Nostalgias del 15-M

Simpaticé y sigo simpatizando con el 15-M. Por un instinto primario, más de epidermis que de masa gris. Por el reconocimiento retrospectivo de quien fui en no pocos de los que se echaron a la calle a descubrir la famosa playa bajo los adoquines. Por la certeza dolorosa —obtenida a hostia limpia— de que no la encontrarían, exactamente igual que les ocurrió a los primeros que la buscaron y a los que, bastantes años después de aquel fracaso, volvimos a intentarlo. En definitiva porque, como creo recordar que escribí hace tres años, no soy nadie para imponer ni mi biografía ni mi desencanto. Ni mi cinismo, por descontado.

Añado, supongo que contradiciéndome, que a la vista de las conmemoraciones, no he podido evitar la sensación de que se está celebrando, como tantas veces, una derrota. Me admira, eso sí, la celeridad con que la efeméride se ha instalado en el santoral laico. Parecía como si se llevasen decenios festejando algo que, calendario en mano, ocurrió anteayer, o atendiendo al presunto espíritu original, que debería estar ocurriendo todavía, porque aquello no era cosa de un día ni de dos.

Me pregunto si todo lo que va a quedar es eso, un bonito recuerdo, convenientemente magnificado y falseado en cada emotiva columna laudatoria escrita, ¡ay!, por individuos que han hecho de la indignación su nicho de mercado. Esos sí que se han dado de bruces con Malibú, Ipanema o, como poco, Benidorm, escondidas entre las piedras escarbadas por brazos menos finos que los suyos. No hay revolución, aunque sea nonata, que no resulte de provecho… siquiera para unos cuantos que saben situarse donde se debe.

Hessel ha muerto

Stéphane Hessel ha muerto. Comprendería perfectamente que no quisieran seguir leyendo. Yo mismo me he autoimpuesto, por el bien de mi estómago y de mis neuronas, esquivar la inevitable torrentera de obituarios que —puedo imaginármelo perfectamente— lo glosarán así o asá, siempre arrimando el ascua a la sardina propia o, como mucho, con la condescendencia que se reserva a los que dejan de formar parte del inventario de los que respiran. Es lo que tiene diñarla, que ya no estás en situación de matizar, apostillar ni desmentir a quienes aprovechan tu recién adquirida categoría de fiambre para hacer un ejercicio de estilo a mayor gloria de su causa o para atribuirte intenciones que jamás pasaron por tu cabeza.

Stéphane Hessel ha muerto. Y por una extraña asociación de ideas, me viene a la cabeza la archifamosa frase de Chesterton que todo columnista que se precie debe citar por lo menos una vez cada dos años para que se note que tiene lecturas y que sería un rival temible en el Trivial: “El periodismo consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Bueno, tampoco es el caso exactamente. Pero casi, porque su celebridad no ha sido póstuma por medio pelo. Se la debe a sesenta páginas escritas en tiempo de descuento y, probablemente, a un editor con mucho ojo. Luego, y de eso ya no tuvo él ninguna culpa, llegó a rebufo un ejército de imitadores que convirtieron la indignación en fenómeno comercial, cuando no en modus vivendi. Esos de los que les hablaba el otro día, los que se relamen ante el suicidio de un desahuciado porque se van a inflar a clicks. Conozco a uno —y ustedes también— que hasta anteayer carroñeaba los cadáveres que dejaba ETA y hoy husmea, a tanto la pieza, en la sangre de los desgraciados que saltan desde un alfeizar.

Stéphane Hessel ha muerto. A los 95 años, ya vivió lo suyo. Bien vivido, además. Dejémosle descansar en paz.

Mareas

¿Llega o no llega el estallido social? Hace un buen rato que empezaron a pregonarlo. Unos, como dulce ensoñación revolucionaria; otros, como tremebunda profecía apocalíptica. Faltan quienes tienen pesadillas escalofriantes en que las masas toman al asalto su mueble-bar y se beben sus güiscazos de veinte años antes de conducirlos engrillados a una cárcel del pueblo. Faltan y seguirán faltando. Esos, que serían los primeros en ser arrastrados por el reventón de rabia y, por tanto, los que más motivos tendrían para temerlo, continúan retozando alegres y confiados en la molicie de costumbre. Como demasiado, enarcan una ceja con más curiosidad que canguelo a la vista del fenómeno de moda: las mareas.

