Pederastia eclesial, no hay marcha atrás

El movimiento se demuestra andando. Por eso es una buena noticia que la Ertzaintza esté investigando ahora mismo más de cuarenta casos de abusos sexuales cometidos por religiosos en Euskadi. Lo es, sobre todo, porque indica que después de años, incluso decenios, de silencio, las personas que los sufrieron vencen el pánico y se deciden a denunciar a los monstruos que les robaron la infancia y les destrozaron la vida. Como decía el consejero de Seguridad, Josu Erkoreka, cada día el goteo va creciendo porque las víctimas se animan a dar el paso después de ver que otras lo están haciendo.

Eso, por sí solo, insisto, es muy positivo porque se va agrietando un muro que parecía inexpugnable. Con todo, no debemos llamarnos a engaño. La mayoría de las denuncias acabarán archivadas porque será prácticamente imposible probar los hechos fehacientemente. Es la gran ventaja con la que juegan los depredadores. Lo acabamos de ver en el caso del que fuera director del colegio San José de Bemeo, al que dos ex alumnas acusan de haber abusado de ellas en 1979 y 1980. Abordado por el periodista de EITB Asier Sánchez, el individuo espetó que harían falta imágenes para demostrarlo, y aún se adornó diciendo que todo es un malentendido porque él era muy cariñoso con sus pupilas. Seguramente el caso acabará en el cajón, pero eso no debe desanimarnos. Lo fundamental es que se ha abierto una espita que ya no hay modo de volver a cerrar. Incluso yéndose de rositas en lo judicial gracias a las facilidades de la legislación vigente, los autores de los atropellos ya no quedarán impunes: conoceremos sus nombres, sus rostros y sus fechorías.

Pederastia eclesial: no hacer política

Leo que el PSOE va a presentar esta misma semana una proposición no de ley para que el Defensor del Pueblo se encargue de la investigación de los miles de casos de abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia española. Probablemente sea una buena vía, no diré yo que no. Es perfectamente compatible, por ejemplo, con la iniciativa que registró ayer el PNV en el Congreso solicitando que la investigación se encargue a un grupo independiente formado por personas expertas. Y, por qué no, también con la primera de las propuestas en orden cronológico, la de EH Bildu, ERC y Unidas Podemos, que se decantaban por el formato clásico de las comparecencias y las interpelaciones de sus señorías.

Puesto que hay tanto acuerdo, lo importante es que se hinque de una vez el diente a la cuestión. Estos prolegómenos están oliendo a lo de siempre. Se diría que se prima el lucimiento y las ansias de anotarse el tanto antes que el esclarecimiento de uno de los peores episodios de nuestra historia reciente. Hablamos de decenas de miles de víctimas a lo largo de un periodo que no sabemos hasta dónde llega. Muchas de aquellas criaturas que fueron impunemente vejadas por religiosos tienen hoy cuarenta, cincuenta, sesenta años y siguen sin ser capaces de hablar de ello. Solo con cuentagotas aparecen nuevos testimonios. Todo, con la jerarquía eclesial y sus terminales mediáticas resistiéndose con uñas y dientes a la investigación bajo el miserable argumento de que «fueron casos aislados» o la excusa de que también se producen en otros ámbitos. Hay una deuda con las víctimas. La política tiene que estar a la altura.

La Iglesia no se atreve

Parecía algo. Menos daba una piedra. Después de décadas de silencio ominoso y culpable, la Iglesia daba un paso adelante y ponía bajo el foco su pecado capital, los abusos sexuales a menores. Y, como han escrito bastantes personas antes que yo, quizá ahí está el error, en reducirlo a esa categoría etérea y extraterrenal del pecado, que no deja de ser el gran chollo del catolicismo. Por inmenso que sea tu crimen, basta unas jaculatorias y cuatro gimnasias a modo de contrición, y ya has conseguido el perdón divino, vayan días y vengan ollas. Gracias a esa filfa, miles de tipos con sotana, hábito o indumentaria civil se han ido de rositas después de haber destrozado no ya la infancia sino la vida entera de incontables criaturas. En el mejor de los casos, todo el castigo consistía en un retiro discreto o un traslado a un lugar donde, generalmente los depredadores tenían a su alcance nuevas presas. Lo habitual, sin embargo, era una mirada hacia otro lado porque la carne es débil y Satanás no deja de tentar a los siervos del Señor.

