AstraZeneca, de mal en peor

La montaña ha vuelto a parir un ratón. Después de semanas arriba y abajo con la solución al sindiós de la segunda dosis de Astrazeneca para los menores de 60 años, la autoridad sanitaria española (supuestamente) competente ha determinado, tachán, tachán, que sean los vacunados los que escojan si se vuelven a pinchar la marca maldita o prefieren Pfizer. Eso sí, asumiendo la toda la responsabilidad, previa firma de un documento de consentimiento informado. Pasándolo a limpio, lo que va a ocurrir es que un ciudadano mondo y lirondo tendrá que tomar la decisión que no han sido capaces de tomar quienes disponen de sobrados conocimientos en la materia. Sssstupendo, que diría un personaje de Forges.

Si eso no es lo suficientemente esperpéntico, tal movimiento implicará lo que puso sobre la mesa anteayer la consejera Gotzone Sagardui tirando de la aritmética más básica: todas las segundas vacunas de Pfizer se restarán de las previstas para las próximas primeras dosis. El santo que se vista será a costa de desvestir a otro. La manta no llega para tapar cabeza y pies.

Pero no se vayan todavía, que aún hay más. Porque esta novedad que estamos difundiendo los medios todavía puede quedarse en agua de borrajas. La ultimísima palabra la tendrá el Comité de Bioética, órgano consultivo al que se le ha trasladado la patata caliente. Eso, con la Agencia Europea del Medicamento clamando a voz en grito desde hace varias semanas que, puesto que los beneficios son infinitamente mayores que los riesgos, lo más sensato es que la segunda dosis sea con Astrazeneca. Entretanto, un millón y medio de personas aguardan una solución.

El domingo, tonto el último

Empezaré apuntando una maldad. Los que han decidido que no son necesarias ni la prórroga del estado de alarma ni una legislación específica a partir del domingo son los mismos que pensaron que era una buena idea presentar una moción de censura en Murcia. En uno y otro caso subyace el principio ludopático que rige sus actuaciones, que es el que mi profesor de cuarto de EGB enunciaba así: si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. Lo tremendo es que en el caso que nos ocupa, esta apuesta a cara cruz se puede traducir en decenas de miles de contagios y en una buena cantidad de muertes. Alguna experiencia tenemos en desescaladas a tontas y a locas y en salvaciones del verano, las navidades o la semana santa.

Escribo esto, no lo niego, bajo los efectos del inmenso canguelo que me da pensar en el monumental pifostio que se puede montar pasado mañana, cuando el personal sienta que tiene permiso para hacer de su capa un sayo. Y la cuestión es que será literalmente cierto porque decaerán las medidas troncales para hacer frente a la pandemia. Como poco, el toque de queda y los cierres perimetrales. Todo lo demás deberemos fiárselo a los tribunales de Justicia. Con los precedentes que nos han dejado sus señorías, solo nos queda rezar para que el virus se tome un respiro. Ojalá.

Diario del covid-19 (3)

Ya no queda casi nada por cancelar, suspender o aplazar, que de entre todos, es el verbo más esperanzador. Es el clavo ardiendo al que aferrarse o quizá el punto indefinido en el horizonte en que debemos fijar la vista para seguir caminando. No dudo, no quiero hacerlo, que muchos de la infinidad de actos que han caído podrán ser realidad en cuanto escampe. ¿Cuándo recuperaremos esa rutina de la que renegábamos? Seguramente un día. Miren que deploro la grandilocuencia, pero estoy por proclamarles que es una obligación cívica no ceder a la tentación del desaliento. Y si no están para pensar en los congéneres, les diré también que es la forma egoísta de que cada cual consiga salvar su culo.

En el tránsito hacia la luz al final del túnel nos ayudará la firme convicción de que vamos a ser capaces de superar esta situación excepcional. Pero no será suficiente. También deberemos afrontar una torrentera de lo que para otras generaciones serían inconvenientes y para la nuestra (pongamos a los nacidos del 65 en adelante) nos resultan brutales sacrificios. No derrochemos en sufrimiento. Si ahora hacemos un drama de no poder darnos un homenaje en una sidrería o de perder un fin de semana en no sé qué hotel con encanto, qué haremos si nos encontramos con males que prefiero ni escribir, aunque muy probablemente rondan en más de una cabeza. No olviden que no todo el mundo tiene un sueldo asegurado.

Termino con una imagen soñada. ¿Qué tal las y los responsables de todos los partidos políticos que se presentan a las elecciones del 5 de abril anunciando que han tomado por unanimidad una determinación sobre el retraso de los comicios.

Ya veremos

Pateo algunas calles de Barcelona el sábado por la mañana, apenas unas horas después del nacimiento de la República Independiente de Catalunya, ustedes y la RAE me perdonen si he escrito alguna mayúscula inicial de más; la falta de costumbre. El tiempo soleado es idéntico al de ayer. De amanecida ha amagado con una gotita más de aliviante fresco, pero pronto se ha restituido la normalidad meteorológica. Anoto en mi libreta de periodista a lo Camba o Chaves Nogales —más quisiera, sí, ya lo digo yo— que eso no ha cambiado respecto al día anterior. Tampoco la moneda. Pago el vermú y la tapa de butifarra en euros, y me devuelven en euros. La clavada, que es de escándalo, es la habitual de los tiempos de la pertenencia a España.

¿Qué más puedo observar? ¡Ah, sí, los quehaceres cotidianos, las caras y las actitudes! Pues menudo chasco, porque la gente sigue haciendo las mismas cosas de cualquier día libre de veroño. Unos desayunan en las terrazas, otros se echan carreritas sudorosas embutidos en prendas multicolores de licra —running le siguen llamando— y hay quien entra en las prohibitivas tiendas de ropa o complementos a pagar un pastizal por algo que no vale ni la mitad de la mitad.

En cuanto a los rostros, ni alegría desbordante ni tristeza incontenible. Como mucho, si fuerzo mi observación para ver lo que yo quiero ver, que es lo que hacen todos los cronistas, intuyo curiosidad. Apurando, una migaja de incertidumbre, que infiero de una pregunta que he captado en cuatro o cinco conversaciones a las que he puesto antena: ¿Y qué pasará ahora? La respuesta no puede ser más obvia y a la vez cabal: ya veremos.