Así las anuncian en los epígrafes de los periódicos —con mayor querencia en los digitales que coleccionan clicks de aluvión— y en los ardorosos hashtags (o sea, etiquetas) de Twitter. Ya no hay manifestaciones, concentraciones ni movilizaciones. Cualquier protesta toma el nombre de marea y, si procede, como apellido, un color identificable con el sector que haya bajado al asfalto a desgañitarse contra el pisoteo sistemático y creciente de sus derechos. Los sanitarios, marea blanca; los docentes, marea verde; los mineros, marea negra; todos juntos, marea a secas. La lástima y a la vez la razón de la tranquilidad para los presuntos destinatarios de los gritos y los lemas de las pancartas es que no pocas veces —la mayoría, me temo— la denominación está muy por encima de la realidad. Una floja entrada en el estadio de un equipo de fútbol de la mitad de la tabla hacia abajo supone una congregación más numerosa.

No lo anoto porque me guste que sea así. Al contrario, sería bastante menos infeliz viendo respuestas proporcionales (nunca violentas, ojo) a las injusticias que nos espolvorean todos los días. Pero tampoco me parece que ni el voluntarismo ni el triunfalismo sean los mejores consejeros.

Indignación rentable

Mucho cuidado, que la indignación acabará cotizando en bolsa. Igual que la lluvia es una oportunidad de negocio para los vendedores de paraguas y chubasqueros, este temporal incesante de motivos para soliviantarse está forrando el riñón de unos cuantos vivillos tan dotados de olfato como faltos de escrúpulos. Su especialidad es la bilis hirviente. La adquieren a granel y a coste cero directamente de las instancias gubernamentales y aledañas. Cada recorte, cada medida injusta, cada arbitrariedad, cada corruptela son una mina en potencia de donde extraer y poner en circulación toneladas de lucrativo sulfuro social.

¿Cómo se convierte eso en plusvalía? De cien formas. Tertulias televisivas y/o radiofónicas a doscientos, trescientos, cuatrocientos euros la hora. Artículos de prensa —mayormente digital, que es lo que se lleva ahora— cada vez más panfletarios que buscan las tripas y eluden el cerebro. Manuales de instrucciones para la insurgencia o así escritos a varias manos y de venta en kioscos, librerías y grandes superficies. Conferencias, ponencias, jornadas, encuentros y bolos diversos con caché variable; es recomendable uno gratis ante una asociación de vecinos o similar de cuando en cuando a modo de promoción.

Como se ve, métodos en esencia tradicionales, porque al final no hay nada más convencional que lo pretendidamente alternativo. El otro día, sin ir más lejos, en un programa del hígado reconvertido por las bravas en supuesto debate, la portavoz de la plataforma de afectados por la hipoteca y la neocelebridad contestataria Beatriz Talegón protagonizaron un encontronazo que en nada envidiaría a las enganchadas de Nuria Bermúdez y uno de los Matamoros. Carne viral para Youtube —que es donde lo vi yo— y pico de audiencia. En las pausas publicitarias, ristra de anuncios de perversas corporaciones que no se dan por enteradas. Para ellas, los cabreados son un nicho de mercado.

Violentos pro-Sistema

Cualquier acto masivo, desde un congreso mundial de ursulinas a la junta general de accionistas del Mangante’s Bank, es susceptible de acabar a hostia limpia. Basta con que un puñado de los asistentes -mandados por alguien o, simplemente, llegados por su propio pie con ganas de bulla- repartan los primeros mamporros. A partir de ahí, se ponen en marcha la adrenalina, la confusión y todos los instintos primarios descritos en miles de manuales de psicología de las multitudes. En un titá, el mobiliario vuela por los aires y tipos que de a uno no son capaces de matar una hormiga mutan en Conan el bárbaro. Un puñado de cámaras registrando primeros planos de furia y captando el rugido de la marabunta completan el trabajo.

Ocurrió tal cual anteayer en Barcelona, con la propina de unos helicópteros rescatando a los buenos y hasta el detalle chusco de unos gañanes tratando de guindarle el perro-guía a un parlamentario ciego. Era de libro que un movimiento que tenía de los nervios a los amos del calabozo terminaría así. Fracasados los intentos de presentarlos como una turba de ingenuos que no tienen ni puta idea de lo que vale un peine democrático o como unos haraganes refractarios a la higiene, sólo quedaba el fácil recurso de retratarlos como una versión con rastas de las huestes de Atila.