Tremendo, que ese haya sido uno de los resúmenes de la reciente cumbre del Vaticano sobre la pederastia, el descargo de la culpa en el Demonio junto a un difuso propósito de enmienda. Conste que no soy partidario de causas generales ni de linchamientos a favor de corriente, tampoco contra la Iglesia. Sin embargo, escuchando a las víctimas, me queda muy clara su infinita decepción y su sensación de haber sido utilizadas como detergente. Con todo, no puedo dejar de añadir que la cuestión que nos ocupa no debe dilucidarse intramuros. Es la justicia temporal, la humana, la que debe actuar.

Auto de fe a Azcona

Durante el episodio, casi psicodrama, de la ya celebérrima exposición de las hostias en Iruña, le dediqué media docena de cargas de profundidad a su autor, Abel Azcona. Lo mismo que él su polémica obra, lo hice en ejercicio de mi libertad expresión. Eso creía yo. Compruebo ahora que, en realidad, no estábamos en igualdad de condiciones, puesto que al artista se le niega ese derecho.

En una nueva demostración de la inquisición rampante —y cada vez con más brío y creciente descaro— en estos pagos, Azcona ha tenido que dar cuenta de su trabajo como investigado (eufemismo actual de imputado) ante el juez de instrucción número 2 de la capital navarra. Todo, como ya sabrán, porque una casposa asociación de (sedicentes) abogados cristianos le ha puesto una querella a la que, hay que joderse, la (también sedicente) Justicia, está dando curso en lugar de haber mandado a esparragar a los denunciantes.

Se le acusa de profanación y ofensa a los sentimientos religiosos. Todo un auto de fe en pleno tercer milenio y en un estado, este del que nos toca ser súbditos sin derecho a réplica, que se cacarea anticonfesional. Y desde la bancada del público que asiste regocijado al anatema al hereje, los jerarcas de la Conferencia Episcopal española pidiendo la hoguera, siquiera metafórica. Proclama Gil Tamayo, el portavoz de los purpurados, que “meterse con los sentimientos religiosos no puede salir gratis”. Manda huevos con los que se supone que predican el perdón. Muy atinadamente, el reo de la causa ha dicho que el interrogatorio ante el juez forma parte de la pieza artística por la que se le juzga. Mi respeto y mi apoyo.

Catalunya, ira o miedo

Francamente, me ha defraudado la Iglesia española en su metida de hocico en el lodazal catalán. Yo pensaba que iba a decir que el independentismo, igual que la masturbación, provoca ceguera. Se ha quedado en la monserga requetesobada —“No hay justificación moral para la secesión”— y en la soplagaitez de convocar una vigilia por la unidad de la nación. Idea de ese fashion-victim que responde por Monseñor Cañizares, que de propina ha instado a la tropa curil a que durante un mes en todas las parroquias patrias se rece para que no se rompa la tierra de María y martillo de herejes. Lo bonito es que algún mosén que derrota por la cosa soberanista ha llamado también a sus feligreses a orar por la independencia.

Vamos, que Dios en persona va a tener que pronunciarse, como en estos frenéticos días de ira lo han ido haciendo la totalidad de las fuerzas vivas, desde los de los tanques a los de los dineros, pasando por la ya mentada jerarquía eclesial, jarrones chinos diversos o mangutas sin matices. Como característica común de sus picas en Flandes, el miedo, es decir, el acojone. Que si desierto empresarial, que si corralito, que si capitales en fuga, que si, por resumir, los cañones de Espartero en 1842 o los Savoia S 79 de enero de 1938.

Me pregunto por el efecto real de esta ristra de asustaviejas y anuncios del apocalipsis. No lo veremos hasta pasado mañana, pero estaría por jurar que más que amedrentar a los que estaban a medio decidir, han conseguido enardecer, vía tocamiento de entrepierna, a no pocos de los que no acababan de tenerlo claro. Desde lejos, eso sí, no sé sumar si serán suficientes.

