Auténticos autónomos

Celebro que el Tribunal Supremo haya establecido en una sentencia de las que crean jurisprudencia que los repartidores de Glovo son trabajadores por cuenta ajena a todos los efectos. Otra cosa es que mi escepticismo incurable me lleve a temer que la compañía encontrará el modo de salirse con la suya; un contrato laboral puede ser perfectamente precario, como bien sabemos. Por lo demás, hay un par de reflexiones que quizá cabría plantearse sobre el fondo de este caso. La primera es muy obvia y apela a la hipocresía de quienes se echan las manos a la cabeza por las condiciones a las que se somete a los currelas de esta u otras empresas del pelo pasando por alto su complicidad al hacer uso de sus servicios.

La otra cuestión es quizá más sutil, pero nos retrata muy bien como sociedad que da por descontado que ciertos colectivos tienen menos derechos que otros. Lo que nos escandaliza de los falsos autónomos es la realidad diaria de los auténticos autónomos. Incluso con las cuatro birriosas mejoras que se han introducido recientemente, la mayoría de las personas que trabajan por cuenta propia carecen de los derechos que consideramos básicos cuando la relación es con una empresa o un empleador. Sorprendentemente —o no—, a los campeones mundiales de las denuncias de las desigualdades se les escapa esta.

De injusticia en injusticia

No es la mejor temporada para creer en la Justicia española. En realidad, da igual cuándo lean la frase anterior. Hasta donde este juntaletras tiene memoria, los de las togas y las puñetas nos han regado con un sinfín de arbitrariedades a cada cual más obscena. Si no era la chufla del 23-F, era la filfa de los GAL, el caso Egunkaria, el atropello a Atutxa, Bateragune o, en lo más reciente, Altsasu o el Procés.

Y andamos en el suma y sigue hasta el infinito y más allá. Hagamos recuento de los desafueros en menos de una semana. Como menú degustación, el baranda del CGPJ, que lo es también del Tribunal Supremo, se ciscaba en la obligada neutralidad marcándose una exaltación borbónica donde no tocaba. Poco tardamos en enterarnos de que era el preaviso para lo que venía: la inhabilitación de la primera autoridad de Catalunya con la estúpida excusa de que se había negado a retirar una pancarta a favor de unos políticos encarcelados en medio de una campaña electoral.

El mismo día, otra sala de idéntico Tribunal rebajaba la pena de un maestro pederasta del Opus Dei de 11 a dos años de cárcel con argumentos de pata de banco. Sin tiempo para digerir lo anterior, la Audiencia Nacional absolvía ayer a Rodrigo Rato y sus 33 secuaces en la salida a bolsa de Bankia. Lo tremendo es que ni siquiera nos sorprende.

Torra, ahora mártir

Aires de fiesta, parapapá, en el ultramonte hispanistaní. Se celebra con estrépito la inhabilitación de una de las principales bestias negras de los recios cavernarios. Por obra y gracia del Tribunal Supremo español, el president (bien es verdad que accidental) de la Generalitat, Quim Torra, ha sido desposeído de su cetro y enviado a la cuneta institucional. Menuda sorpresa, ¿verdad? Los jueces y parte cumplen su propia autoprofecía. Hasta el que reparte las cocacolas sabía cómo acabaría esta película desde el mismo instante en que el entusiasta testaferro de Puigdemont Primero de Waterloo se negó a retirar los famosos lazos amarillos en pleno fregado electoral.

Fíjense que hubiera sido fácil evitar el desenlace impepinable. Habría bastado una migaja de pragmatismo o de mera inteligencia política. No hay que ponérselo fácil al enemigo. Menos, cuando, como es el caso, quien está enfrente carece del menor principio ético. Al succionador regio Lesmes y a sus mariachis hace mucho que dejaron de importarles las apariencias. Si había que condenar a la muerte civil a Torra por una chorrada, lo harían y, de propina, revestirían el acto de épica, como si fueran el último dique de contención contra el secesionismo, incluso al precio de convertir en mártir a un personaje menor. Bien mirado, unos y otros ganan.

Altsasu, suma y sigue

Me cuesta mucho ver la buena noticia. Después de 1.325 días en prisión, tres de los jóvenes de Altsasu han obtenido el tercer grado penitenciario y pueden pasar fuera del trullo los fines de semanas. Es verdad que menos da una piedra, pero su situación sigue siendo una injusticia del tamaño de media docena de catedrales. Creo que es importante dejarlo claro, porque un puñado de magnánimos demócratas ya han empezado a hilar sus instructivos discursos sobre la benevolencia del Estado de Derecho, que es ese Dios que aprieta pero no ahoga y deja que hasta las ovejas más descarriadas tomen un poquito de aire… antes de volver al redil a terminar de cumplir una condena brutalmente desproporcionada respecto al delito cometido. Condena, por demás, que fue fruto de un proceso judicial prêt-à-porter plagado de —como poco— incongruencias, pruebas endebles y dudas más que razonables incluso sobre la presencia de los acusados en el lugar de los hechos.