¿Estoy dando pábulo a las teorías semiconspiratorias de los infiltrados policiales que encendieron el cirio? Hombre, que había unos madelmanes disfrazados de grotescos activistas es algo de lo que da fe Youtube. Pero no hay pruebas de que fueran ellos quienes empezaron la gresca. De hecho, no les hacía ninguna falta. Bastaba con dejar que actuaran los cuatro imbéciles que, sin otra ideología que buscar la boca, trashuman de lío en lío. ¡Si los conoceremos por aquí arriba! El llamado Sistema no tiene mejores aliados que esos antisistema de atrezzo. No los confundamos con quienes sólo piden que algo cambie.

Patxi va de guay

Si no había motivos para indignarse, sulfurarse y hasta encabronarse, taza y media. Con la caña de pescar bien cebadita de suficiencia paternalista y curil a partes iguales, Patxi López se dirige en video y por escrito a lo que enseguida se ve que para él es una chavalada revoltosilla. Tiene guasa. El día 3 del corriente puso proa a la petición de Bildu para reunirse con él alegando que su menda no se arrejuntaba con proscritos, pero ahora pierde el cinturón para ver si pilla cacho en este río revuelto. Otro indicio que revela que en su imaginario y en el de los contumaces palmeros que lo aconsejan, los que se han echado a la calle son una panda de primaveras que se puede merendar con un poco de labia y cuatro trucos de asesoría de imagen. Dicho en el lenguaje ya en desuso de su generación y la mía, va de guay.

Y, aunque no lo sepa, no se va a comer un colín con forma de voto porque él encarna, junto a muchos políticos de todos los partidos, justamente aquello que ha provocado la cólera que cada vez llena más metros cuadrados de asfalto. Aunque se los retrata como soñadores que piden el poder para los soviets, la reclamación principal es que dejen de tomarlos por tontos de baba. Son aspiraciones que se contestan con hechos, no con palabras ni palmaditas comprensivas y falsarias en el lomo.

Anda tarde López para coger ese tren. Tiene demasiada bibliografía presentada. Pacta con quien había jurado no pactar, defiende a muerte a quien enmierda la cooperación internacional y se compra terrenitos en Somoto y Marbella, silba mirando a la vía ante sus conmilitones que cobran dietas que no les corresponden, fumiga ideológicamente a discreción, pone al de la porra al frente de su aparato de propaganda y se cepilla en dos años diez de avances sociales. Como símbolo de su mandato, una foto de nuevo rico repatingado en una chaselongue. Y ahora finge empatía con los que él mismo ha contribuido a cabrear.

Protesta, que les joroba

Suelo llevar en la cartuchera, siempre listo para desenfundar, un discurso entre cínico y resabiado que corta como una navaja de Albacete vacilones reivindicativos. Básicamente se trata de tirar de memoria histórica para recordar que incluso las que ya se han hecho son revoluciones pendientes. Las bellas consignas se las lleva el viento y, al final, suele tocar volver a la miseria cotidiana con la pancarta entre las piernas. El cabrón del Sistema es tan grande que hasta tiene unos discretos bolsillos interiores para albergar a los antisistema, muchos de los cuales van saliendo de ahí por su propio pie según renuevan el carné de identidad o aprueban oposiciones. Andando el tiempo, a algunos te los encuentras poniendo ojitos de yonohesido en carteles electorales que chorrean photoshop.

¿Lo ven? Sin querer, ha vuelto a salirme el pinchaglobos en que nos hemos convertido por despecho bastantes de los que no encontramos la playa bajo los adoquines. Y no, esta vez no era mi intención largarme la clásica perorata paternalista de rebotado de viejas barricadas sobre las miles de personas que se están echando a las calles estos días al grito de “¡Democracia real ya!”. Todo lo contrario. Pretendo dejar constancia de mi respeto y mi admiración hacia cada una de ellas. Para mi no son ni perroflautas, ni ilusos, ni borregos manipulados, ni cualquiera de las mil etiquetas que les están calzando los que les miran con el fastidio de los señoritos que no soportan que un descamisado se apoye en la carrocería de su BMW.

Los aguafiestas pronostican que no conseguirán nada. No es cierto. Por de pronto, ya han triturado las teorías que sostenían que aquí no se movería nadie. Tal vez no hayan llegado a poner de los nervios a los dueños del balón, pero sí los han incomodado lo suficiente como para hacerlos balbucear melonadas -¿eh, López?- en sus mítines. Y han logrado también que pensemos. Por ahí se empieza.