Resquicios legales

En la torrentera que siguió a la evacuación del magistrado del TSJPV que despreciaba a los epidemiólogos, leí no sé dónde que el Gobierno vasco busca resquicios legales para zurcir el roto causado en la normativa para luchar contra la pandemia. No me digan que no es para llorar cien ríos que las autoridades democráticamente elegidas por la ciudadanía tengan que andar haciendo espeleología jurídica para encontrar el modo de proteger la salud de sus gobernados. Todo, para evitar que un desahogado con toga se fume un puro con las medidas que tratan de salvar vidas y aligerar la carga de los hospitales.

Es el triste pero desgraciadamente real retrato de una presunta separación de poderes donde la última la palabra la tienen, manda carallo, los que no se han sometido al examen de las urnas. O, dicho en plata, los que no se representan más que a su mismidad. El drama viene, como es el caso del que pasará a la pequeña historia local como “el juez que reabrió los bares de Euskadi”, cuando sus decisiones emanan sin disimulo alguno de sus filias y de sus fobias, expresadas con lenguaje y formas de cuñado acodado —dónde iba a ser— en la barra de una tasca. No sé si somos capaces de ver el problemón que tenemos al quedar en manos de alguien que tiene como tarjeta de visita el himno de los negacionistas.

Pandemia judicial

Andaban ayer unos expertos de la OMS desplazados a China dándole vueltas a si el malhadado virus se originó en el mercado de Wuhan o a si procede de este o aquel animalito. Menudo esfuerzo baldío. Acababan antes preguntándoles a los y las que verdaderamente saben huevo y medio de pandemias, oséase, sus togadas señorías del Tribunal Superiorísimo de Justicia del País Vasco. En serio que no dejo de preguntarme por qué perdemos el tiempo escuchando a epidemiólogos, microbiólogos, inmunólogos y cualquier personal de bata blanca que se les ocurra, cuando el conocimiento excelso sobre la materia lo atesoran los de las túnicas negras.

Volvieron a demostrarlo ayer en una decisión —literalmente— de las de sujétame el cubata. Ordenan sus ilustrísimas que se levante el cierre de los bares en localidades con tasas de incidencia disparatadas. ¿El razonamiento? Ah, no, de momento, ninguno. Puesto que levitan sobre los infectos mortales, están exentos de entrar en el fondo de la cuestión. Ya lo harán cuando tengan un rato. Por de pronto, pista libre para arremolinarse en torno a una mesa de setenta centímetros de lado con la mascarilla por debajo del mentón. Qué inmenso corte de mangas a los sanitarios que desde hace un año se dejan el alma en unas UCIs aún hoy a reventar. Pero no rechisten. Es la Justicia.

Siempre mal

Acuñé hace un tiempo el término cuantopeormejorismo, y ahora les vengo con otro palabro que, mucho me temo, emplearé con frecuencia: siempremalismo. Lo definiré como la disposición permanente a enmendar a la totalidad una cosa, su contraria y lo que sea que haya en el medio. Y no, no es eterno inconformismo ni humana contradicción. Es, hablando en plata, ganas de jorobar la marrana, de dar la nota y, si procede —que suele proceder—, de arrimar el ascua a la sardina partidista correspondiente. Pero toda esta parrapla se ve mejor con un ejemplo.

Cuando hace unas semanas se decretó el cierre de la hostelería como modo de hacer doblar la cerviz a la maldita curva, hubo quien echó espumarajos de todos los colores y graduaciones biliosas. Pregonaban allá donde les daban un micrófono, un foco, una tribuna o, más modestamente, en sus redes sociales que era una indignidad culpabilizar a los bareros del aumento desbocado de contagios y condenarlos a la ruina. Vaya risas más tristes, que ni un minuto después de que las autoridades sanitarias —en este caso, de la CAV— anunciaran la inminente reapertura de los tascos, los mismos quejicas profesionales se lanzasen a vaticinar con los ojos fuera de las órbitas la tercera ola de la pandemia. Inasequibles al desaliento, sea lo que sea les parecerá mal. Qué pereza.

El cafetón

La bronca a cuenta del café para llevar en la demarcación autonómica contiene un cierto retrato social. En realidad, todo el pifostio hiperventilado por la hostelería cerrada, como si muchos otros gremios no las estuvieran pasando igual de canutas, es una exhibición impúdica de nuestras pequeñas miserias. A buenas horas íbamos a montar una llantina semejante por las bibliotecas, los cines o los teatros. Pero es que lo del trajín de los vasos de parafina con tapa de plástico —un saludo, Greta Thunberg— es directamente para hacérnoslo mirar. Y empezaré por lo último: cuando las autoridades rectifican y permiten que el preciado líquido marrón se despache sin necesidad de compañía sólida, varios de los mismos tasqueros que echaron las muelas por la medida desprecian el recule del gobierno tachándolo de parche inútil. ¿En qué quedamos?

