¿Matan las ideas?

El otro día, en el homenaje a Isaías Carrasco, asesinado por ETA hace seis años, Patxi López volvió a tirar de brocha gorda. O de repertorio, tanto da. Llamó a sus compañeros y compañeras “a ganar la batalla a las ideas que hicieron que jóvenes vascos se convirtieran en terroristas”. Es decir, que si no llega a haber sido por las tales ideas, los jóvenes en cuestión habrían acabado siendo probos ciudadanos. Peculiar relación causa-efecto que llevada a sus últimas consecuencias libraría de responsabilidad casi a cualquier criminal. Rousseau de chicha y nabo: el hombre es bueno por naturaleza pero hay unos entes perversos que se dedican a llenar las cabezas de pájaros y luego pasa lo que pasa. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Pues no, ni siquiera ha empezado. Esa simpleza sonrojante no explica por qué hay miles y miles de personas que, teniendo convicciones no muy distantes a esas a las que López atribuye la condición de semilla de mal, jamás han tocado un pelo a nadie. No solo eso: la inmensa mayoría de los contaminados están —o sea, estamos— en primera fila de la denuncia de los que abogan por el uso de la violencia.

Teniendo en cuenta que según el auditorio, el momento y sus aspiraciones, el secretario general del PSE cambia de discurso como de corbata, no es fácil establecer cuáles son exactamente sus ideas. Sean cuales fueren, las doy por absolutamente legítimas y respetables. Incluso teniendo la constancia de que ha habido quien las ha utilizado como excusa para dar matarile al prójimo. Ni en broma se me ocurriría sugerir que él, por pensar como piensa, puede ser un asesino.

De profesión, pensador

Cada vez resulta más incomprensible que todo esté tan mal, con la cantidad de eruditos que tienen la receta infalible de la felicidad universal. Dieciocho de ellos se juntan de una tacada a partir de hoy en Bilbao, bajo el auspicio bienhechor del mecenas López. Si hace unos días soltó 300.000 leureles de las inagotables arcas públicas para traer, entre otros prodigios de la lira, a Imanol Arias o Juan Echanove a un festival poético con menos seguimiento que la carta de ajuste del Canal Natura, es de esperar que haya sido igual de generoso en el alquiler de la masa gris más florida y granada entre el Volga y el Misisipi. Y será por ínfulas, que pudiendo haber titulado el sarao “A ver si se nos ocurre algo” o “Vamos a darle una vueltilla a la cosa”, lo han bautizado “Ideas para cambiar el mundo”.

Se me dirá, seguramente con razón, que debería arrodillarme y lustrar con mi lengua el suelo que pisan los excelsos cráneos convocados al evento. Sin rubor reconozco que tengo en alta estima a varios de ellos —a otros no los había oído nombrar en mi vida, tan bruto soy— y que encuentro brillantes algunas de sus reflexiones. Pero luego los veo en el programa de mano o en la nota de agencias presentados como “reputados” o “prestigiosos” pensadores y corro instintivamente a calzarme la armadura. Simplemente, me chirría que el pensamiento se convierta en profesión y salvoconducto para ir de feria en feria, de bolo en bolo, contando a los lugareños cómo deberían ser las cosas y cómo no son. Repitiendo los mismos chistes, hoy en Patxinia, mañana en Helsinki, pasado en Matalascañas.

Todo eso, además, sin perder de vista quién los recluta y para qué. La gran maldición de la intelectualidad, incluso de la que se proclama más libre, es que está sujeta a caché. En eso no se diferencian de Bisbal, y los inspiradores gintonics van ya a doce y hasta catorce napos. Y claro, quien paga pide algo a cambio