Y conste que esto lo anota alguien que rechaza de plano la letanía de la “pelea de bar”. Somos lo suficientemente mayores para saber que lo que ocurrió aquella infausta madrugada no fue un encontronazo fortuito. Pero tampoco nada que justificara ni de lejos un ensañamiento judicial y penal como el que vino después y, por desgracia, todavía no ha concluido.

Injusticia con sordina

Pues no. Esta vez no ha habido rasgado de vestiduras ni concurso de soflamas incendiarias contra la manga ancha de la Justicia. Será en vano que busquen pronunciamientos de campeones siderales del Yo acuso, ni airadas peticiones de cambio inmediato del Código Penal. Qué va. Únicamente silencio en la grada progresí y algarabía en la de enfrente, la ultramontana, que ha disfrutado sin competencia de una denuncia que debería haber sido compartida por cualquiera con un mínimo sentido de la decencia. Pero es que en este viaje no molaba por quiénes eran el criminal y la víctima. Les cuento, por si no acaban de caer.

Ocurre que la Audiencia de Zaragoza ha absuelto a un fulano llamado Rodrigo Lanza, de oficio sus antisistemeces, del delito de asesinato de un tipo al que pateó hasta la muerte porque le provocó… ¡llevando unos tirantes rojigualdos! Los togados, a medias con un jurado popular, le han hecho precio de amigo y dejan el matarile —por la espalda y a traición— en homicidio imprudente. En román paladino, de 25 años a un máximo de 12, que todo quisque apuesta que será mucho menos.

Es bastante fácil imaginar la explosión de bilis que se hubiera producido de haber estado cambiados los papeles. De hecho, sin llegar a eso, me consta que más de media docena de los lectores de estas líneas las habrán dejado cabreados antes de llegar aquí. No pocos de los que alcancen el punto final verán confirmada su tesis de que soy un fascista que lamenta que le hayan dado su merecido a un individuo que sobraba de la faz de la tierra. Eso, sin contar con los que se encogerán de hombros y concluirán que no les gusta la columna.

Jueces sin alma

Una más. Esta vez ha sido la Audiencia de Barcelona, denominación genérica que se utiliza para despistar los nombres y apellidos de los jueces que han decidido que una violación grupal y continuada de cinco tipejos a una menor solo es un abuso sexual. Como de costumbre, lo más vomitivo es la argumentación para rebajar el grado de la fechoría: dado que la víctima estaba drogada e inconsciente, quienes la penetraron en bucle y le practicaron todo tipo de vejaciones no necesitaron utilizar la violencia. Y chispún. Mentón arriba y, a modo de escudo, o sea, de palangana para lavarse las manos, ese cagarro llamado Código Penal. Aquí se juzga según la tarifa vigente; vayan con las quejas a los legisladores. Como si en otras ocasiones, muchas bien recientes, la misma ley no fuera retorcible en el sentido que les sale de la sobaquera a los togados.

No desmentiré que la Justicia es patriarcal, aunque creo que no es el único motivo que está detrás de estas infectas decisiones. Ocurre que los jueces viven en realidades paralelas, siempre por encima del bien y del mal. Se enfrentan a los casos como si fueran un sudoku o el Damero maldito. Se la trae al pairo que sus resoluciones afecten a seres humanos o que vayan a crear en la sociedad estupor, rabia, impotencia y sensación de desamparo.

Por lo demás, no puedo poner el punto final sin reparar en el eco tan rácano que ha tenido esta nueva vileza judicial. Ni comparación con el terremoto que provocó la sentencia de La Manada de Iruña. Me temo que ahí hay una reflexión pendiente, aunque yo ya la tengo muy mascada. Y creo que ustedes también intuyen por dónde va la cosa.

Expoliadores impunes

Hoy mi pueblo, Santurtzi, vuelve a movilizarse contra una injusticia. Como ya hicieran nuestras vecinas y nuestros vecinos de Portugalete para recuperar la casa de Vitori de sus usurpadores, los habitantes de la villa marinera —¡y quien quiera sumarse desde donde sea!— estamos convocados frente a otra vivienda que en el eufemismo de los medios llamamos ocupada o, si nos ponemos todavía más estupendos, okupada, con k megamolona. Menos mal que a estas alturas del tercer milenio, llevamos las suficientes caídas de guindos coleccionadas para saber que hablamos, sin menos y sin más, de un domicilio particular tomado al asalto por unas personas a las que ni siquiera puedo nombrar como presuntos delincuentes.

De hecho, la broma macabra empieza ahí. La ley está de su parte. Contra todo lo que nos enseñan, son los propietarios del inmueble los que tienen que demostrar que lo son y/o que los expoliadores no son víctimas de un perverso casero que les quiere poner de patitas en la calle por capricho o por codicia. Si, como yo, les preguntan a sus jurisconsultos de cabecera, les dirán sin arrugarse la toga que se trata de la más elemental de las garantías constitucionales. Acto seguido, señalarán a los legisladores como responsables del inconveniente menor que resulta que arramplen con tu casa y afearán a la inculta plebe por desconocer los rudimentos básicos del Derecho. La autoridad nominalmente competente se llamará andanas, no sea que la beatífica progritud saque a paseo la demagogia tramposa y ventajista. Y al final solo queda la presión popular, con el inconmensurable peligro de que la cuestión se vaya de las manos.