Fiesta… ¿impune?

67 mastuerzos se pasan las medidas vigentes entre las ingles para celebrar un fiestón nada menos que en la hospedería de un convento de Derio. Sin mascarilla, sin distancia y sin ventilación, faltaría más. Son jóvenes —tampoco unos críos exactamente— y se creen inmortales. ¿Que pueden contribuir a matar a otros, incluidos sus mayores? Vayan e intenten que les entre en su única neurona. A ellos, plín, que para eso duermen en el Pikolín del egoísmo abismal y la falta oceánica de empatía. Lo primero, sus culos narcisistas, qué pena de patada con unos zapatos de chúpame la punta.

Claro que lo peor de todo es la impunidad. Oigo cuentos y cuentas de la lechera sobre los puros que les pueden caer a estos memos jactanciosos. Pero, por de pronto, la Ertzaintza tuvo que esperar durante horas a que salieran para identificarlos de uno en uno. Resulta que nuestro fastuoso estado de derecho no permite que la policía entre a unas dependencias privadas cuando solo se está incurriendo en un infracción administrativa. Y aunque al común de los mortales nos parezca que el asunto era más grave, como poco, un comportamiento que pone en peligro la salud colectiva, no hay tutía. Ya será suerte que si el asunto llega a sede judicial no aparezca una de tantas señorías heroicas a dejar marchar de rositas a los gañanes.

Diario de la segunda ola (6)

Detesto el papel de pájaro de mal agüero, pero no me queda otra que afirmar que vamos de cabeza otra vez a la prisión domiciliaria, digo al confinamiento en casa. Lo huelo en las declaraciones de las autoridades, demasiado parecidas a las que suelen gastar los presidentes de los clubs de fútbol antes de darle la patada al entrenador. Sospecho, por lo demás, que en cada comparecencia o canutazo nos dan información ya caducada. Van dos capítulos por delante del común de los mortales o del plumilla corriente y moliente y les cuesta disimular que manejan previsiones que rozan lo terrorífico.

Y luego está la calle, con buena parte de mis congéneres apurando el agua, o sea, las birras, los crianzas y los gintonics para llevarse eso por delante cuando volvamos al chape, a los aplausos de las ocho, la tortura musical de Manolo y Ramón y el bingo entre balcones. Me temo, en todo caso, que la mayoría solo son vagamente conscientes de la que se nos viene encima. Entre la candidez y el egoísmo extremo, muchos siguen preguntando si tras las últimas restricciones podrán ir este fin de semana a cazar, a por setas, a ver a Bisbal, a la jamada prevista en el txoko, a la ruta del vermú a la que se habían apuntado hace un mes, o como en la célebre duda resuelta por la Policía Municipal de Bilbao, a echar un polvo.

Cómo fue posible

Tiene muy mal arreglo lo de las preferentes y las subordinadas. En la mejor de las situaciones, los afectados recibirán unas migajas de lo que aportaron —en más de un caso, casi todo lo que tenían— y deberán quedarse con la bilis negra, la sangre hirviente y, con bastante probabilidad, el tratamiento a base de ansiolíticos para sobrellevarlo. Nadie les devolverá los pedazos de vida que se están dejando desde que descubrieron que les había ocurrido a ellos y ellas eso que normalmente leían en los periódicos, oían en la radio o veían en la televisión que les sucedía a otros. Durante muchos años, tal vez hasta el último, se preguntarán cómo fue posible.

Los moralistas de salón, que suelen aparecer sin ser llamados ni ocultar su delectación por la desgracia ajena, señalarán la codicia como única responsable y concluirán, ufanos, que a un pecado capital le corresponde una penitencia capital. Sin descartar que entre las decenas de miles de personas a las que han vaciado los bolsillos haya algunas que se creyeron que se codearían con los Rothschild, yo no apuntaría por ese lado. Me parece más verosímil buscar la causa en la mezcla de ingenuidad, inconsciencia y confianza despreocupada con que, en general, nos dejamos pastorear por las cañadas bancarias, financieras y empresariales. Por ahí vamos dados, pues en la contraparte hay alguien que sí sabe lo que tiene entre manos y que no se parará en barras éticas a la hora de hacernos firmar con una sonrisa en los labios nuestra propia sentencia de muerte económica. Con la bendición de los organismos reguladores presuntamente competentes, ojo.

Para los que han picado, me temo que es tarde. Los demás deberíamos escarmentar en carne ajena de una vez e interiorizar, por ejemplo, que un aval hipotecario no es una formalidad o que un fondo de inversión no es un depósito a plazo fijo. Y como norma, que hay posibilidades de que quieran metérnosla doblada.