a fostiarse a modo hasta que nos caiga del cielo otro hueso de plástico por el que pelear.

El penúltimo episodio de este ritual de la vaciedad es el que ha seguido a las palabras de la dirigente de la CUP, Anna Gabriel, mostrándose partidaria de tener hijos “en común y colectivo” para que “los eduque tribu”. Anoten que son apenas dos entrecomillados ínfimos extraídos de un fragmento de poco más de un minuto de una entrevista que emitirá mañana Catalunya Radio. Es decir, que ni por mínima precaución aguardamos a conocer el contexto completo.

Con eso basta y sobra para montar el consabido pifostio pirotécnico donde tirios y troyanos representan su papel sin salirse un ápice de lo previsible. Los carpetovetónicos, echando espumarajos por el hocico, cargan contra Gabriel con toda su munición machirula, anticatalana y preconciliar. Enfrente, los jinetes del apocalipsis progresí, convertidos de un segundo para otro en prosélitos de la mancomunización de los churumbeles, se lanzan a degüello contra la caduca, trasnochada, heteronormativa y, en resumen, opresora familia nuclear, culpable de todos los males que nos asolan. Cualquiera les dice a unos y otros que son una caricatura de sí mismos.