Los otros mártires

La Santa Madre Iglesia Católica acaba de beatificar a 522 mártires españoles. Dicen que “del siglo XX” para que miremos al dedo en vez de a la luna, pero a nadie se le escapa que la inmensa mayoría de los elevados a los altares -no sé si técnicamente será correcta la expresión- murieron durante la guerra de 1936. Añadiré que todos pertenecían al bando nacional, si bien esto lo hago con cierto cuidado, pues tal y como sucedieron las cosas, no es improbable que muchos de ellos no tuvieran una convicción política concreta. Partidario, como soy, de una memoria completa y sin adornos, no quisiera hacerme trampas en el solitario dejando entrever que algo habrían hecho para merecer el fin que tuvieron. De eso, nada; soy consciente de que el bando al que me siento afectiva e ideológicamente más cercano también cometió actos reprobables. Si no aceptamos la certeza de las sacas, las checas y los paseíllos de autoría republicana, estaremos actuando con indignidad pareja a la de quienes, desde la acera de enfrente, se empeñan en mantener el muro de silencio. Silencio cómplice y justificatorio, por demás.

No niego, por tanto, el derecho a la reivindicación individual de estas 522 personas o de las mil y pico de procesos anteriores. Ocurre, sin embargo, que la pomposa ceremonia de Tarragona no tenía tal propósito ni de lejos. Sus impulsores buscaban una vez más señalar que aquella fue una guerra justa y necesaria donde el bien triunfó sobre el mal. Nada extraño en una institución cuya jerarquía sigue a día de hoy sin pedir perdón por haberse alineado con quienes se sublevaron contra la legalidad y cometieron miles de crímenes en nombre de la cruz.

Habría sido una gran oportunidad para que el Papa Francisco recordase a las otras decenas de miles de mártires que siguen en barrancos y cunetas aguardando un gesto de reconocimiento. Pero en esta ocasión Bergoglio no se atrevió a salirse del guion.

De Bergoglio a Francisco

Me gusta el Papa Francisco. Me gusta más que el cardenal Jorge Mario Begoglio. Y no me digan que ambos son la misma persona, que por más que habiten idéntico cuerpo, las diferencias entre uno y otro son como de los Apeninos a los Andes. O viceversa, no sé. Coincidirán, si quieren, lo campechano, el acento, el gusto por la parrapla o el carné de socio del San Lorenzo de Almagro. En las hemerotecas encontrarán, mientras no las borren o maquillen, las desemenjanzas. El arzobispo de Buenos Aires derrotaba, diga lo que diga ahora su alter ego, por la diestra. El actual jefe del estado Vaticano y pastor mayor de la grey católica juega en la otra banda. Cada vez más escorado, para dolor de muelas y zozobra de la oficialidad.

¿Cómo explicar tal transformación? Cabría contemplar la iluminación divina. Una revelación instantánea al entrar en contacto con el báculo de San Pedro, por ejemplo. Si nos ponemos conspiranoicos, podemos barajar que se trate de un maestro del entrismo, al estilo de los que que el comité central del PCE infiltraba en el Sindicato Vertical. Me parece, sin embargo, más verosímil la hipótesis del personaje impelido a cumplir el destino que otros le señalan. Conforme se meten en el guión, más se gustan a sí mismos y acaban convencidos de haber venido al mundo para cambiar lo inmutable.

Y en el viaje, para pasar a la Historia, que se escribe en ocasiones así. Fíjense en Gorbachov, un oscuro burócrata del PCUS que no había dado el menor disgusto al Soviet Supremo en su vida, hasta que se enteró por los periódicos de que era el encargado de dar el finiquito al socialismo real. O más cerca, el falangista de carrera Adolfo Suárez, que se creyó tanto su papel de paladín aperturista, que los mismos que lo pusieron tuvieron que quitárselo de encima. Tal vez a Francisco le aguarde un fin parecido. Pero mientras le llega, está abriendo muchas ventanas. Por eso les decía que me gusta.