Claro que eso es una nimiedad al lado del espectáculo bochornoso al que hemos asistido en los últimos días. Ni alguien que confía tan poco en la condición humana como servidor imaginaba que vería hordas de individuos haciendo cola para agenciarse un café, apiñándose en bancos públicos, escaleras o muretes para tomárselo y, finalmente, abandonando el envase vacío a la buena de Dios o en una papelera a rebosar. Decimos del botellón, pero el cafetón tiene también lo suyo.

Bares y bares

Si no fuera por el fondo de tragedia, sería otra vez despiporrante. Con un par, han cogido la vanguardia del canto de gesta lacrimógeno a la hostelería los mismos que llevan toda la pajolera vida bañándonos de teóricas pardas sobre la explotación laboral en el sector. Que si trabajo en negro, horarios esclavistas, sueldos de miseria o, cómo no, contabilidades en B para escamotear impuestos al pueblo obrero. Por no mentar, claro, la moralina estomagante sobre el ocio basado en el castigo del hígado. Es para miccionar y no echar gota que justamente esos paladines de lo correcto nos vengan ahora con monsergas de todo a cien exigiendo provisiones requetemillonarias de pasta pública para salvar a los otrora malvados tasqueros. Al resto de las actividades hundidas, como son menos fotogénicas, que les vayan dando.

Y sí, que no seré yo quien diga que no se debe echar un cable lo más gordo posible a aquellos que les llueven chuzos de punta. Me hago cargo perfectamente de la tremenda situación de los propietarios de esos locales, y desde luego, de los currelas. Otra cosa es que tenga un problema de nota con los genéricos. A mi no me hablen de “la hostelería”, sino de este bar, el otro y el de más allá. Distingo perfectamente a quien se lo suda y a quien se pasa cien pueblos. Y lloro o no en consecuencia.

Tocaban los bares

Estaba entre el clamor, el temor y el secreto a voces: la demarcación autonómica sigue los pasos de Nafarroa y decreta el cierre total de la hostelería a partir de mañana. Hay otra media docena de medidas más, pero esa y el adelanto a las diez de la noche del toque de queda —uy, perdón, de la restricción horaria— son las que están en los titulares y, más significativo, en las conversaciones en vivo y en los humeantes grupos de guasap. Ahí tenemos un cierto retrato social. Lo que nos duele es que nos chapen los bares, incluso sabiendo íntimamente que es por nuestro bien y que, de alguna manera, han sido muchos de nuestros congéneres —aquí les juro que soy inocente— los que han hecho impepinable la orden de clausura con su actitud abiertamente irresponsable. Ahora lloran como chiquilines lo que no han sabido defender como adultos. Que nos quiten lo bailado, dirán en su incurable inmadurez.

Por lo demás, veremos si seguimos para bingo, o sea, para confinamiento general en nuestras casas. Como he anotado varias veces aquí mismo, tenemos muchos boletos para que sea así. Si el lehendakari le pidió a Sánchez anteayer que le diera un meneo al estado de alarma para hacerlo posible, por algo será. ¿Hay que lamentarse por ello? Yo no lo hago. Menos, sabiendo que es necesario y que no será como en primavera.

Diario del covid-19 (45)

No sé si resulta más siniestra, patética o enternecedora nuestra querencia por hacernos trampas al solitario. Tanta bronca por las fases, tanta literatura chunga sobre la nueva normalidad o lo cambiados que saldríamos de esto, y resulta que el personal ha decidido por su cuenta que el bicho se ha ido, que (en el mejor de los casos) basta con un mascarilla requetesobada como detente-bala y que ancha es Castilla. Qué imagen, la mañana de un lunes laborable, la de las terrazas de mi pueblo llenas a razón de cuatro almas por mesa de un metro cuadrado. Todo un desafío para las matemáticas; todavía estoy esperando que uno de esos listos que regalan clases de óptica venga a explicarnos que si el zoom, que si el objetivo, que si el ángulo. Ni distancia interpersonal ni gaitas: promiscuidad pre-pandemia pura y dura.

Me alegro sinceramente por el sufrido gremio hostelero, pero no puedo evitar pensar con espanto en el lugar al que pueden llevarnos estas actitudes. Ahora que, a costa de un sacrificio indecible de los profesionales sanitarios y del esfuerzo de la gente corriente, los números empiezan a apuntar en buena dirección, no podemos pifiarla. La recaída es una opción muy sería. Apelo, sí, a la responsabilidad individual, pero también al deber de nuestras autoridades de impedir la vuelta al infierno.